jueves, 8 de abril de 2021

“Voto de perfección”

 



Como cuenta Pedro Miguel Lamet, en su libro sobre Arrupe, las relaciones extrañas que se pueden crear entre los carceleros y sus prisioneros no son ninguna novedad, como sabemos por los libros de historia. En los inicios de la Segunda Guerra Mundial, Pedro Arrupe, por entonces un joven misionero jesuita, se encontraba en Japón, concretamente en Yamaguchi, la tierra que siglos antes había conocido a Francisco Javier. Cada extranjero era susceptible de ser visto como un espía, como un enemigo. Así que un buen día, la policía registró la casa donde vivía Pedro y encontró un taco de cartas que Pedro había recibido en Japón y que estaban escritas en diversos idiomas. Fue tachado de espía internacional y conducido a prisión, donde pasaría poco más de un mes.

Pedro aceptó con humildad la cárcel, sin quejarse en ningún momento. Sus días transcurrían en la oración y en el estudio de la lengua japonesa. Los carceleros se dieron cuenta de que estaban frente a una persona singular. Y muy pronto empezaron a charlar con él, a pedirle que les contase su vida o lo que hacía en su tierra. Una corriente de simpatía se creó entre el extranjero y los vigilantes. Charlaban cada tarde de sus vidas y de sus creencias. De ese periodo escribiría: Aprendí la ciencia del silencio, de la soledad, de la pobreza severa y austera, del diálogo interior con el huésped del alma -‘hospes animae’-, que nunca se me ha mostrado más ‘dulcis’”. Pero lo que más le conmovió es que un pequeño grupo de feligreses desafiase a las autoridades y se plantase delante de su prisión para cantarle un villancico el día de Nochebuena.

Después de un larguísimo interrogatorio, Pedro Arrupe fue puesto en libertad, pero antes quiso despedirse de cada uno de sus carceleros con los que había compartido días de soledad y de falta de libertad. Uno de ellos intentó disculparse, alegando que la guerra ponía nerviosos a todos. Pedro le dijo que no tenía por qué disculparse: “No le guardo rencor, sino agradecimiento por el bien que me ha hecho”. Y Pedro pudo advertir lágrimas en su carcelero. Muchos años después, explicaba la tristeza de sus carceleros: “Era la nostalgia indefinida, imprecisa, de algo que no les resultaba posible concretar. Creían emocionarse porque yo me marchaba, y no era así. Era Cristo el que se iba de ellos. ¿Puede haber otra explicación de su tristeza?”

Una anécdota define muy bien la fascinante figura del que llegaría a ser Prepósito General de la Compañía. Durante su estancia en Hiroshima, Arrupe había constatado que un japonés ya entrado en años seguía sin pestañear sus catequesis. Le miraba fijamente cuando él hablaba y estaba pendiente de sus labios. Y así durante más de seis meses. Un día Pedro se acercó al anciano y le preguntó si estaba entendiendo todo lo que explicaba. Pero no hubo respuesta. Fue entonces cuando le dijeron que el anciano era sordo y que no podía entender nada de lo que decía. Cuando finalmente logró comunicarse con él, el anciano le confesó: “Yo le miro y sé que no miente. Por eso yo creo lo que usted cree”.

Era un hombre creíble. Uno de esos gigantes que compaginan, armoniosamente, la fe y las obras. Pedro Arrupe vio, desde la terraza de la casa jesuita de Hiroshima la explosión de la primera bomba atómica, el 6 de agosto de 1945. Un inmenso relámpago dejó ochenta mil muertos y más de cien mil heridos. Desde el primer momento, abrió las puertas de la misión para acoger a los numerosos heridos que acudían de todos los rincones de la ciudad. Además de cura, era médico. Solo tuvo que arremangarse la sotana. Con una mano consolaba y cuidaba a los heridos y con la otra curaba y sanaba. Japón le enseñaría mucho sobre oración, sacrificio, contención de sentimientos, espíritu comunitario. Cuando todos los heridos volvieron a sus casas, dedicó muchas de sus fuerzas a hablar de la sinrazón de la guerra y en contra del empleo de las armas atómicas, con un espíritu no solo pacifista, sino también bienaventuradamente pacífico.

