LA OPCIÓN GUANELIANA
6.- Sentirse y saberse ‘buonfiglio’.
Discapacidad que nos
capacita y defensa de la dignidad de cualquier persona.
“Cuando acoges en tu corazón las
debilidades humanas con el deseo de ofrecer una respuesta, entonces eres
auténticamente misericordioso” (L.G).
Vale la pena dedicar una hora a
observar la explosión de felicidad y de perfección que burbujea en las redes
sociales. Un extraterrestre que mirase las fotos de Facebook, Twitter,
Instagram y similares, pensaría que había llegado al mejor de los mundos
posibles. Las sonrisas y las poses –en suma, el postureo- dominan las redes.
Las librerías nos venden libros de cómo conseguir la felicidad en una semana o
en veinte pasos. La cuestión es que, cuando hablas de tú a tú, cuando escarbas
un poco en esa felicidad de merengue que aparentamos, nos damos cuenta de que
el otro tiene sus sonrisas, pero también sus lágrimas. Nunca como ahora, que corremos
en un continuo maratón tras la felicidad, esta nos es tan esquiva. El mortal
aburrimiento en el que estamos instalados nos lleva a preguntarnos una y otra
vez por qué no somos más felices. Este mundo
zen que nos venden en el que tenemos que sentirnos superbién las 24 horas
del día, ya no se lo cree nadie. Stefan Zweig en su parábola Los ojos del hermano eterno pone patas
arriba nuestra manera de pensar: es en la humildad y en la servicialidad donde
encontraremos el sentido a nuestras vidas y, por ende, la plenitud. Solo quien
trata de hacer más fácil la vida a los demás, evitará herirlos y golpearlos.
Corremos enloquecidamente tras el bien-estar, sin darnos cuenta de que solo lo
encontraremos si practicamos, en el día a día, el bien-ser.
Vivimos en un mundo que nos vende la ‘perfección’
como un producto al alcance de la mano: sea la perfección del cuerpo (después
de pasar por el quirófano), la de las sonrisas (tras acudir al dentista), la de
los viajes (previo pago en la agencia), la de las vidas idílicas (mediante coach
personal, el mindfullness, el yoga…) y el sexo a lo grande y a lo bestia (que es
lo que nos muestra el porno y el sexo virtual). Y sin embargo, la ‘opción
guaneliana’ nos invita a ser creyentes que viven la imperfección propia y la
ajena como una oportunidad para refrenar nuestro impulso a la soberbia, a
creernos mejores y a mostrarnos intolerantes con los demás. Como bellamente ha
escrito Víctor Herrero de Miguel: “Solo
en los ojos del débil puede el poderoso fracasado sentirse invitado a una vida
en fraternidad”. Los creyentes de este siglo XXI -habitantes de una galaxia
de soledades interconectadas- solo alcanzaremos la condición de hermanos si nos
sabemos y nos sentimos débiles, porque “es
por las rendijas de la fragilidad por donde se cuela la luz de Dios”.
Si tuviera que poner nombre al
sistema filosófico-teológico que subyace en lo que llamamos la ‘guanelianidad’,
diría que son la “teología de la fuerza
de la debilidad” y “la filosofía de
la imperfección”. Un poeta guaneliano, Alfonso Martínez, habla muy a menudo
en sus versos de esta teología y de esta filosofía, porque sólo estos seres
imperfectos “Saben poner al dolor / un silencio misterioso que nos
supera”:
Consciente del poder divino,
te canto mi canción desafinada,
víctima de la filosofía de lo imperfecto,
porque yo trabajo en eso,
convivo con la imperfección,
Mi filosofía de lo imperfecto
creo yo que me hace más humano,
más tolerante, humilde y misericordioso,
más cerca de lo débil y de los débiles,
más cerca del marginado,
del excluido,
del empobrecido.
Mi filosofía choca a los sabios,
a los que quieren tener todo controlado,
todo perfecto.
