domingo, 24 de enero de 2021

Eichmann en Jerusalén: la banalidad del mal.


 


Adolf Eichmann fue un alto funcionario del Tercer Reich, directamente encargado de la deportación de miles de judíos camino de los campos de concentración, de memoria y nombres infames. Cuando los ejércitos aliados llegaron a Alemania, pudo escapar del país, con nombre y pasaporte falsos. Se instaló en Argentina. En 1960, los servicios secretos de Israel lo raptaron en Buenos Aires y lo condujeron a Jerusalén para juzgarlo por genocidio.

Hannah Arendt  era una filósofa y escritora alemana, de origen judío, que tuvo que exiliarse de su patria. Marchó a Estados Unidos. Y trabajaba para el periódico The New Yorker. Fue este diario quien la envió como corresponsal al juicio que se celebraría en Jerusalén.

Pero Hannah no se limitó a enviar las crónicas a su periódico sino que se entregó, con su penetrante inteligencia, a intentar comprender lo que estaba pasando en el juicio y lo que había pasado en toda Europa desde que la bandera del antisemitismo había empezado a ondear en tantas naciones, y especialmente desde que, con las Leyes de Nuremberg del gobierno de Hitler, comenzó la discriminación y la hostilidad a los judíos, terminando muchos de ellos en las cámaras de gas.

Hannah fue la juez imparcial, en un ambiente, Jerusalén, donde casi nadie lo era. De su búsqueda y de su intento por comprender la globalidad del ‘asunto judío’ surgió un libro Eichman en Jerusalén. Casi sesenta años después de su publicación, ha caído en mis manos.

Hannah Arendt acuñó el término ‘banalidad del mal’, que después se ha convertido en una expresión capital del pensamiento moderno para indicar esa falta absoluta de conciencia a la hora de obrar el mal. Los actos más abyectos fueron ejecutados por “personas normales” que nunca sintieron que estaban haciendo algo malo. Ellos se limitaron a cumplir órdenes: estampar un sello, pulsar un botón, conducir un tren, elaborar unas listas… todas acciones aisladas. Pero nunca se preguntaron dónde terminaban esas acciones banales y cuáles eran sus resultados. Muchos de los criminales nazis (en el mundo comunista se dieron otros tantos) eran padres ejemplares y cariñosos, esposos atentos, personas cultas e instruidas que se emocionaban con Bach o Wagner, cuidaban a sus mascotas, eran encantadores con sus amigos en las excursiones por las montañas …

Eichmann fue uno de esos practicantes de la banalidad del mal. Cuando lo detuvieron, orgulloso, dijo a sus raptores: “Soy efectivamente Adolf Eichman”. En todo momento se declaró inocente. Él siempre había sido un funcionario obediente, ejemplar. Y no se arrepentía en absoluto de haber sido un cumplidor a rajatabla de la promesa realizada al entrar en el mundo nazi: “Yo sólo me dedicaba a organizar el transporte de judíos”.

Las dos ideologías odiosas del siglo XX (nazismo y comunismo) produjeron, como un fruto amargo, esta banalidad del mal. Hacer el mal es un acto banal, como tomarse una copa de vino, lustrarse los zapatos o pasear al perro. ¿Cómo fue posible llegar a hacer el mal con tanta ligereza, con tanta banalidad? A esta banalidad del mal se llega cuando una ideología política se convierte en un asunto de fe ciega. Cuando se idolatra tanto a un líder y a una idea, individuos y masas son capaces de jurar obediencia sin peros y sin fisuras. Para convertir el mal en pura banalidad fue suficiente con extirpar la conciencia personal, anular cualquier sentido de empatía o compasión hacia el otro y con no preguntarse jamás a dónde conducen mis actos, por muy pequeños que sean. Y muchos asintieron sin más, y sin hacerse preguntas.

El extenso informe de Hannah Arendt buceó también en las aguas turbias de la historia y del corazón humano. Y por ello fue vapuleada y criticada. Cuando Alemania fue derrotada, muchísimos alemanes confesaron que, ocultamente, sentían compasión por las víctimas del Holocausto, que ellos nunca aprobaron las políticas y las ideas de Hitler… Hannah demostró que no era cierto: Hitler se sintió arropado por la mayoría de su pueblo. Y todo el mundo miró para otra parte para no ver lo que era obvio a todas las luces. Hannah también arrojó luz sobre las muchas sombras del sionismo en Alemania que, al principio, no ocultó su simpatía por el discurso reivindicativo y patriótico de Hitler. Asimismo, desenmascaró a los Consejos Judíos nombrados por el régimen nazi para hacerse cargo de los asuntos cotidianos que afectaban a todos los judíos. Hay una frase terrible: “En su largo viaje a los campos de concentración, los judíos se encontraban con pocos alemanes”. Eran judíos los que elaboraban listas, conducían a los prisioneros, hacían funcionar las cámaras de gas y distinguían entre judíos alemanes o judíos polacos, judíos combatientes y judíos apátridas. Un capítulo negro dentro de la historia negra de la Shoah.

Eichmann, impertérrito a lo largo de todo el proceso, incapaz de comprender porque se le estaba juzgando, fue condenado a pena de muerte en un juicio con muchas sombras desde el punto de vista de la legalidad internacional. Sirvió, eso sí, para hacer memoria del mayor pogromo sufrido por el pueblo judío. Los numerosos testigos, llegados de media Europa, fueron desgranando su calvario de privaciones, humillaciones, heridas y sufrimientos. Eran los escasos supervivientes de un sistema perverso que se puso como objetivo una “Europa sin judíos”.

La conclusión de Arendt es que Eichmann era “un hombre normal, terriblemente normal”, un hombre sin sentido ninguno de la trascendencia, que se había entregado totalmente a una ideología en la que la exterminación judía era parte del programa. Y a este programa, sin pensárselo y sin sentir ningún odio especial por los judíos (algo que el acusado repitió machaconamente), se entregó metódica y totalmente. Una entrega ciega a una ideología que había trocado el “No matarás” por el “debes matar”

Eichmann se dirigió con gran dignidad al patíbulo, después de haber solicitado una botella de vino. Declaró con énfasis que él era un Gottfläubiger (término nazi para indicar que no era cristiano y que no creía en la vida sobrenatural). Luego prosiguió: “Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos”. Y la autora concluye: “Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”.







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