lunes, 10 de abril de 2023

Cap. III – Dios anda entre los pucheros. Años 1934-1950. (Juan Vaccari: un hermano para siempre)

 

Cap. III – Dios anda entre los pucheros. Años 1934-1950.


 Escenario: Barza d’Ispra (Ispra – Varese – Lombardía – Italia) 

            Barza d’Ispra, junto al lago Maggiore, en la provincia de Varese, región de Lombardía, fue siempre y apenas una pedanía de Ispra, un grupo de casas alrededor  del castillo y de los señores que en cada tiempo lo habitaron. Familias de campesinos que dependían, en tiempos de guerra y de paz, del castillo medieval (del que solo ha sobrevivido el torreón). Después, ya en tiempos más apacibles, los escasos habitantes trabajaban como criados u hortelanos de la Villa residencial en que fue transformada la fortaleza originaria. Nuevos pabellones fueron añadiéndose, siglo a siglo, hasta formar un rectángulo con su señorial patio central. 

Fue en el siglo XIX cuando el conjunto conoció la más profunda reforma. Fue llevada a cabo por Pietro Mongini, el famoso tenor italiano al que le cupo la gloria del interpretar el papel de Radamés en el histórico estreno mundial de Aida, de Verdi, en el Cairo en 1871, para celebrar la inauguración del Canal de Suez. Pocos años antes, en la cumbre de su carrera, había adquirido esta residencia, que adaptó al lujo imperante entre las familias de la aristocracia y de la alta burguesía de la Lombardía que, por aquellos años, andaban construyendo espléndidas villas en las orillas del lago Maggiore. El tenor llevó a cabo una amplia restructuración de la mansión de Barza, para ejercer en ella de anfitrión magnánimo ante la buena sociedad del Reino de Italia. El tenor podía ofrecer a sus invitados, además, unos cuidados jardines y un inmenso parque con árboles seculares y exóticos.

El ruido de los carruajes en el patio central, el bisbiseo de los vestidos largos de seda en las escaleras, las joyas deslumbrantes, la gran etiqueta, los músicos que amenizaban las veladas… todo ello formaba parte de un mundo que estaba llegando a su ocaso, tal y como luego lo pintarían, aunque en el otro extremo de Italia, Giuseppe Tomasi di Lampedusa y Luchino Visconti en El Gatopardo. Cuando el tenor murió, la Villa de Barza pasó a la viuda, que levantó una nueva capilla dedicada a San Quirico y Santa Julita. El huésped más ilustre de la época fue el rey Umberto I, como lo recuerda una lápida en uno de los muros. Se sucedieron otros propietarios hasta que el último de ellos, en 1934, vendió la Casa a la Congregación de Don Guanella.

La espléndida Villa de Barza se adaptó a las necesidades crecientes de un Instituto religioso en clara expansión. Y el histórico torreón medieval con su grandioso reloj siguió marcando las horas a los seminaristas que llenaban las aulas y el gran patio central del edificio. Fue Adamo Marchioni, el ‘mago del reloj’, el artífice de un reloj universal con 12 cuadrantes que da la hora de Greenwich, Buenos Aires, Nueva York, Jerusalén, San Francisco, Tokio, Manila y El Cairo, como indicando esa globalidad a la que la Congregación estaba llamada. Desde lo alto del torreón, seis campanas empezaron a dar el ángelus con la melodía del Ave María de Lourdes.

Generaciones de seminaristas, con su revuelo de sotanas, sus oraciones piadosas, sus breviarios, sus carreras por el parque, sus estudios en la biblioteca, sus sueños o sus fracasos, sucedieron a los anteriores habitantes de alta etiqueta y sueños de grandeza. La galantería, el humo de los bon vivant,  impecables en sus fracs con pajarita, o la mundanidad de un vals de Strauss fueron sustituidos por el silencio, la meditación, el estudio, la Missa de Angelis y el Adoro te devote. La Casa de Barza empezó a formar parte de la memoria colectiva de toda una Congregación. 



A Barza d’Ispra, un 8 de septiembre de 1934, llegó un joven novicio de 21 años.

***

“Todos sabíamos que eran albóndigas, pero…”

 En los primeros días de septiembre de 1934, un grupo de seminaristas hace el trayecto entre Fara Novarese y Barza d’Ispra. A ellos se unen otros estudiantes procedentes de varios puntos de Italia.,

Juan, como novicio, también debía trasladarse. Y entonces los superiores decidieron matar dos pájaros de un tiro: pidieron a Juan que se encargase de la cocina, provisionalmente, hasta que buscasen una solución. Aquí se quedaría durante 16 años: “Es verdad que fue un gran cambio: los ambientes, las personas, el trabajo. Y sin embargo, qué alegría y con qué pasión empecé a amar el trabajo y las personas, entre las que no me olvido de los viejecillos y de los buonifigli”

Desde septiembre de 1934 a octubre de 1950, la vida del hermano Juan transcurre en la cocina de la Casa Don Guanella, casa de noviciado, en la pedanía de Barza d’Ispra.

