En una entrevista al sociólogo portugués
Boaventura de Sousa Santo decía esta frase que me ha hecho pensar: “El virus es un pedagogo que nos intenta
decir algo. El problema es saber si vamos a escucharlo”.
Podemos estar angustiados por el
preocupante ascenso de los contagios, por los datos de hospitalizados y
muertos, por unas rutinas diarias trastocadas desde que en el mes de marzo de
2020 la pandemia hizo una abrupta irrupción en nuestras vidas. Pero, en medio
de la adversidad, podemos preguntarnos qué nos quiere enseñar este virus o que
podemos aprender nosotros, lectores de la realidad que nos toca vivir.
El virus nos muestra, tal vez con
descarnada rotundidad, la fragilidad de nuestras existencias. Las creíamos
sólidas, consistentes, programadas hasta el mínimo detalle, y felices. Eran
unas vidas seguras y aseguradas. Y sin
embargo, la pandemia, vino a darnos de tortas, desprogramó nuestras agendas, y
nos lanzó a la intemperie. La tremenda fragilidad de nuestra carne, que hoy
está sana y mañana está enferma. La tremenda fragilidad de nuestra mente, que
hoy está eufórica y mañana se siente desangelada.
De repente, nada puede ser
planificado. No sabemos si podremos acudir al cumpleaños de nuestro amigo, ir a
la boda de nuestro hermano, visitar a nuestro padre en su pueblo, salir de la
ciudad para un día de excursión, continuar con el taller de música, hacer
deporte o simplemente tomar un café en el bar de la esquina. Nada ya es
programable. Las restricciones son de hoy para hoy.
Carpe diem. Lo repetíamos a
menudo. Éramos la generación del carpe diem. Decíamos a menudo lo de vive el
momento, vive la vida, pero en el fondo estábamos diciendo: sueña con las
vacaciones de verano, prepara la comida del próximo domingo, planea la fiesta
de cumpleaños del mes que viene, organiza el viaje para conocer tal ciudad el
puente de mayo. Y de repente no podemos contar con estos “disfrutes de futuros”.
De repente, se nos obliga a cambiar nuestros esquemas. Tenemos que desaprender,
desprogramarnos. Ya sólo contamos con el presente más presente, con el instante
más instantáneo. Por primera vez nuestra generación no puede conjugar el futuro
(en tiempos de guerra, tampoco existía el futuro). Este es el tiempo del aquí y
del ahora: un breve paseo, una taza de café, escuchar música, llamar por teléfono
a un familiar, preparar un dulce o un plato de pasta para tu pareja, leer un
libro que dormía hace tiempo en la estantería… Todas cosas sencillas, humildes,
mediocres.
Pero no podemos instalarnos en la
queja y en la pesadumbre. ¿No nos querrá decir, acaso, este virus que estábamos
marchando a una velocidad endiablada? ¿No éramos especialistas en llenar
nuestro ocio y tiempo libre con talleres, aprendizajes, viajes, compras,
experiencias? ¿No queríamos probarlo todo, saberlo todo, explorarlo todo, sentir
todo? ¿No eran nuestras vidas una especie de carrera por entrar en el libro
Guinness, tantos viajes, tantas excursiones, tantos restaurantes, tantos
centros comerciales, tantos países, tantos fines de semana? Cada momento del
día, de la semana o del mes tenía que ser ocupado por un sinfín de actividades,
porque, si no, el aburrimiento y el tedio nos engullían. Queríamos estar en
todos los sitios a la vez, tener mil experiencias cada verano, comer todos los
platos y beber todas las botellas. Lo queríamos todo y lo queríamos ya. Y ahora el barco de nuestra ‘dolce vita’ está
varado, encallado en el arenal de un virus que nos zarandea y golpea con
inusitada violencia.
¿No será este virus el que nos
esté invitando a estas cuatro cosas: silencio, quietud, lentitud y contemplación?
¿Podemos huir del ruido exterior e
interior? ¿Podemos pararnos, detenernos, ralentizar nuestro día a día, aquietar
nuestras prisas? ¿Podemos conjugar el hacer con el mirar, admirar y contemplar?
¿A qué conduce un activismo sin reflexión?
La naturaleza, en su insondable
sabiduría, es una llamada a la lentitud, una convocatoria a la espera, a la
paciencia, a la quietud, al descanso. ¡Qué silencio¡ ¡Qué espera! ¡Qué quietud
y qué lentitud hasta que la semilla brota y da fruto¡
El coronavirus no es un castigo
divino. Si acaso, el azar trágico que golpea de vez en cuando a la humanidad.
Una tragedia desconocida para nuestra generación que no había conocido guerras
ni cataclismos apocalípticos. El coronavirus –aseguran algunas voces- es una
llamada de atención ante la sobreexplotación de la tierra sin conciencia y ante
una manipulación genética sin ningún código ético. Yuval Noah Harari, una mente
bastante lúcida, ha escrito que “nos esperan cosas mucho peores que la
Covid-19, si no tratamos el problema medioambiental. La gran tormenta económica
todavía está por llegar. No hay liderazgo y me da la impresión de que no hay
ningún adulto en la sala”.
Preguntarnos qué nos quiere decir
la pandemia y qué nos invita a cambiar de nuestras enloquecidas existencias es
un acto de inteligencia. La pandemia, con sus dolorosas secuelas, no es ningún
bien deseable, ni ninguna invitada a la que haya que dar la bienvenida. Pero,
puesto que está aquí, y puesto que el ser humano es el único animal que se hace
preguntas, podríamos aprovechar la coyuntura para plantearnos algunas cosas y
para aprender alguna lección de esta peste y de esta guerra.
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