Cap. III – Dios anda entre los
pucheros. Años 1934-1950.
Barza d’Ispra, junto al lago Maggiore, en la provincia de Varese,
región de Lombardía, fue siempre y apenas una pedanía de Ispra, un grupo de
casas alrededor del castillo y de los
señores que en cada tiempo lo habitaron. Familias de campesinos que dependían,
en tiempos de guerra y de paz, del castillo medieval (del que solo ha
sobrevivido el torreón). Después, ya en tiempos más apacibles, los escasos
habitantes trabajaban como criados u hortelanos de la Villa residencial en que
fue transformada la fortaleza originaria. Nuevos pabellones fueron añadiéndose,
siglo a siglo, hasta formar un rectángulo con su señorial patio central.
Fue en el siglo XIX cuando el conjunto conoció
la más profunda reforma. Fue llevada a cabo por Pietro Mongini, el famoso tenor
italiano al que le cupo la gloria del interpretar el papel de Radamés en el
histórico estreno mundial de Aida, de Verdi, en el Cairo en 1871, para celebrar
la inauguración del Canal de Suez. Pocos años antes, en la cumbre de su
carrera, había adquirido esta residencia, que adaptó al lujo imperante entre
las familias de la aristocracia y de la alta burguesía de la Lombardía que, por
aquellos años, andaban construyendo espléndidas villas en las orillas del lago
Maggiore. El tenor llevó a cabo una amplia restructuración de la mansión de
Barza, para ejercer en ella de anfitrión magnánimo ante la buena sociedad del
Reino de Italia. El tenor podía ofrecer a sus invitados, además, unos cuidados
jardines y un inmenso parque con árboles seculares y exóticos.
El ruido de los carruajes en el patio central,
el bisbiseo de los vestidos largos de seda en las escaleras, las joyas
deslumbrantes, la gran etiqueta, los músicos que amenizaban las veladas… todo
ello formaba parte de un mundo que estaba llegando a su ocaso, tal y como luego
lo pintarían, aunque en el otro extremo de Italia, Giuseppe Tomasi di Lampedusa
y Luchino Visconti en El Gatopardo. Cuando el tenor murió, la Villa de Barza
pasó a la viuda, que levantó una nueva capilla dedicada a San Quirico y Santa
Julita. El huésped más ilustre de la época fue el rey Umberto I, como lo
recuerda una lápida en uno de los muros. Se sucedieron otros propietarios hasta
que el último de ellos, en 1934, vendió la Casa a la Congregación de Don
Guanella.
La espléndida Villa de Barza se adaptó a las
necesidades crecientes de un Instituto religioso en clara expansión. Y el
histórico torreón medieval con su grandioso reloj siguió marcando las horas a
los seminaristas que llenaban las aulas y el gran patio central del edificio.
Fue Adamo Marchioni, el ‘mago del reloj’, el artífice de un reloj universal con
12 cuadrantes que da la hora de Greenwich, Buenos Aires, Nueva York, Jerusalén,
San Francisco, Tokio, Manila y El Cairo, como indicando esa globalidad a la que
la Congregación estaba llamada. Desde lo alto del torreón, seis campanas
empezaron a dar el ángelus con la melodía del Ave María de Lourdes.
Generaciones de seminaristas, con su revuelo
de sotanas, sus oraciones piadosas, sus breviarios, sus carreras por el parque,
sus estudios en la biblioteca, sus sueños o sus fracasos, sucedieron a los
anteriores habitantes de alta etiqueta y sueños de grandeza. La galantería, el
humo de los bon vivant, impecables en sus fracs con pajarita, o
la mundanidad de un vals de Strauss fueron sustituidos por el silencio, la
meditación, el estudio, la Missa de Angelis y el Adoro te devote. La Casa de
Barza empezó a formar parte de la memoria colectiva de toda una
Congregación.
A Barza
d’Ispra, un 8 de septiembre de 1934, llegó un joven novicio de 21 años.
***
“Todos sabíamos que eran albóndigas, pero…”
En los primeros días de septiembre de 1934, un grupo de seminaristas hace el trayecto entre Fara Novarese y Barza d’Ispra. A ellos se unen otros estudiantes procedentes de varios puntos de Italia.,
Juan, como novicio, también debía trasladarse.
Y entonces los superiores decidieron matar dos pájaros de un tiro: pidieron a
Juan que se encargase de la cocina, provisionalmente, hasta que buscasen una
solución. Aquí se quedaría durante 16 años: “Es
verdad que fue un gran cambio: los ambientes, las personas, el trabajo. Y sin
embargo, qué alegría y con qué pasión empecé a amar el trabajo y las personas,
entre las que no me olvido de los viejecillos y de los buonifigli”
Desde septiembre de
La Congregación acababa de adquirir una
amplísima casa-palacio del siglo XVIII, que había sido construida en torno a un
torreón de un antiguo castillo feudal. La abundante vegetación de árboles
centenarios que surgían aquí y allá en un amplísimo terreno siempre verdeante
creaba una atmósfera de religioso silencio, muy propicio para la formación de
los futuros guanelianos.
