Cada mañana y también cada tarde y cada noche también, los
abuelos de este país llevan a sus nietos a la guardería o al colegio, les van a
buscar, les preparan la comida, juegan con ellos en el parque, les bañan, les cosen
el babi o el pantalón roto, les entretienen, duermen o lo que haga falta. En muchas ocasiones, veo a abuelos corriendo jadeantes detrás de algún nietecillo díscolo
o desobediente o arrastrando con sus menguadas fuerzas el carrito con el bebé o
la cartera panzuda de libros del colegial.
Cada tarde, los nietos, ya crecidos y jovencitos, pasean a
sus perros, acarician a sus perros, hacen monerías a sus perros, recogen sus
cacas de la acera o les llevan amorosamente al veterinario.
Se echa de menos a los adolescentes o a los jóvenes pasear a
sus abuelos, que, cuando ellos eran unos niños, tantas horas, desvelos y
sacrificios les dedicaron. Pero no, no se ven jóvenes paseando a sus abuelos,
tomando con ellos un café en una terraza, dándoles palique o acompañándoles al
médico, o a la tienda a elegir una bufanda nueva.
Es algo bien triste. Una de las mayores tristezas que
suceden en la ciudad que vivo, y probablemente en el mundo que vivo. Los
abuelos pasean a sus nietos y estos, cuando crecen, pasean a los perros.
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