lunes, 8 de enero de 2018

Il deserto dei tartari, de Dino Buzzati

Las últimas páginas de Il deserto dei tartari son verdaderamente conmovedoras.
El libro empieza así: “Nominato ufficiale, Giovanni Drogo partì una mattina di settembre dalla città per raggiungere la Fortezza Bastiani, sua prima destinazione”. Recién nombrado oficial, Giovanni Drogo partió una mañana de septiembre de la ciudad para alcanzar la Fortaleza Bastiani, su primer destino.
Él creía que sería un destino provisional, un destino de trámite. La Fortezza estaba en los confines de la nación, en una zona árida y desértica,  con montañas y roquedos. El final del mundo. Allí un batallón de soldados vivía y vigilaba la frontera del norte, para tener a raya a los soldados del país extranjero, los tártaros. La Fortezza esperaba en cualquier momento la invasión y el asalto de los tártaros.
Giovanni Drogo aceptó la petición de su superior para permanecer un poco más de tiempo en la Fortezza, ya que todavía era joven y tenía toda una vida por delante. Pero la Fortezza le fue engatusando, le fue haciendo suyo. Los años iban pasando, y, cuando visitaba la ciudad, Giovanni Drogo se daba cuenta de que ese ya no era su mundo, ni la casa familiar era su hogar, ni el amor intuido en su juventud por una joven era ya su amor.
Los días fueron pasando, y con ellos los meses y los años. La vida se iba pasando en inquietante espera, entre guardias, formaciones militares, partidas de cartas, conversaciones intrascendentes con otros soldados, siempre divisando el horizonte, siempre esperando que los tártaros apareciesen y que el momento de gloria llegase para los defensores del bastión y que, de esta forma, el trabajo gris y monótono, se justificase. Es más, que la propia existencia de los soldados se justificase y alcanzase un sentido, una plenitud. De vez en cuando un incidente rompe la rutina, la muerte injusta y sin sentido de un compañero a mano de otro compañero, por no saber la contraseña, lo que da una idea de ese espíritu militar tan atado a la norma. O el avistamiento de soldados construyendo una carretera, que será bruscamente interrumpida.
Diez, veinte, treinta años. Y nada pasa. Los tártaros no llegan. Y la vida se pierde así a lo tonto esperando el gran día, esperando el gran momento, esperando la gran batalla, algo que nunca llega.
La Fortezza es una imagen de la soledad de la vida, del aislamiento: “Gli uomini, per quanto possano volersi bene, rimangano sempre lontani; che se uno soffre, il dolore è completamente suo, nessun altro può prenderne su di sè una minima parte; che se uno soffre, gli altri per questo non sentono male, anche se l’amore è grande, e questo provoca la solitudine della vita”.
Faltaba poco para la jubilación y Giovanni Drogo pensaba que ya no merecía la pena abandonar la Fortezza y vivir en la ciudad. Todavía podía suceder el acontecimiento tan esperado. Había echado a perder los mejores años de su vida, podía esperar un poco más.
Pero Drogo empieza a sentir una gran debilidad que no es si no los primeros pinchazos de la enfermedad mortal. Ahora pasa gran parte del día descansando en su celda, y es en este momento cuando la Fortezza toda se anima y se agita porque finalmente los soldados de la nación extranjera avanzan hacia el bastión. Pero el coronel quiere para él toda la gloria y hurta a Giovanni Drogo, segundo jefe de la Fortezza en este momento, la gloria que le hubiera correspondido. Con la disculpa de la enfermedad, el coronel le dice que un carruaje le espera para llevarle a la ciudad. Drogo, herido en lo más profundo, intenta hacer entrar en razón al Jefe Simeoni:  “Trenta’anni sono qualcosa, tutto per aspettare questi nemici. Non puoi pretendere adesso… Ho un certo diritto di rimanere…”
Pero la suerte de Giovanni Drogo está echada y él se resigna a esta estocada traicionera. “Lassù era passata la sua esistenza segregata dal mondo, per aspettare il nemico si era tormentato più di trant’anni e adesso che gli stranieri arrivavano, adesso lo cacciavano via”
El carruaje que lo lleva se encuentra con los soldados de refuerzo que avanzan a la Fortezza, y él siente el desprecio de estos jóvenes por el ‘viejo’ que cómodamente se retira de la fortaleza.
El carruaje se detiene para hacer noche en una posada. Y Drogo se da cuenta de que ahora, solo, enfermo y viejo, tiene que hacer frente a otra batalla, a otro enemigo: la muerte. En esa posada le tocará hacer amargas reflexiones sobre la existencia humana, pero al final experimenta una cierta dicha: la de poder enfrentarse al enemigo con la dignidad de un verdadero soldado.  La muerte ha perdido su rostro trágico y se ha transformado en algo sencillo y conforme a la naturaleza. Y él la espera tranquilamente, porque sabe que su destino será abandonar el mundo en una posada, viejo y sin ninguna belleza, sin dejar a nadie en el mundo que lamente su muerte.
Por todo ello, en la oscuridad de la habitación, aunque nadie lo ve, Giovanni Drogo, sonríe. Así acaba El desierto de los tártaros.

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