Deja espacio a la improvisación,
y es amiga de decir: “lo siento”.
Todos
tenemos alguna discapacidad. Este debe ser el punto de partida. Considerarnos
‘capaces para todo’, nos convierte en engreídos y fatuos. Nacemos indefensos y
morimos indefensos. Y en ese sendero que trascurre de la cuna a la tumba, se
manifiestan nuestras múltiples imperfecciones, discapacidades, incapacidades,
faltas, ausencias, carencias, necesidades, pecados y retrocesos. Saber que el
ser humano es un ser imperfecto y desvalido nos cura de toda prepotencia y de
toda soberbia. La humildad es el único estiércol que puede abonar nuestro humus
y, así, añadir un palmo a nuestra estatura humana.
La
discapacidad mental y la minusvalía física son bien visibles. Las reconocemos a
simple vista. Y en nosotros pueden provocar rechazo, simpatía, aceptación o
indiferencia. O lo mejor de todo: normalidad. Pero hay otras discapacidades y
minusvalías, mucho más serias y mucho más peligrosas que ser síndrome de down, ciego, sordomudo, tetrapléjico o
con parálisis cerebral… ¿No tiene una seria discapacidad quien maltrata a una
mujer o quien abusa de un niño? ¿No tiene una seria discapacidad quien es
incapaz de empatizar con el dolor del otro? ¿Y quién saca beneficio de la
mentira o quien saquea los bienes públicos? ¿Y quién se aprovecha de su
inteligencia o de su belleza o de su fuerza para hacer callar al otro,
humillarle o hundirle? ¿Y quien explota a los demás, y quien se enriquece
fraudulentamente y quien hace negocios sucios aprovechándose de la pobreza de
los más miserables? ¿Y quién destruye y saquea la naturaleza o es cruel con los
animales? ¿Y quién es incapaz de compadecer o de perdonar?
Habría que
decir mucho sobre discapacidades. Pero lo cierto es que la discapacidad de
corazón es la más severa de todas, porque siempre causa sufrimiento ajeno. Y
tal vez son a estos ‘discapacitados’ hacia los que el creyente de esta
generación debe estar más abierto, porque si nuestro odio es la respuesta a sus
odios, ya nos han ganado, ya hemos entrado en su lógica y en su laberinto. Lo
propio del creyente es el cuidado, incluso –tal vez sobre todo- de aquellos que
no lo merecen o resultan odiosos. Condenar el mal no nos debe llevar a condenar
a los ‘malos’.
Pero vayamos
a una discapacidad que don Guanella conoció bien y que sus seguidores intentan
cuidar, remediar y dignificar. Como párroco de pequeñas aldeas, Luis descubrió
que algunos chicos con discapacidad mental vivían descuidados en casa,
apartados y escondidos por sus propios familiares. Logró convencer a los padres
para llevarlos él mismo a una casa de Benito Cottolengo. Pero, nada más
acomodarlos en esa casa, empezaba a preguntarse: “¿No podría hacer yo algo así en mi tierra?” De esta manera surgió –estamos a finales del siglo XIX– la idea de
construir una ‘choza’ para estos seres de desgracia. Conseguiría abrir una y
muchas casas para ellos. Pero lo que denota su extraordinaria creatividad es
que pensase que estos chicos y chicas no podían estar encerrados como en un
manicomio, sino que podían aprender, ser útiles, trabajar en tareas sencillas.
En una palabra, otorgarles dignidad. Nueva Olonio explica muy bien la
recuperación y rehabilitación mediante trabajos manuales en el campo. Un buen
día, en un carro, se presentó en la zona pantanosa de Olonio. Un terreno insalubre
e improductivo, lleno de mosquitos. Picos, palas, azadas, rastrillas, canales
de drenaje, desmontes y allanamientos… todo para que, en poco tiempo, allí
donde solo había aguas estancadas y malaria, surgiesen los primeros huertos,
los primeros árboles frutales, pero también una casa grande para personas con
discapacidad mental. Poco a poco, otros hombres y mujeres y niños fueron
llegando a la zona y construyeron sus casas y levantaron una iglesia y una
escuela. Surgió un pueblo nuevo, un vergel en una zona pantanosa e ‘imposible’.