En 1965 fue elegido como cabeza de la Compañía de Jesús. El Concilio llegaba a su fin, y él trató de ‘poner al día’ la Orden de San Ignacio, entre aplausos, desdenes, rebeliones y, sobre todo, una hemorragia de vocaciones sin parangón en la historia de la Compañía. Sus detractores decían: “Un vasco fundó la Compañía, y otro vasco se la está cargando”.

Fue el primero en avistar el problema de los refugiados a escala mundial. Las guerras, el hambre, las ideologías políticas obligaban a huir a miles de personas e incluso a etnias enteras. Creó el Servicio Jesuita de los Refugiados que tantos logros ha obtenido durante las últimas décadas.

Para los jesuitas de la contestación o que hacían una lectura marxista de la realidad, Pedro Arrupe era un conservador. Para los jesuitas más aferrados a la tradición, más inmovilistas, era un revolucionario. Para unos y para otros, estaba guiando peligrosamente la Compañía de Jesús. Y como todo auténtico líder, recibió bofetadas y palos de unos y otros. Ya se sabe que cuando te vapulean los güelfos y te vapulean los gibelinos, es que entonces estás situado en el centro. Hubo encontronazos sonoros entre los monseñores vaticanos y Pedro Arrupe. Pero él, ignaciano hasta la médula, siguió con fidelidad y obediencia al Papa. Cada vez que Juan Pablo II salía del Vaticano en coche tenía que pasar delante de la Casa Generalicia de los Jesuitas. Y siempre Arrupe se apostaba en la puerta y se ponía de rodillas al paso de la comitiva papal.

En agosto de 1981, Pedro Arrupe sufrió un derrame cerebral severo que lo dejó maltrecho y le imposibilitó para seguir ejerciendo el gobierno. Tuvo que aprender a leer, a firmar, a caminar. La enfermedad lo clavó a la cruz durante un largo calvario de diez años. A medida que la enfermedad lo invalidaba, iba añadiendo palmos a su estatura moral. A muchos se les cayeron las escamas de los ojos, y empezaron a descubrir la grandeza de este español universal.

El 5 de febrero de 1991, sus ojos se cerraron en la enfermería de los jesuitas en Roma. Al día siguiente, una multitud llenó la iglesia del Gesú y las calles adyacentes para dar el último adiós a este hombre de bien.

Solo mucho después se supo que Pedro Arrupe había hecho “voto de perfección”. ¿En qué consiste? Se trata de obligarse, mediante voto, a elegir la más perfecta entre dos opciones lícitas que se presentan en la vida. Solo así se pueden entender algunas de sus actitudes. Un ejemplo: su secretario personal y amigo, Cándido Gaviña, reveló decisiones secretas de la curia jesuítica a algunos monseñores del ala conservadora del Vaticano. Arrupe calló y jamás lo destituyó, aún a sabiendas de que le estaba acusando y denunciando ante la Santa Sede.

A medida que se fueron conociendo sus escritos, se fue también conociendo la grandeza de su alma: “No hay nada en el mundo que me atraiga sino Tú sólo, Jesús mío”. La vida es así, los hombres somos así, y las dificultades personales subjetivas son tales, que solamente se puede contar siempre y en todas circunstancias con Jesucristo. Jesús es mi verdadero, perfecto, perpetuo amigo. A él me debo entregar y de él debo recibir su amistad apoyo, su dirección. Pero también su intimidad, el descanso, la conversación, la consulta, el desahogo…; el lugar es ante el sagrario: Jesucristo nunca me puede dejar. Yo siempre con él. Señor, que yo no te deje et “numquam me a Te separare permittas. Y no permitas que me separe nunca  de ti”.









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