Si queremos ser un poco objetivos, hay que tener en cuenta
dos datos: la mayoría de los abusos sexuales a menores se producen en el
entorno doméstico. En un pequeño porcentaje se produjeron en el ámbito de la
Iglesia. Y segundo: un abuso sexual producido en el ámbito eclesiástico es
noticia de telediario y su resonancia en los media y en las redes es inmensa.
Dicho esto, hay que decir con rotundidad: lo último que se
espera de un sacerdote o de un consagrado es que abuse de la confianza de un
pequeño, que utilice su status para esta bajeza, porque la víctima de quien
menos esperaría este atropello sería de alguien que representa una ‘buena noticia’
de bondad, de fraternidad, de defensa de los más pequeños. A la maldad
intrínseca de los abusos sexuales cometidos contra menores, se añade,
escandalosamente, la procedencia del abusador: el ámbito religioso.
Pero quizás hay otros aspectos más deplorables de toda esta
situación: la opacidad y el encubrimiento con los que actuó la jerarquía
eclesiástica. Los niños abusados no eran creídos ni por su propio entorno
familiar. Y en las ocasiones en que la familia o el interesado denunciaban, se
encontraban con un muro infranqueable. Es más, los niños abusados se sentían
culpables o se sentían avergonzados de su experiencia. Y las propias familias
no se atrevían a denunciar porque no era fácil hacerlo frente a las
instituciones eclesiásticas. Al abusador se le cambiaba de una parroquia a otra
o de un colegio a otro. Esta solía ser la respuesta eclesiástica. A veces
también la compra del silencio del abusado por una cantidad de dinero.
Y todo era así porque la Iglesia, por un concepto equivocado
de la ejemplaridad y de la santidad, era incapaz de asumir sus propios pecados.
Era incapaz de presentarse ante la sociedad como ‘pecadora’, frágil e incluso
criminal. Los escándalos se tapaban, se encubrían. Todo menos aparecer en los
periódicos y ante la opinión pública con varias manzanas podridas al aire y a
la vista de todos.
Cuando Benedicto XVI llegó al solio pontificio empezó a
sacudir las alfombras y empezaron a salir casos y casos. Fue el primer Papa que
pidió perdón y afirmó que esto no sucedía porque los lobbys anticlericales
fueran muy activos sino porque en la Iglesia había muchos sacerdotes y
religiosos cargados de pecados. Y ya sin complejos, Francisco se decidió a
coger el toro por los cuernos. Y a establecer protocolos de prevención y normas
claras sobre cómo actuar cuando se da una denuncia, y a ponerse a las órdenes
de las legislaciones nacionales. La cumbre antiabusos que ha tenido lugar en
estos días en el Vaticano busca la protección del menor y también impedir que
se produzcan nuevos casos. Ahora veremos a ver si hacen caso al Papa y al
Vaticano.
Lo cierto y lo doloroso es que la iglesia haya llegado a esta
‘concienciación’ no por sí misma, no por su sensibilidad hacia el drama de los
menores ni por su deseo de hacer justicia o de limpiar las cloacas en las que
vivían muchos de sus miembros, sino porque tanto los abusados, como la sociedad
civil, como las leyes de cada país, como los medios de comunicación… la han
puesto contra la pared. Esto sí que da pena. Que la sociedad civil haya
precedido a la Iglesia en la sensibilización hacia las personas que habían
sufrido el martirio de ser abusados sexualmente, esto sí que es doloroso. Aquí
muchos –no todos- de los más altos miembros de la iglesia optaron en el pasado
por ser ‘sepulcros blanqueados’. El
fariseísmo ha llegado hasta ayer mismo. Esperemos que no sea así en el futuro.
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