Desde agosto pasado, y con cuentagotas, algunos medios de
comunicación se han hecho eco de la riada de refugiados que desde Myanmar
(antigua Birmania) intentaba entrar en Blangadesh. De esta forma, la palabra
rohingya entró en mi vocabulario.
La traca y matraca del asunto catalán ha hecho invisibles
muchas cosas y muchas noticias últimamente, entre ellas el éxodo de la
comunidad rohingya, de religión musulmana en un país de mayoría budista. Los
rohingyas están asentados en el estado de Rakhine, muy cerca de Blangadesh.
Myanmar reconoce a 135 etnias o grupos, y sin embargo no reconoce a los
rohingyas, que desde 1962 tienen la condición de apátridas y carecen de
derechos sociales o civiles. Llevan viviendo durante generaciones en Myanmar
pero no son considerados birmanos.
El hecho de sentirse proscritos y de sentirme completamente
marginados les llevó a organizarse para reclamar sus derechos. Surgió así el
Ejército de Salvación Rohingya de Arakan (ESRA) que muy pronto comenzaron
reclamaciones de manera violenta y algunos guardias birmanos fueron asesinados.
A partir de esto, el estado birmano los consideró terroristas. El 25 de agosto,
según varios testigos en los que se basa el informe de la ONU, el ejército
disparó indiscriminadamente sobre la
población civil, causando varios centenares de muertos. Ese día empezó el largo
éxodo hacia Bangladesh.
Para los birmanos nada de esto es cierto, pero la ONU considera que estamos ante un caso de ‘limpieza étnica de libro y ante una brutal represión’ y ha pedidoa al Gobierno birmano "a poner fin a sus crueles operaciones militares actuales, a rendir cuentas por todas las violaciones ocurridas y a revertir el patrón de la severa y extendida discriminación contra la población rohingya", así como a permitir a la misión de investigación un "acceso sin restricciones al país". Sorprende que hasta la propia premio Nobel Aung San Suu Kyi se haya mantenido ambigua en sus declaraciones, que haya dicho, por ejemplo, que no sabe la causa por la que huyen. Sorprende, asimismo, que hayan sido muchos (incluidas las autoridades católicas del país) los que han aconsejado al Papa (de visita estos días en Myanmar y Bangladesh) que no mencione la palabra rohingya, que por lo visto se ha convertido en ‘tabú’ para todos los birmanos, y que ocasionaría aún más violencia.
Hoy he intentado bucear en internet a ver si podía hacerme
una idea del problema. Lo admito: cada vez es más difícil conocer la verdad.
Las mentiras y las intoxicaciones son tan grandes que es complicado conocer cuáles
son los verdaderos motivos de esta persecución.
Haya o no haya violencia por parte de los rohingyas, lo
cierto es que una muchedumbre, una etnia, no puede ser castigada por culpa de
los que integran los grupos violentos o terroristas. De lo contrario, entramos
en la ley de la selva, y castigaríamos a toda la comunidad por los pecados de
unos pocos.
Se habla que el 60% de los refugiados que huyen son menores.
Acnur ha pedido aportaciones a la comunidad internacional para mejorar los
campos de refugiados, antes de que las enfermedades o el hambre hagan su
particular vendimia entre los más pobres y los más inocentes.
¿Pero a quién interesa el asunto rohingya?
El Dalai Dama ha pedido a la premio nobel birmana que
intente restaurar la paz, porque el “propio Buda habría ayudado a esos pobres
musulmanes”. Estoy seguro de que el Papa viaja a Myanmar y a Bangladesh
precisamente por esto. Y que, con toda la diplomacia y la prudencia vaticanas,
el asunto saldrá en las conversaciones y el Papa arrancará algunos compromisos
a los mandatarios birmanos y a los mandatarios bangladeshíes para llevar un
poco de esperanza y de socorro a las poblaciones rohingyas.
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