La Congregación acababa de adquirir una amplísima casa-palacio del siglo XVIII, que había sido construida en torno a un torreón de un antiguo castillo feudal. La abundante vegetación de árboles centenarios que surgían aquí y allá en un amplísimo terreno siempre verdeante creaba una atmósfera de religioso silencio, muy propicio para la formación de los futuros guanelianos. 

El 8 de septiembre de 1934, Juan Vaccari entra oficialmente en el noviciado. Él, que había anhelado ser sacerdote, tenía que buscar los alimentos y preparar la comida para los que se preparaban al sacerdocio. No ocupaba uno de los pupitres ni vestía la sotana soñada (reservada exclusivamente a los futuros sacerdotes) ni se movía entre sesudos tratados de filosofía y teología. Él, paradojas de la vida, era el sirviente de los futuros Siervos de la Caridad.

Horas y horas en la cocina. Rutina desangelada, burda cotidianidad, aplastante horario. Encender el fuego, pelar patatas, preparar los guisos, limpiar perolas, cortar las verduras, servir la comida, estirar la sopa, fregar, barrer, limpiar, escaldarse las manos, quemarse las pestañas… Día tras día, mes tras mes, en una época en que no se conocían ni los sábados ni los domingos. Era el primero en levantarse para preparar el desayuno y el último en acostarse, después de recoger la cocina tras la cena.

Trabajo escondido y agotador que le exigía indecibles sacrificios, pero también ingenio y creatividad, para llenar, en aquellos años de guerra y posguerra, de penuria y escasez, los muchos platos del seminario. Salía con la bicicleta a los campos y a los huertos de las aldeas cercanas en busca de coles, berzas, patatas, ajos, cebollas, zanahorias, alubias, harina. Y pedía alguna patata o alguna berza de regalo, porque los “seminaristas tienen hambre a todas horas”. Más de una vez, como hacían tantos italianos de la zona en aquellos años, se vio obligado a coger el tren y plantarse en la cercana Suiza, y comprar legumbres o mantequilla de estraperlo. Y en más de una ocasión, el revisor hizo la vista gorda, y una sugerencia: “tape mejor esa cesta, buen fraile, que se ven las alubias”.

Tenía que estirar y estirar los alimentos para que hubiera para todos. Un seminarista confesará: “Se hicieron famosas las albóndigas del hermano Juan. Todos sabíamos que eran albóndigas, pero nadie sabía de qué estaban hechas”. Y es que Juan no hacía las albóndigas con los ingredientes señalados en un recetario al uso, sino con lo que, en cada momento, había en la despensa.

El 12 de septiembre de 1939, pocos días después del inicio de la Segunda Guerra Mundial, el hermano Juan emite su profesión perpetua en los Siervos de la Caridad. Tres años antes había realizado la primera profesión religiosa. En su diario, recordará siempre estas fechas y renovará en su corazón los compromisos adquiridos. Así el 12 de septiembre de 1961 (bodas de plata de su primera profesión) escribe: “Heme aquí, oh Jesús. Heme aquí, oh María, para agradeceros todos los beneficios que me habéis concedido. Renuevo de todo corazón mi entrega total. Que este sea mi testamento: darme y dar, trabajar en la humildad y en el silencio. Procuraré, en lo que pueda, ayudar, levantar, dar, convencido de que la divina Providencia nunca fallará. Amar y honrar mi vocación, siempre supercontento de pertenecer a la querida Congregación de los Siervos de la Caridad. Y os pido ardientemente, Madre mía Purísima, que pueda vivir y morir en ella. Desde el paraíso me uniré de manera especial a San José para trabajar por las vocaciones”.

 

“Nuestro ‘párroco’ de Monteggia…”

 Su estatura moral fue muy pronto percibida por los jóvenes seminaristas. Su recogimiento en la capilla, su espíritu servicial a todas horas, su rostro risueño y bondadoso, su laboriosidad infatigable son un ejemplo y un testimonio. Y muy pronto también los sencillos parroquianos de la aldea de Monteggia descubren al hermano Juan. Acude hasta ellos para rezar el rosario, hacer una novena o el viacrucis, levantar una capillita junto al camino, para que no se olviden de Jesús o de María. “Nuestro párroco”, le llaman -y le llaman bien- porque Juan, un ‘sacerdote fallido’, se ha convertido en su pastor: escucha sus penas y sus alegrías, bendice sus casas, les consuela y les sostiene en su fe humilde de campesinos y de amas de casa. Sabe sus nombres y conoce sus necesidades. Un feligrés de Monteggia escribe: “Llegaba a nuestras casas, y en seguida nos metía en la oración, con una avemaría o un gloria. Se interesaba por la familia, por cómo era nuestra situación económica. En más de una ocasión se dirigió a las pequeñas fábricas o a los talleres de los pueblos cercanos, para que diesen trabajo a alguien que se había quedado en el paro”. Y otro parroquiano escribe: “Este hombre tenía algo, y ese algo nos impedía negarle lo que nos pedía, ya fuera una vida más recta, o unas patatas para sus seminaristas”.

