Como cuenta Pedro Miguel Lamet, en su libro sobre Arrupe, las relaciones
extrañas que se pueden crear entre los carceleros y sus prisioneros no son
ninguna novedad, como sabemos por los libros de historia. En los inicios de la
Segunda Guerra Mundial, Pedro Arrupe, por entonces un joven misionero jesuita,
se encontraba en Japón, concretamente en Yamaguchi,
la tierra que siglos antes había conocido a Francisco Javier. Cada extranjero era susceptible de ser visto como
un espía, como un enemigo. Así que un buen día, la policía registró la casa
donde vivía Pedro y encontró un taco de cartas que Pedro había recibido en
Japón y que estaban escritas en diversos idiomas. Fue tachado de espía
internacional y conducido a prisión, donde pasaría poco más de un mes.
Pedro aceptó con
humildad la cárcel, sin quejarse en ningún momento. Sus días transcurrían en la
oración y en el estudio de la lengua japonesa. Los carceleros se dieron cuenta
de que estaban frente a una persona singular. Y muy pronto empezaron a charlar
con él, a pedirle que les contase su vida o lo que hacía en su tierra. Una
corriente de simpatía se creó entre el extranjero y los vigilantes. Charlaban
cada tarde de sus vidas y de sus creencias. De ese periodo escribiría: “Aprendí
la ciencia del silencio, de la soledad, de la pobreza severa y austera, del
diálogo interior con el huésped del alma -‘hospes animae’-, que nunca se me ha
mostrado más ‘dulcis’”. Pero
lo que más le conmovió es que un pequeño grupo de feligreses desafiase a las
autoridades y se plantase delante de su prisión para cantarle un villancico el
día de Nochebuena.
Después de un
larguísimo interrogatorio, Pedro Arrupe
fue puesto en libertad, pero antes quiso despedirse de cada uno de sus
carceleros con los que había compartido días de soledad y de falta de libertad.
Uno de ellos intentó disculparse, alegando que la guerra ponía nerviosos a
todos. Pedro le dijo que no tenía por qué disculparse: “No le guardo rencor, sino agradecimiento por el bien que me ha hecho”.
Y Pedro pudo advertir lágrimas en su carcelero. Muchos años después, explicaba la
tristeza de sus carceleros: “Era la
nostalgia indefinida, imprecisa, de algo que no les resultaba posible concretar.
Creían emocionarse porque yo me marchaba, y no era así. Era Cristo el que se
iba de ellos. ¿Puede haber otra explicación de su tristeza?”
Una anécdota define
muy bien la fascinante figura del que llegaría a ser Prepósito General de la
Compañía. Durante su estancia en Hiroshima, Arrupe había constatado que un
japonés ya entrado en años seguía sin pestañear sus catequesis. Le miraba
fijamente cuando él hablaba y estaba pendiente de sus labios. Y así durante más
de seis meses. Un día Pedro se acercó al anciano y le preguntó si estaba
entendiendo todo lo que explicaba. Pero no hubo respuesta. Fue entonces cuando
le dijeron que el anciano era sordo y que no podía entender nada de lo que
decía. Cuando finalmente logró comunicarse con él, el anciano le confesó: “Yo le miro y sé que no miente. Por eso yo
creo lo que usted cree”.
Era un hombre
creíble. Uno de esos gigantes que compaginan, armoniosamente, la fe y las
obras. Pedro Arrupe vio, desde la terraza de la casa jesuita de Hiroshima la explosión de la primera
bomba atómica, el 6 de agosto de 1945. Un inmenso relámpago dejó ochenta mil
muertos y más de cien mil heridos. Desde el primer momento, abrió las puertas
de la misión para acoger a los numerosos heridos que acudían de todos los
rincones de la ciudad. Además de cura, era médico. Solo tuvo que arremangarse
la sotana. Con una mano consolaba y cuidaba a los heridos y con la otra curaba
y sanaba. Japón le enseñaría mucho
sobre oración, sacrificio, contención de sentimientos, espíritu comunitario. Cuando
todos los heridos volvieron a sus casas, dedicó muchas de sus fuerzas a hablar
de la sinrazón de la guerra y en contra del empleo de las armas atómicas, con
un espíritu no solo pacifista, sino también bienaventuradamente pacífico.