El 8 de septiembre de 1934, Juan Vaccari
entra oficialmente en el noviciado. Él, que había anhelado ser sacerdote, tenía
que buscar los alimentos y preparar la comida para los que se preparaban al
sacerdocio. No ocupaba uno de los pupitres ni vestía la sotana soñada
(reservada exclusivamente a los futuros sacerdotes) ni se movía entre sesudos
tratados de filosofía y teología. Él, paradojas de la vida, era el sirviente de
los futuros Siervos de la Caridad.
Horas y horas en la cocina. Rutina
desangelada, burda cotidianidad, aplastante horario. Encender el fuego, pelar
patatas, preparar los guisos, limpiar perolas, cortar las verduras, servir la
comida, estirar la sopa, fregar, barrer, limpiar, escaldarse las manos,
quemarse las pestañas… Día tras día, mes tras mes, en una época en que no se
conocían ni los sábados ni los domingos. Era el primero en levantarse para
preparar el desayuno y el último en acostarse, después de recoger la cocina
tras la cena.
Trabajo escondido y agotador que le exigía
indecibles sacrificios, pero también ingenio y creatividad, para llenar, en
aquellos años de guerra y posguerra, de penuria y escasez, los muchos platos
del seminario. Salía con la bicicleta a los campos y a los huertos de las
aldeas cercanas en busca de coles, berzas, patatas, ajos, cebollas, zanahorias,
alubias, harina. Y pedía alguna patata o alguna berza de regalo, porque los “seminaristas tienen hambre a todas horas”. Más
de una vez, como hacían tantos italianos de la zona en aquellos años, se vio
obligado a coger el tren y plantarse en la cercana Suiza, y comprar legumbres o
mantequilla de estraperlo. Y en más de una ocasión, el revisor hizo la vista
gorda, y una sugerencia: “tape mejor esa
cesta, buen fraile, que se ven las alubias”.
Tenía que estirar y estirar los alimentos
para que hubiera para todos. Un seminarista confesará: “Se hicieron famosas las albóndigas del hermano Juan. Todos sabíamos
que eran albóndigas, pero nadie sabía de qué estaban hechas”. Y es que Juan no hacía las albóndigas con
los ingredientes señalados en un recetario al uso, sino con lo que, en cada
momento, había en la despensa.
El 12 de septiembre de 1939, pocos días
después del inicio de la Segunda Guerra Mundial, el hermano Juan emite su
profesión perpetua en los Siervos de la Caridad. Tres años antes había
realizado la primera profesión religiosa. En su diario, recordará siempre estas
fechas y renovará en su corazón los compromisos adquiridos. Así el 12 de
septiembre de 1961 (bodas de plata de su primera profesión) escribe: “Heme aquí, oh Jesús. Heme aquí, oh María,
para agradeceros todos los beneficios que me habéis concedido. Renuevo de todo
corazón mi entrega total. Que este sea mi testamento: darme y dar, trabajar en
la humildad y en el silencio. Procuraré, en lo que pueda, ayudar, levantar,
dar, convencido de que la divina Providencia nunca fallará. Amar y honrar mi
vocación, siempre supercontento de pertenecer a la querida Congregación de los
Siervos de la Caridad. Y os pido ardientemente, Madre mía Purísima, que pueda
vivir y morir en ella. Desde el paraíso me uniré de manera especial a San José
para trabajar por las vocaciones”.
“Nuestro ‘párroco’ de Monteggia…”
Su estatura moral fue muy pronto percibida por los jóvenes seminaristas. Su recogimiento en la capilla, su espíritu servicial a todas horas, su rostro risueño y bondadoso, su laboriosidad infatigable son un ejemplo y un testimonio. Y muy pronto también los sencillos parroquianos de la aldea de Monteggia descubren al hermano Juan. Acude hasta ellos para rezar el rosario, hacer una novena o el viacrucis, levantar una capillita junto al camino, para que no se olviden de Jesús o de María. “Nuestro párroco”, le llaman -y le llaman bien- porque Juan, un ‘sacerdote fallido’, se ha convertido en su pastor: escucha sus penas y sus alegrías, bendice sus casas, les consuela y les sostiene en su fe humilde de campesinos y de amas de casa. Sabe sus nombres y conoce sus necesidades. Un feligrés de Monteggia escribe: “Llegaba a nuestras casas, y en seguida nos metía en la oración, con una avemaría o un gloria. Se interesaba por la familia, por cómo era nuestra situación económica. En más de una ocasión se dirigió a las pequeñas fábricas o a los talleres de los pueblos cercanos, para que diesen trabajo a alguien que se había quedado en el paro”. Y otro parroquiano escribe: “Este hombre tenía algo, y ese algo nos impedía negarle lo que nos pedía, ya fuera una vida más recta, o unas patatas para sus seminaristas”.
