LA OPCIÓN GUANELIANA
5.- Sacos de
padrenuestros
La oración como
amistad. El sufrimiento como compromiso con el otro.
“En cualquier duda, incluso grave,
ora a Dios y, después, deja que actúe la Providencia del Señor” (L.G).
El 27 de septiembre de 1915, mientras Luis
Guanella comía, su cabeza y su cuerpo se inclinaron bruscamente. ¡La parálisis!
Sobrevivió un mes en medio de grandes sufrimientos, braceando entre estados
de semiinconsciencia y momentos de lucidez. Uno de ellos se produjo el 11 de
octubre. Recobró las fuerzas y pudo decir algunas palabras: “La Providencia ha tenido a bien enviarme
esta enfermedad para que sobre mis obras lluevan gracias abundantes. Mi
enfermedad me llevará al cielo. Dios no os dejará de su mano. En esta tierra
nadie es imprescindible. La Providencia no os faltará. No olvidéis este
programa: Rezar y sufrir”.
Rezar y sufrir. Hay una argamasa que une estas
dos palabras y que las torna inseparables. Una invitación a rezar y una
invitación a aceptar el sufrimiento. Al sufrimiento ni se lo invoca ni se le da
la bienvenida. El creyente no busca el sufrimiento pero, mediante la oración y
la meditación, se prepara para aceptarlo cuando llegue. La mayoría de nuestros
sufrimientos proceden de nuestra resistencia a aceptarlos. Hay contrariedades
de la vida que nos afectan dolorosamente. La falta de salud o de prosperidad,
la pérdida de trabajo, la angustia ante el porvenir. Y hay un sufrimiento que
procede directamente de nuestro amor o de nuestras elecciones personales. Me
explico. Si nos decidimos a querer a alguien, cualquier cosa que a él o a ella
le atañe nos llenará de dicha, pero también de dolor. Si nuestro hijo sufre por
su enfermedad, su fracaso o su ruina, ese dolor pasa directamente a nosotros,
porque esa persona nos importa, nos duele. Nos apena su pena. Y nos duele su
dolor. Y hay otro sufrimiento que procede directamente de nuestras decisiones.
Si uno opta por la conciencia recta, por la ética sin fisuras, por el
seguimiento de Jesús, o por la verdad, sabe que, tarde o temprano, tendrá que
pagar un precio. Lo comprobamos a diario en las noticias. Un defensor de los
derechos de los campesinos es asesinado en el Amazonas, un grupo de cristianos
pierde la vida en un atentado en una iglesia de Nigeria, un criminal
arrepentido es eliminado por su antigua banda. Es a este sufrimiento del amor y
a este sufrimiento de las decisiones personales al que apunta Luis Guanella.
Si te decides a ser padre, madre o hermano de
tu prójimo, estás optando por no dejar de sufrir ni uno solo de tus días. Hacer
el bien es encaminarse –así nos lo enseña cada día la vida- por un camino donde
el sufrimiento está siempre presente. Sufrir no es el objetivo del cristiano.
Eso sería masoquismo. Pero aceptar el sufrimiento como una oportunidad para
crecer interiormente, sí. Aceptar el sufrimiento (y aquí cabe hablar de
renuncia, sacrificio, privación) cuando éste ayuda a alguien, también. Cuántas veces
hemos oído decir: “El cáncer me ha hecho mejor persona”, “los meses que cuidé a
mi madre fueron los más importantes de mi vida”. “No cambiaría por nada haber
permanecido durante toda la enfermedad al lado de mi mujer”. ¡Cuántas veces
hemos experimentado que el deber y el cariño hacia los que sufren nos alejaban,
momentáneamente, de nuestra zona de confort y de nuestra ‘dolce vita’. Aunque, poco
después, probábamos una especie de plenitud interior, gracias a nuestra
decisión correcta y hecha en conciencia.
Muchos hombres y mujeres, por su defensa de la
dignidad del ser humano o de su fe, huelen su muerte. ¿La desean? No. Pero no
la rehúyen. Saben que puede ocurrir. Pero su compromiso no admite componendas.
Si, finalmente, tienen que pagar con su vida, lo pagarán y ya está.
Hubo un tiempo, allá por el siglo XVI en que
la inconsútil túnica de Cristo se desgarraba por toda Europa. Católicos, protestantes,
anglicanos se lanzaban a guerras sin cuartel y el mundo se tornaba más y más
intolerante. En una celda de un convento abulense, Teresa de Cepeda, mujer, una
pobre monja, lejos de las enconadas batallas teológicas, descubría la belleza
de la oración, la belleza de la descalcez. Fue ella la que dijo que oración es “tratar de amistad a solas y muchas veces
con quien sabemos que nos ama”. A finales del siglo XIX, un cura
inadaptado, controvertido, perseguido, leía estas palabras, las saboreaba como
la mejor de las polentas. Y las hacía suyas.
