Era una adolescente, casi una
niña, cuando iba y venía por las calles de Florencia con un capazo. Debajo de
las coles, las zanahorias y las lechugas, transportaba bombas y municiones para
la Resistencia contra el fascismo durante la Segunda Guerra Mundial. Su padre, un
albañil, un partisano muy activo alistado a la Resistencia, la había educado
desde pequeña como a un hombre que no debía tener miedo a nada ni a nadie. Al
acabar la guerra, fue condecorada como un soldado valiente. Tenía 16 años. Estamos
hablando de Oriana Fallaci (1929-2006).
Estudió medicina, pero finalmente se
dedicó al periodismo. Cubrió la muerte de Martin Luther King, la de Robert
Kennedy y la matanza en la Plaza de las
Tres Culturas de México en 1968, “una
masacre peor de las que he visto durante la guerra”. Fue durante esa
refriega de la policía contra los estudiantes donde fue herida. Se la dio por
muerta y se la condujo a la morgue, pero el capellán, al rezar el responso, se
dio cuenta que movía los dedos. Escribió también sobre la llegada del hombre a
la luna. Fue la primera mujer corresponsal de guerra, cubriendo la guerra de
Vietnan, en la que se mostró igual de crítica con los estadounidenses y con las
tropas locales.
Oriana fue la escritora que se dio
cuenta de esas contradicciones de la juventud hippy, a la que llegó a ridiculizar:
“El vandalismo de los estudiantes
burgueses que osan invocar al Che Guevara,
pero que viven en casas con aire acondicionado, van a la escuela con el
todoterreno de papá y al night club con la camisa de seda”.
En agosto de 1973, Alexandros Panagoulis
salía de la cárcel griega donde había permanecido por su oposición a la
Dictadura de los Coroneles. Oriana Fallaci se acercó para entrevistarle. Se
enamoraron perdidamente, y juntos permanecieron hasta que un sospechoso accidente
automovilístico acabó con la vida de Alexandros en 1976 (a él le dedicaría la
novela Un hombre). Juntos habían
investigado la muerte del poeta y cineasta Pier Paolo Pasolini, y habían
señalado “que no era una muerte pasional
sino un asesinato con móvil político”, algo que aún hoy no se ha
esclarecido. Oriana y Alexandros perdieron al hijo que esperaban, y de esta
experiencia traumática, surgió Carta a un
niño que nunca llegó a nacer. Vendió cuatro millones de ejemplares.
Después vendría el libro Entrevista con la Historia, en la que
recoge entrevistas a personalidades de medio mundo. El Dalai Lama, Gary Grant, Husein de Jordania, el arzobispo Makarios, Golda Meir, su amado Alexandros Panagoulis, Sean Connery, Yasser Arafat, Reza Pahlevi, Federico Fellini, Haile
Selassie, Henry Kissinger, Indira Gandhi, Willy Brandt, Deng Xiaoping, Leoplodo Galtieri (a quien llamó directamente "torturador"), Gadafi o Jomeini (a quien acusó de tirano, a la
vez que se quitaba el chador que le
habían obligado a vestir para hacer la entrevista), se sometieron a las preguntas aceradas de la
más importante periodista de la época.
En 1991 fue enviada a la Guerra del Golfo, última vez que Fallaci trabajó como reportera de guerra.
Luego la escritora se retiró a Nueva York, asqueada por una Italia y una Europa
del buenismo y de lo políticamente correcto. Se convirtió en una exiliada de su
propia patria a la que ya no podía entender. Pero los atentados de las Torres
Gemelas en septiembre de 2001 la sacaron de su monacato de Manhattan, de un
silencio que duraba ya 10 años. Volvió a la palestra pública, una irrupción
atronadora y clamorosa, mediante un artículo publicado en el Corriere della
Sera, La rabia y el orgullo. Un largo
artículo en el que clamaba contra una forma equivocada de entender la
tolerancia por parte de Europa, la multiculturalidad, el diálogo con un
islamismo que, según ella, desprecia los valores, la cultura, la religión, la
laicidad, los derechos de la mujer, propios del mundo occidental.
Ella que había sido toda su vida
una furibunda anticlerical y una atea activa, se declaraba, en esta hora trágica
de la historia, una “cristiana atea”. Bramaba contra el buenismo occidental y la
ceguera de una Europa ridícula que no quiere ser acusada de racista o xenófoba:
“Nuestro primer enemigo no es Bin Laden
ni Al Zarqaui, es el Corán, el libro que los ha intoxicado”. Y consideraba una broma de mal gusto comparar
a Cristo con Mahoma: "Alá es un Dios
patrón, un Dios tirano, un Dios que en los hombres ve a sus súbditos y sus
esclavos. Un Dios que, en vez del amor, enseña el odio, que a través del Corán
llama perros infieles a los que creen en otro Dios y manda castigarles,
subyugarles, matarles. ¿Cómo se puede poner en el mismo plano al cristianismo y
al islamismo?, ¿cómo se puede honrar de igual manera a Jesús y a Mahoma?"
La rabia y el orgullo, el panfleto y alegato contra la decadencia
de Occidente y la tolerancia hacia el Islam, encendió todas las iras y todas
las críticas contra la periodista italiana. Radical, racista, xenófoba, fascista…
Fue denunciada por particulares, ongds, asociaciones y hasta tres gobiernos
(entre ellos el francés) “por incitación
al odio racial y frases ofensivas para el Islam y los que practican esta
religión”. Pero ella ya estaba desbocada. Y fiel a la consigna de no tener
miedo ni a nada ni a nadie, siguió presentando batalla contra todo y contra
todos (izquierdistas de pancarta, feministas críticas con el catolicismo y
tolerantes con el islamismo, la propia Iglesia Católica y sus asociaciones
caritativas, las autoridades europeas). Las amenazas y los insultos llovieron
sobre Oriana: “Ojalá tengas un cáncer”.
Y ella, impertérrita, contestaba: “Ya lo
tengo” (como así era, de pulmón). “Ojalá
te mueras”, y ella contestaba: “No tardaré”.
Al final de su vida, sólo decía
sentir admiración por la inteligencia clara y la búsqueda de la verdad de un
hombre: Benedicto XVI. Llegó a entrevistarse con él en Castelgandolfo, aunque
nunca se supo de qué habían hablado. En una de sus últimas declaraciones a la
prensa, Fallaci aseguró: "Me siento
menos sola cuando leo los libros de Ratzinger".
En 2006, muy enferma, quiso
volver a su Florencia para morir, a las calles que la habían visto de adolescente,
paseando, arriba y abajo, con su capazo de verduras y bombas de mano. ¿Fue la
radical xenófoba y la racista incendiaria o la Casandra que ve un futuro de nubarrones
que nadie quiere ver en esta Europa desnortada?
Como siempre me encanta.
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