miércoles, 21 de abril de 2021

La campesina eslovena que amó a Umberto




“Mi padre fue para mí el asesino / hasta que a mis veinte años lo encontré”. Así comienza uno de los más hermosos poemas de Umberto Saba.

Había nacido en Trieste en 1883, entonces un territorio del imperio Austrohúngaro. Tenía que haberse llamado Umberto Poli, pero su progenitor, antes incluso de que él naciera, se esfumó. Cada vez que la madre le hablaba del padre se refería a él como el “asesino” y le conminaba a no “parecerse nunca a su padre”. Cuando a los 20 años finalmente Umberto lo conoció, pudo ver que no era un asesino, solo un niño grande, vagabundo calavera, amado y mantenido por algunas mujeres, inconstante y ligero, hasta morir en la indigencia. Umberto heredó del padre la mirada azul y algo de su ligereza y de su alegría.

Mi padre fue para mí “el asesino”,
hasta que a mis veinte años lo encontré.
Entonces comprendí que él era un niño
y que el don que poseo de él provenía.

Tenía en su rostro mi mirada azul,
una sonrisa, en la indigencia, dulce y astuta.
Siempre anduvo errante por el mundo;
más de una mujer lo amó y lo alimentó.

Era alegre y ligero; mi madre
sentía todo el peso de la vida.
Se le escapó de las manos, como un balón.

“No te parezcas—me decía—a tu padre”.
Y yo en mí mismo lo comprendí más tarde:
Eran dos razas en antigua contienda

La madre, judía, castigó con desapego al niño por el abandono del padre. Durante varios años se desentendió de Umberto, y lo dejó al cuidado de una mujer campesina eslovena. Y fue precisamente en ese ‘castigo’ donde Umberto Saba encontró un verdadero paraíso de afecto y de cariño. La niñera se llamaba Peppa Sabaz. Cuando Umberto publicó su primer libro de poemas no quiso firmarlo con su apellido ‘Poli’, sino que eligió ‘Saba’, por el apellido de su aya. Además, en hebreo ‘saba’ significa ‘pan’.

Fue su niñera la que le enseñó el padrenuestro en esloveno, aunque él era un niño judío, como lo era su madre. El amor de la campesina eslovena lo sostuvo durante toda su vida. Cuando la madre fue a buscarle a la casa de la niñera, para llevárselo a su propia casa, empezaron los verdaderos problemas para el poeta. Allí no encontró un hogar. Muchos de sus trastornos y depresiones a lo largo de su vida, proceden de la amargura de su infancia y juventud en la casa materna.

Umberto Saba, casi al final de su vida, escribió la novela Ernesto, una obra que dejó inacabada y donde el escritor hace memoria novelada de su iniciación al sexo y al afecto, con un hombre y con una mujer. Lo que cautiva de esta novela es la sencillez, la verdad desnuda, ligera, sin dramas y sin traumas. Un joven Ernesto, de 16 años, conoce, en el comercio donde aprende a llevar la contabilidad, a un trabajador manual, algo mayor que él, con el que se inicia sexualmente. Después, acude a Tanda, una prostituta de la ciudad de Trieste, extranjera eslovena, como lo era su aya, que le recibe en su cuerpo acogedor, y lo trata con afecto y maternidad. El adolescente Ernesto vive estos encuentros sin la conciencia del pecado, ni la transgresión social. No hay drama, ni tensión, ni moralinas al uso. Ernesto acepta Los cuerpos que la vida le ofrece, por curiosidad, por deseo, por soledad. La carne ama o repite los gestos del sexo que pueden parecerse a los del amor.

Esta tarde los versos de Umberto Saba me acompañan. Me recojo en casa después de un breve paseo en que mi mirada ha danzado entres los campos de colza amarillos, los aún minúsculos frutos del almendro, las nubes grises y ligeras en el cielo, las primeras gotas de lluvia como bendición sobre los campos. Y a mis ojos y a mi corazón le sienta bien la sencilla desnudez de las palabras, en italiano, de Umberto Saba.  Es esa falta de retórica lo que más me cautiva de la poesía del poeta triestino.

Termino este artículo con uno de sus más conocidos poemas: La cabra. El poeta reconoce, en el balido de una cabra atada en el prado, su propio dolor y el dolor ajeno, porque el dolor es eterno y tiene su propia voz:

Le he hablado a una cabra.

Estaba sola en el prado, y atada.

Saciada de hierba, empapada

por la lluvia, balaba.

 

Aquel monótono balar se identificaba

con mi dolor. Y yo le respondí: primero,

por bromear; después, porque el dolor es eterno,

y tiene su voz y no varía.

Era esta voz la que sentía

gemir en una cabra solitaria.

 

En una cabra de rostro semita

sentía lamentarse cada mal ajeno,

cada ajena vida.

Umberto, aunque agnóstico, era judío y fue condenado al ostracismo durante la ola antisemita que zarandeó a Italia y a Europa. Un silencio ultrajante cayó sobre su obra. Fue un perdedor, sin duda, que no esperaba mucho de la vida, tal vez sólo mantener el recuerdo intacto de su niñera, la compañía –pacífica o convulsa- de su mujer, Lina,  y los ojos amados de su hija única, Linuccia.

Muy joven perdió la fe del pueblo de Israel. Y sin embargo, -misterios del corazón humano- al final de su vida, entró en la fe católica. ¿Le decidió a dar este paso el recuerdo del padrenuestro en esloveno que cada noche le susurraba, como un canto antiguo y familiar, su niñera? La muerte vino a su encuentro en Gorizia en 1957. ¿Pensaría, en los últimos momentos de su existencia, en los brazos cálidos de su aya eslovena?









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