El Prado publicaba ayer, con motivo de la festividad de San
José, un detalle del tríptico de la Adoración de los Magos, del Bosco.
Debajo de un sombrajo, en un chamizo, un hombre anciano está secando
al fuego unos pañales. El hombre gira un poco su cabeza, como si quisiera ver a
alguien que se ha acercado al portal de Belén. La escena principal está ocupada
por María y el Niño y los tres Reyes Magos en el momento de adorarle. Otros
personajes, curiosos vecinos, se asoman por los ventanucos para ver la escena, para
curiosear un rato, mientras que José permanece apartado, en un rincón, en la
humildísima tarea de secar al fuego los pañales que él mismo ha lavado en el
arroyo. Es un personaje secundario, una figura decorativa en la escena del
nacimiento, un criadillo, un esclavillo.
Es una detalle adorable este que nos rescata el Prado. Y
probablemente uno de los que mejor refleja la grandeza de la figura de San
José.
En una cultura semítica como la suya, en la que asegurarse la
descendencia, era capital, José acepta ser padre de uno que no es hijo. Acepta
el matrimonio con una joven embarazada. Acepta el exilio en Egipto para
proteger a un hijo que no es el suyo. Acepta una vida que, probablemente, no se
le había pasado por la cabeza. Su papel fue no tener papel: un carpintero
corriente, un trabajador entre tablones y virutas, un esposo amoroso, un padre
generoso. Su vida fue estar ahí donde se le requería y donde su conciencia de
hombre justo y bueno se lo demandaba.
Él tuvo visiones, nos dice el Evangelio, pero las visiones no
fueron sino la conciencia noble de un ser de una pieza. La conciencia recta fue
la que le indicó que no podía denunciar a la joven embarazada, pues eso habría
supuesto la desdicha para María. Su conciencia fue la que le dijo que debía
dejar Belén apresuradamente y huir a Egipto, comer el amargo pan del refugiado,
con tal de poner a salvo al pequeño Jesús, al que desde el momento en que lo
tuvo entre sus brazos, supo que lo amaría para siempre, más que si fuera su
propio hijo.
Ahí está sentado en una cesta de mimbre, tendiendo los
pañales ante las llamas, y mirando, humilde, la gran historia que pasa ante sus
ojos, como si no fuese con él: el esclavillo de un niño al que adoran los
Reyes.
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