miércoles, 20 de marzo de 2019

El hombre que secaba los pañales al fuego




El Prado publicaba ayer, con motivo de la festividad de San José, un detalle del tríptico de la Adoración de los Magos, del Bosco.
Debajo de un sombrajo, en un chamizo, un hombre anciano está secando al fuego unos pañales. El hombre gira un poco su cabeza, como si quisiera ver a alguien que se ha acercado al portal de Belén. La escena principal está ocupada por María y el Niño y los tres Reyes Magos en el momento de adorarle. Otros personajes, curiosos vecinos, se asoman por los ventanucos para ver la escena, para curiosear un rato, mientras que José permanece apartado, en un rincón, en la humildísima tarea de secar al fuego los pañales que él mismo ha lavado en el arroyo. Es un personaje secundario, una figura decorativa en la escena del nacimiento, un criadillo, un esclavillo.
Es una detalle adorable este que nos rescata el Prado. Y probablemente uno de los que mejor refleja la grandeza de la figura de San José.
En una cultura semítica como la suya, en la que asegurarse la descendencia, era capital, José acepta ser padre de uno que no es hijo. Acepta el matrimonio con una joven embarazada. Acepta el exilio en Egipto para proteger a un hijo que no es el suyo. Acepta una vida que, probablemente, no se le había pasado por la cabeza. Su papel fue no tener papel: un carpintero corriente, un trabajador entre tablones y virutas, un esposo amoroso, un padre generoso. Su vida fue estar ahí donde se le requería y donde su conciencia de hombre justo y bueno se lo demandaba.


Él tuvo visiones, nos dice el Evangelio, pero las visiones no fueron sino la conciencia noble de un ser de una pieza. La conciencia recta fue la que le indicó que no podía denunciar a la joven embarazada, pues eso habría supuesto la desdicha para María. Su conciencia fue la que le dijo que debía dejar Belén apresuradamente y huir a Egipto, comer el amargo pan del refugiado, con tal de poner a salvo al pequeño Jesús, al que desde el momento en que lo tuvo entre sus brazos, supo que lo amaría para siempre, más que si fuera su propio hijo.
Ahí está sentado en una cesta de mimbre, tendiendo los pañales ante las llamas, y mirando, humilde, la gran historia que pasa ante sus ojos, como si no fuese con él: el esclavillo de un niño al que adoran los Reyes.

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