En 1965 fue
elegido como cabeza de la Compañía de
Jesús. El Concilio llegaba a su fin, y él trató de ‘poner al día’ la
Orden de San Ignacio, entre aplausos, desdenes, rebeliones y, sobre todo, una
hemorragia de vocaciones sin parangón en la historia de la Compañía. Sus
detractores decían: “Un vasco fundó la
Compañía, y otro vasco se la está cargando”.
Fue el primero en
avistar el problema de los refugiados a escala mundial. Las guerras, el hambre,
las ideologías políticas obligaban a huir a miles de personas e incluso a etnias
enteras. Creó el Servicio Jesuita de los
Refugiados que tantos logros ha obtenido durante las últimas décadas.
Para los jesuitas
de la contestación o que hacían una lectura marxista de la realidad, Pedro
Arrupe era un conservador. Para los jesuitas más aferrados a la tradición, más inmovilistas, era
un revolucionario. Para unos y para otros, estaba guiando peligrosamente la Compañía
de Jesús. Y como todo auténtico líder, recibió bofetadas y palos de unos y
otros. Ya se sabe que cuando te vapulean los güelfos y te vapulean los gibelinos,
es que entonces estás situado en el centro. Hubo encontronazos sonoros entre
los monseñores vaticanos y Pedro Arrupe. Pero él, ignaciano hasta la médula,
siguió con fidelidad y obediencia al Papa. Cada vez que Juan Pablo II salía del Vaticano en coche tenía que pasar delante
de la Casa Generalicia de los Jesuitas.
Y siempre Arrupe se apostaba en la puerta y se ponía de rodillas al paso de la
comitiva papal.
En agosto de 1981,
Pedro Arrupe sufrió un derrame cerebral severo que lo dejó maltrecho y le
imposibilitó para seguir ejerciendo el gobierno. Tuvo que aprender a leer, a
firmar, a caminar. La enfermedad lo clavó a la cruz durante un largo calvario
de diez años. A medida que la enfermedad lo invalidaba, iba añadiendo palmos a
su estatura moral. A muchos se les cayeron las escamas de los ojos, y empezaron
a descubrir la grandeza de este español universal.
El 5 de febrero
de 1991, sus ojos se cerraron en la enfermería de los jesuitas en Roma. Al día
siguiente, una multitud llenó la iglesia
del Gesú y las calles adyacentes para dar el último adiós a este hombre de
bien.
Solo mucho
después se supo que Pedro Arrupe había hecho “voto de perfección”. ¿En qué consiste? Se trata de obligarse,
mediante voto, a elegir la más perfecta entre dos opciones lícitas que se
presentan en la vida. Solo así se pueden entender algunas de sus actitudes. Un
ejemplo: su secretario personal y amigo, Cándido Gaviña, reveló decisiones secretas
de la curia jesuítica a algunos monseñores del ala conservadora del Vaticano.
Arrupe calló y jamás lo destituyó, aún a sabiendas de que le estaba acusando y
denunciando ante la Santa Sede.
A medida que se
fueron conociendo sus escritos, se fue también conociendo la grandeza de su
alma: “No hay nada en el mundo que me
atraiga sino Tú sólo, Jesús mío”. La vida es así, los hombres somos así, y las
dificultades personales subjetivas son tales, que solamente se puede contar
siempre y en todas circunstancias con Jesucristo. Jesús es mi verdadero,
perfecto, perpetuo amigo. A él me debo entregar y de él debo recibir su amistad
apoyo, su dirección. Pero también su intimidad, el descanso, la conversación,
la consulta, el desahogo…; el lugar es ante el sagrario: Jesucristo nunca me
puede dejar. Yo siempre con él. Señor, que yo no te deje et “numquam me a Te separare permittas. Y
no permitas que me separe nunca de ti”.
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