Cuando en 1960 la pequeña aldea de Monteggia fue desmantelada para albergar las instalaciones del Euraton (Centro de investigación europea para la energía atómica), el hermano Juan involucró a toda la población para construir una capillita y depositar allí la imagen querida de la Patrona. Con toda la solemnidad posible y la concurrencia de todos los vecinos, se llevó a cabo la procesión de traslado de la estatua de María.
También desde la lejanía
de Roma, como un buen pastor, siguió cuidando el rebaño de Monteggia: “Hace unas semanas me puse en contacto
epistolar con los buenos niños y niñas de Monteggia. Les he pedido si, por amor
a la Virgen, serían capaces de rezar un poquito o hacer un pequeño sacrificio.
Y, unánimes, me han contestado que sí. Deo gratias et Mariae”.
Existe una fotografía, borrosa y en blanco y negro, de aquella época de Barza: el hermano Juan tocando un instrumento musical, probablemente un helicón, junto a otros frailes guanelianos. Habían formado una especie de charanga que en los días de fiesta recorría pasillos y patios alegrando a los seminaristas. Nada en la fotografía nos asegura la calidad musical, pero explica bien ese rasgo distintivo de su carácter: la alegría. Y el deseo de que los demás estuvieran alegres. Muchos años después, llevará en un baúl a España esos mismos instrumentos para que los chicos del seminario los toquen y hagan fiesta.
“Gracias, por haber vuelto a mi querida Barza”.
En Barza d’Ispra aún sigue en pie el
calvario que recorre el jardín de la Casa Guanella. Fue una idea suya, y muchas
familias del lugar y de su pueblo natal lo costearon con sus limosnas, o
contribuyeron con sus manos a levantar las capillitas que acogen las catorce
estaciones del viacrucis.
Algunos años después, el hermano Juan se
encontrará ya en Roma, pero no olvidará que la Virgen encaramada encima del
torreón de Barza no tiene corona. En una ocasión, delante de un grupo de
conocidos del Palacio de la Cancillería, manifestó en voz alta su deseo de
comprar una corona para la Virgen. Poco después, marzo de 1957, pudo adquirirla
por un importe de 40.000 liras, que gustosamente pagó un caballero que le había
escuchado hablar con pasión de este deseo.
En el altar de la cocina de Barza, supo
presentar a Dios cazuelas y sartenes con la misma veneración que, de haber sido
sacerdote, habría alzado cálices y patenas.
La
casa de Barza será siempre para el hermano Juan su “casa”. En los años en que la
obediencia le puso en Roma, Juan Vaccari retornaría a menudo a Barza para hacer
ejercicios espirituales, visitar a los cohermanos y a los feligreses de
Monteggia, descansar y convalecer.
Barza es el Nazaret del hermano Juan. De hecho siempre
resulta complicado llenar de contenido este periodo de Barza. La vida
escondida, la vida rutinaria, la vida reglada de Barza no admite
acontecimientos, fechas destacadas. Desde la hora de levantarse hasta la hora
de acostarse es idéntica en 1934, 1938, 1942 o 1949. Esta vida de trabajo, de
rezos, de paseos por el parque, de breve recreación, de bromas o de pequeñas
fiestas con motivo del cumpleaños del director… llenan el corazón de un
religioso como el hermano Juan. En esta vida sencilla, Juan Vaccari descubre la
formidable belleza de la vida comunitaria. Por ello, cuando, por razones de
servicio y obediencia, trabaje fuera de un convento guaneliano, la añoranza de
Barza crecerá como el caudal de un río en la estación de las lluvias.
En
1961, podrá escribir: “En Barza he
encontrado un gran espíritu y muchos buenos ejemplos por parte de todos los
cohermanos. He visto con mis propios ojos que la Divina Providencia asiste esta
casa, corazón de la Congregación. Gracias sean dadas a Dios y a María”.
Muchos años después,
podrá exclamar: “Cuántas veces he llegado
a la conclusión que sólo el Señor sabía lo que mejor me convenía. He
comprendido que el trabajo de la cocina puede ser fuente de muchísimos méritos,
como así me dijo una vez el P. Agustín Borgonovo: “Tu altar son los fogones, y,
las cazuelas, los cálices donde dentro está Jesús, la Divina Providencia”.
La nostalgia de Barza es
la nostalgia por una vida sencilla, escondida, pobre, humilde y comunitaria.
Siempre echó de menos ese ambiente de espiritualidad, de comunión con la
naturaleza, de piedad sencilla, de trabajo agotador, de vida comunitaria
guaneliana... Escribe así: “Una vez más,
gracias, Madre mía, por haber regresado a mi casa”. Y también: “Bendice, Señor, esta casa y haz de ella una
verdadera casa de Nazaret. ¡Pobre mundo! Necesita sacerdotes santos”.
Y con verdadera melancolía, llega a anotar en su Diario: “Qué diferencia entre Roma y Barza, no sólo por la obediencia que siempre es igual en todos los sitios, sino sobre todo por el ruido. Oh, María, ayúdame para aprovechar bien, para mi espíritu y para mi cuerpo, estos días que voy a pasar aquí”.
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