Cuando en 1960 la pequeña aldea de Monteggia fue desmantelada para albergar las instalaciones del Euraton (Centro de investigación europea para la energía atómica), el hermano Juan involucró a toda la población para construir una capillita y depositar allí la imagen querida de la Patrona. Con toda la solemnidad posible y la concurrencia de todos los vecinos, se llevó a cabo la procesión de traslado de la estatua de María. 

También desde la lejanía de Roma, como un buen pastor, siguió cuidando el rebaño de Monteggia: “Hace unas semanas me puse en contacto epistolar con los buenos niños y niñas de Monteggia. Les he pedido si, por amor a la Virgen, serían capaces de rezar un poquito o hacer un pequeño sacrificio. Y, unánimes, me han contestado que sí. Deo gratias et Mariae”.

Existe una fotografía, borrosa y en blanco y negro, de aquella época de Barza: el hermano Juan tocando un instrumento musical, probablemente un helicón, junto a otros frailes guanelianos. Habían formado una especie de charanga que en los días de fiesta recorría pasillos y patios alegrando a los seminaristas. Nada en la fotografía nos asegura la calidad musical, pero explica bien ese rasgo distintivo de su carácter: la alegría. Y el deseo de que los demás estuvieran alegres. Muchos años después, llevará en un baúl a España esos mismos instrumentos para que los chicos del seminario los toquen y hagan fiesta.

“Gracias, por haber vuelto a mi querida Barza”.

En Barza d’Ispra aún sigue en pie el calvario que recorre el jardín de la Casa Guanella. Fue una idea suya, y muchas familias del lugar y de su pueblo natal lo costearon con sus limosnas, o contribuyeron con sus manos a levantar las capillitas que acogen las catorce estaciones del viacrucis.

Algunos años después, el hermano Juan se encontrará ya en Roma, pero no olvidará que la Virgen encaramada encima del torreón de Barza no tiene corona. En una ocasión, delante de un grupo de conocidos del Palacio de la Cancillería, manifestó en voz alta su deseo de comprar una corona para la Virgen. Poco después, marzo de 1957, pudo adquirirla por un importe de 40.000 liras, que gustosamente pagó un caballero que le había escuchado hablar con pasión de este deseo.

En el altar de la cocina de Barza, supo presentar a Dios cazuelas y sartenes con la misma veneración que, de haber sido sacerdote, habría alzado cálices y patenas.

La casa de Barza será siempre para el hermano Juan su “casa”. En los años en que la obediencia le puso en Roma, Juan Vaccari retornaría a menudo a Barza para hacer ejercicios espirituales, visitar a los cohermanos y a los feligreses de Monteggia, descansar y convalecer.

            Barza es el Nazaret del hermano Juan. De hecho siempre resulta complicado llenar de contenido este periodo de Barza. La vida escondida, la vida rutinaria, la vida reglada de Barza no admite acontecimientos, fechas destacadas. Desde la hora de levantarse hasta la hora de acostarse es idéntica en 1934, 1938, 1942 o 1949. Esta vida de trabajo, de rezos, de paseos por el parque, de breve recreación, de bromas o de pequeñas fiestas con motivo del cumpleaños del director… llenan el corazón de un religioso como el hermano Juan. En esta vida sencilla, Juan Vaccari descubre la formidable belleza de la vida comunitaria. Por ello, cuando, por razones de servicio y obediencia, trabaje fuera de un convento guaneliano, la añoranza de Barza crecerá como el caudal de un río en la estación de las lluvias.



En 1961, podrá escribir: “En Barza he encontrado un gran espíritu y muchos buenos ejemplos por parte de todos los cohermanos. He visto con mis propios ojos que la Divina Providencia asiste esta casa, corazón de la Congregación. Gracias sean dadas a Dios y a María”.

Muchos años después, podrá exclamar: “Cuántas veces he llegado a la conclusión que sólo el Señor sabía lo que mejor me convenía. He comprendido que el trabajo de la cocina puede ser fuente de muchísimos méritos, como así me dijo una vez el P. Agustín Borgonovo: “Tu altar son los fogones, y, las cazuelas, los cálices donde dentro está Jesús, la Divina Providencia”.

La nostalgia de Barza es la nostalgia por una vida sencilla, escondida, pobre, humilde y comunitaria. Siempre echó de menos ese ambiente de espiritualidad, de comunión con la naturaleza, de piedad sencilla, de trabajo agotador, de vida comunitaria guaneliana... Escribe así: “Una vez más, gracias, Madre mía, por haber regresado a mi casa”. Y también: “Bendice, Señor, esta casa y haz de ella una verdadera casa de Nazaret. ¡Pobre mundo! Necesita sacerdotes santos”.

         Y con verdadera melancolía, llega a anotar en su Diario: “Qué diferencia entre Roma y Barza, no sólo por la obediencia que siempre es igual en todos los sitios, sino sobre todo por el ruido. Oh, María, ayúdame para aprovechar bien, para mi espíritu y para mi cuerpo, estos días que voy a pasar aquí”. 















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