San José es el personaje más silencioso del evangelio. Tan discreto que los
cristianos tardaron siglos en percibir su grandeza. El arte cristiano, que
refleja siempre la fe en un momento determinado de la historia, se ocupó muy
tardíamente de él. Y las primeras veces que lo hizo, por ejemplo en las escenas
del nacimiento, lo representó en un segundo plano, casi escondido,
insignificante, una figura perdida en el escenario en que María y el Niño
brillaban con luz propia.
Y este recuerdo a San José me viene ahora a la cabeza porque acabo de leer
que el Papa ha decidido que el 2021 sea el Año de San José, un hombre,
aparentemente, de escasa biografía, cuya vida y hechos caben en una línea.
Un modesto carpintero de Nazaret se queda prendado de una hermosa joven,
pero antes de convivir con ella, descubre que espera un hijo. Y sin embargo
–misterios del corazón humano- decide seguir adelante con sus planes de formar
una familia. Y renuncia a repudiarla públicamente. ¿Confianza ciega en la joven
María que le asegura que no ha conocido varón? ¿Amor sin fisuras hacia esa
mujer en cuyos ojos bondadosos él se ha visto reflejado? ¿Fe sin peros en el
Dios de sus padres que invita a la misericordia y a la clemencia? En el
Evangelio, se nos dice que José tuvo ‘sueños’, que es la manera poética para
indicarnos que este hombre tomó decisiones después de escuchar la propia
conciencia.
El Nuevo Testamento se inicia con la genealogía de Jesús que nos
proporciona el evangelista Mateo. Genealogías tan caras a los orientales y a
las estirpes regias. Abrahán engendró a
Isaac y así sucesivamente, generación tras generación… Jacob engendró a José,
el esposo de la Virgen María, de la cual nació Jesús. La genealogía se
interrumpe abruptamente en José. José es el varón que no engendra. En José, la
genealogía se hace trizas. Y aquí termina el antes de Cristo y empieza el
después de Cristo. Muere el antiguo pueblo de Dios, al que se pertenecía por la
sangre y el semen de la raza, y nace el
nuevo pueblo de Dios, al que se pertenece por el espíritu de amor. La
genealogía se interrumpe en José. La paternidad no se otorga a José por la
sangre sino por el amor y la ternura. Una paternidad distinta. Lo que crea
paternidad es la protección, el cuidado, el cariño, la custodia, el consejo, la
guía, el ejemplo…
El gran silente del evangelio, el hombre que ha renunciado a la semilla de
su cuerpo, el hombre que alimenta, cuida, protege y mece en sus brazos a un
Dios es el más insignificante de los hombres nacidos entre los judíos. Ni rey,
ni profeta, ni sacerdote.
El hombre que obedece a su conciencia y que, con su conducta, abole la ley
judía que permitía al varón denunciar cualquier conducta ‘no ejemplar’ de la
mujer. José es el hombre que afronta el camino de los refugiados a Egipto para
no poner en peligro la vida de un hijo que no es suyo, pero al que quiere más
que a sí mismo. El hombre que enseña, como piadoso judío, las oraciones a su
pequeño, que le acompaña a la sinagoga, que se siente acongojado cuando el niño
se pierde en Jerusalén… Un sencillo carpintero que desaparece discretamente de
esta mundo, sin hacer ruido, cuando Jesús es un adulto y ya no lo necesita.
José es imagen de tantos hombres y mujeres callados, silenciosos, discretos,
que obran el bien sin flashes y sin cámaras. No predican porque se saben
ignorantes. No pontifican porque no creen estar en posesión de la verdad.
Perdonan porque desean ser perdonados. Cuidan porque han sido convocados a la
maternidad y a la paternidad.
San José es la imagen del trabajador sacrificado, del padre que se gana la
paternidad día a día, por su ternura, del esposo que confía y protege, del emigrante
que huye de su propio país para proteger a su familia. Para los creyentes, es
el patrón de los agonizantes, quien vela y cuida de ese instante en el que todo
ser humano abandona esta tierra y se enfrenta al misterio insondable del más
allá.
En estos tiempos de yoes superinflados, de personas que se creen el ombligo
del mundo, de sermoneadores que a cada momento nos dicen lo que debemos pensar,
sentir y hacer, de gentes que cacarean, como gallina ponedora, sus cualidades… San
José es el hombre justo (el único adjetivo con que le describe el evangelio)
que deja la semilla humilde de su vida sembrada en la tierra del mañana.
El mundo no se desquicia y sigue girando como si nada, gracias a estos
seres humanos que se ganan, día a día, la paternidad y la maternidad, por su
ternura y por sus cuidados. Lo suyo no es vivir a tope. Lo suyo es desvivirse.
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