“Mi padre fue para mí
el asesino / hasta que a mis veinte años lo encontré”. Así comienza uno de los más
hermosos poemas de Umberto Saba.
Había nacido en Trieste en 1883,
entonces un territorio del imperio Austrohúngaro. Tenía que haberse llamado
Umberto Poli, pero su progenitor, antes incluso de que él naciera, se esfumó. Cada
vez que la madre le hablaba del padre se refería a él como el “asesino” y le
conminaba a no “parecerse nunca a su padre”. Cuando a los 20 años finalmente
Umberto lo conoció, pudo ver que no era un asesino, solo un niño grande,
vagabundo calavera, amado y mantenido por algunas mujeres, inconstante y ligero,
hasta morir en la indigencia. Umberto heredó del padre la mirada azul y algo de
su ligereza y de su alegría.
Mi padre fue para mí “el asesino”,
hasta que a mis veinte años lo encontré.
Entonces comprendí que él era un niño
y que el don que poseo de él provenía.
Tenía en su rostro mi mirada azul,
una sonrisa, en la indigencia, dulce y astuta.
Siempre anduvo errante por el mundo;
más de una mujer lo amó y lo alimentó.
Era alegre y ligero; mi madre
sentía todo el peso de la vida.
Se le escapó de las manos, como un balón.
“No te parezcas—me decía—a tu padre”.
Y yo en mí mismo lo comprendí más tarde:
Eran dos razas en antigua contienda
La madre, judía,
castigó con desapego al niño por el abandono del padre. Durante varios años se
desentendió de Umberto, y lo dejó al cuidado de una mujer campesina eslovena. Y
fue precisamente en ese ‘castigo’ donde Umberto Saba encontró un verdadero
paraíso de afecto y de cariño. La niñera se llamaba Peppa Sabaz. Cuando Umberto
publicó su primer libro de poemas no quiso firmarlo con su apellido ‘Poli’,
sino que eligió ‘Saba’, por el apellido de su aya. Además, en hebreo ‘saba’ significa
‘pan’.
Fue su niñera
la que le enseñó el padrenuestro en esloveno, aunque él era un niño judío, como
lo era su madre. El amor de la campesina eslovena lo sostuvo durante toda su
vida. Cuando la madre fue a buscarle a la casa de la niñera, para llevárselo a su propia casa, empezaron los verdaderos problemas para el poeta. Allí no encontró un
hogar. Muchos de sus trastornos y depresiones a lo largo de su vida, proceden
de la amargura de su infancia y juventud en la casa materna.
Umberto Saba,
casi al final de su vida, escribió la novela Ernesto, una obra que dejó inacabada y donde el escritor hace memoria
novelada de su iniciación al sexo y al afecto, con un hombre y con una mujer.
Lo que cautiva de esta novela es la sencillez, la verdad desnuda, ligera, sin
dramas y sin traumas. Un joven Ernesto, de 16 años, conoce, en el comercio
donde aprende a llevar la contabilidad, a un trabajador manual, algo mayor que
él, con el que se inicia sexualmente. Después, acude a Tanda, una prostituta de
la ciudad de Trieste, extranjera eslovena, como lo era su aya, que le recibe en
su cuerpo acogedor, y lo trata con afecto y maternidad. El adolescente Ernesto
vive estos encuentros sin la conciencia del pecado, ni la transgresión social.
No hay drama, ni tensión, ni moralinas al uso. Ernesto acepta Los cuerpos que
la vida le ofrece, por curiosidad, por deseo, por soledad. La carne ama o
repite los gestos del sexo que pueden parecerse a los del amor.
Esta tarde los
versos de Umberto Saba me acompañan. Me recojo en casa después de un breve
paseo en que mi mirada ha danzado entres los campos de colza amarillos, los aún
minúsculos frutos del almendro, las nubes grises y ligeras en el cielo, las
primeras gotas de lluvia como bendición sobre los campos. Y a mis ojos y a mi corazón
le sienta bien la sencilla desnudez de las palabras, en italiano, de Umberto
Saba. Es esa falta de retórica lo que más
me cautiva de la poesía del poeta triestino.
Termino este
artículo con uno de sus más conocidos poemas: La cabra. El poeta reconoce, en el balido de una cabra atada en el
prado, su propio dolor y el dolor ajeno, porque el dolor es eterno y tiene su
propia voz:
Le he hablado a una cabra.
Estaba sola en el prado, y atada.
Saciada de hierba, empapada
por la lluvia, balaba.
Aquel monótono balar se identificaba
con mi dolor. Y yo le respondí: primero,
por bromear; después, porque el dolor es eterno,
y tiene su voz y no varía.
Era esta voz la que sentía
gemir en una cabra solitaria.
En una cabra de rostro semita
sentía lamentarse cada mal ajeno,
cada ajena vida.
Umberto,
aunque agnóstico, era judío y fue condenado al ostracismo durante la ola
antisemita que zarandeó a Italia y a Europa. Un silencio ultrajante cayó sobre
su obra. Fue un perdedor, sin duda, que no esperaba mucho de la vida, tal vez
sólo mantener el recuerdo intacto de su niñera, la compañía –pacífica o
convulsa- de su mujer, Lina, y los ojos
amados de su hija única, Linuccia.
Muy joven
perdió la fe del pueblo de Israel. Y sin embargo, -misterios del corazón
humano- al final de su vida, entró en la fe católica. ¿Le decidió a dar este
paso el recuerdo del padrenuestro en esloveno que cada noche le susurraba, como
un canto antiguo y familiar, su niñera? La muerte vino a su encuentro en Gorizia
en 1957. ¿Pensaría, en los últimos momentos de su existencia, en los brazos
cálidos de su aya eslovena?
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