Es difícil hablar en nombre de Jesús, si no
cultivamos su amistad a través de la oración. La oración estuvo mal vista
durante décadas, porque se tenía la sensación de que era una especie de pérdida
de tiempo. El activismo europeo valoraba más a los creyentes que dedicaban las
24 horas del día a solucionar problemas, crear iniciativas sociales, hacer más
y más cosas. Muchos se cuestionaron la razón de ser de las mismas órdenes
contemplativas, muchas veces sin haber pisado un monasterio y sin haber gustado
estas islas de paz y de libertad interiores.
Los católicos dejaron la oración personal, la
oración comunitaria, para al final alejarse de todo lo que les sonara a Cristo.
Pero era tanta la sed que los hombres sentían de trascendencia y de quietud
interior que por doquier surgieron grupos de zen, meditación, mindfulness que vinieron a suplir,
descafeinadamente, lo que era la oración católica: “tratar de amistad a solas y muchas veces con quien sabemos que nos
ama”. La nostalgia de Absoluto no ha dejado de crecer en estas últimas
décadas y cada uno busca, en el gran supermercado de productos espirituales, lo
que cree que le conviene para su mente y su ánimo. ¿Está respondiendo la
Iglesia Católica a esta inmensa sed de los hombres y mujeres de hoy? Y sin
embargo es esta búsqueda afanosa de la interioridad donde están surgiendo cosas
verdaderamente interesantes en el mundo católico. Basta pensar en Pablo d’Ors y su red de Amigos del
Desierto. El silencio y la quietud como lenguaje y como método para mirarnos
por dentro, conocernos en profundidad, redescubrir a Jesús de Nazaret y llegar
al corazón del hermano: Escribe el autor de Biografía
del silencio: “El gran desafío para el hombre del presente y del futuro
es la dimensión espiritual. ¿Qué supone esto? Articular caminos para el cultivo
de la interioridad, dar a la esperanza un fundamento para que no se quede en un
bonito deseo o en un mero temperamento optimista”.
Don Guanella, cuando sus monjas le preguntaban
qué tenían que hacer para ser unas buenas religiosas, cariñosamente les decía: “Vosotras sed sacos de padrenuestros”.
Si Jesús nos hubiese dejado únicamente la
oración del Padrenuestro ya hubiera sido una auténtica buena noticia, una
preciosa herencia. El padrenuestro ya constituye, él sólo, un evangelio. La oración del padrenuestro es más importante que todo el
magisterio y que todo el catecismo de la Iglesia. Don Guanella escribió un
breve ensayo sobre la oración dominical: ‘Vayamos
al Padre’. Si escardamos un poco el lenguaje ampuloso y barroco, propio de
la escritura eclesiástica de finales del XIX, nos encontramos con auténticas
perlas, profundas reflexiones en torno a una oración que, por sí sola,
constituye y funda a un cristiano. Al final, muchos cristianos, descubren que, después
de tantos discursos y tantos libros, nos quedan el silencio y el Padrenuestro. Esta
oración ha sostenido a miles de cristianos perseguidos o encarcelados a los que
no se permitía siquiera leer el evangelio. Rezar un padrenuestro en el silencio
de su cárcel o su destierro, les mantenía en pie y mantenía su corazón y su
mente en la cordura. Un padrenuestro impedía que enloqueciesen o que abjurasen.
Escribió Luis Guanella: “Al rezar el Padre nuestro, haz que tu corazón rebose de afecto por el
Señor, y trata con entrañas de misericordia a tus hermanos, por muy pecadores e
imperfectos que sean. En toda familia hay hermanos mayores y hermanos pequeños,
hermanos sanos y hermanos enfermos. ¿Qué sería de una familia -¡Y qué pensaría
un padre!- si el hijo mayor, sano y fuerte, no sostuviera y no ayudase a sus
hermanos más pequeños y enfermos?”
“Necesitas
pan para tu cuerpo pero también pan para tu alma. Dios dispone para ti una mesa
de manjares suculentos para el alma y un banquete de alimentos exquisitos para
el cuerpo”.
Hace
poco, el Papa Francisco decía que “el que
reza es como un enamorado" porque "lleva
siempre en el corazón a la persona amada, vaya donde vaya". Por eso,
ha recordado que se puede rezar "en
cualquier momento, en los acontecimientos de cada día: en la calle, en la
oficina, en el tren; con palabras o en el silencio de nuestro corazón". “La
oración nos va transformando: calma la ira, mantiene el amor, multiplica la
alegría, infunde la fuerza de perdonar".
El escritor francés, Enmanuel Carrère, después
de unos años de converso católico, dejó la religión. El día que decidió salir
de la Iglesia anotó en su dietario una de las más hermosas y conmovedoras oraciones de un
no-creyente: “Te abandono, Dios mío, pero
tú, Señor, no me abandones”.
Próximo domingo: Cap. 6.- Sentirse y saberse ‘buonfiglio’.
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