Una sociedad
se mide por el respeto a las minorías y a los diferentes. Frente a las palabras
insultantes del lenguaje ordinario para nombrarles (subnormales, anormales,
idiotas, tontos…), don Guanella inventó una palabra: “buonifigli”, que podríamos traducir como ‘buenoshijos’, o
utilizando el lenguaje rural castellano ‘inocentes’. Pero ‘buonifigli’ alude a los hijos mejores, queridos, amados,
predilectos. Todos somos ‘buenoshijos’, porque todos somos intrínsecamente
imperfectos, frágiles, discapacitados. Y todos somos “discapacitados queridos, cuando alguien nos ame con un amor de
predilección”. Escribía Luis
Guanella: “Los ‘buenoshijos’ … todo lo
que les falta en la mente les sobra en el corazón. Son harto sensibles a la
bondad que se usa con ellos. Por lo tanto, es preciso abstenerse de tratarles
con brusquedad, y, en cambio, comprender sus manías. Nadie puede culparles de
nada, sino que, por el contrario, se les debe tratar con gran ternura”.
La discapacidad es también un espejo
en el cual podemos mirarnos. La discapacidad nos remite a nuestra propia
vulnerabilidad e imperfección. Y es esta fragilidad la que nos torna humanos.
Solo si recordamos el barro del que estamos formados, seguiremos siendo
humanos, además de hombres y mujeres. Como nos ha enseñado Enmanuel Lévinas, “todo rostro es un mandamiento para el que lo
mira: No me matarás”. Cada rostro humano lleva una marca de sacralidad. Es
la marca que el propio Dios escribió sobre Caín, el asesino de Abel.
Al mismo tiempo que avanzamos por el
camino de sabernos frágiles e imperfectos, debemos promover la defensa de las
personas que conviven con una discapacidad. En la sociedad observamos
movimientos esquizofrénicos. Por un lado, se dan avances extraordinarios en el
campo de la inserción laboral y social de estas personas. Por otro lado, las
leyes permiten la eliminación, en el seno materno, de estos seres, apenas se
detecte alguna anomalía en el feto. También constatamos que, en una sociedad
tecnificada y compleja y en una sociedad que aspira a crear el ‘superhombre’ y
la ‘supermujer’, las personas afectadas por algún tipo de discapacidad, juegan
con clara desventaja. Solamente una sociedad que ve más allá de la inteligencia
y del éxito profesional o de la perfección del cuerpo, puede llegar a admirar y
a hacer suyos esos valores de los que ellos andan sobrados: la inocencia, el
perdón, la falta de prejuicios, la no competitividad, la capacidad para
disfrutar de las cosas sencillas, el agradecimiento, el ritmo lento y la
alegría porque sí…
Curiosamente, y lo confirman padres y
cuidadores, las personas con discapacidad mental suelen ser buenas lectoras del
alma humana, porque son capaces de ver lo que hay por detrás de nuestra fachada
de seguridad, honorabilidad, profesionalidad, vestimenta y posesiones. Ellos
atraviesan con su sexto sentido –Simone Weill hablaba de ‘genialidad’- nuestra epidermis y ven la mucha o poca valía de
nuestro corazón.
“Hay en mí –escribe Soren Kierkegaard- una simpatía por el hombre puro y
simple, por ejemplo, por los enfermos y los infelices, los tardos de mente,
etc. He aprendido a dar gracias a Dios por esta simpatía como por un don”. Que esta sea también nuestra acción
de gracias en la plegaria de cada día.
Próximo domingo: Cap. 7.- Una
temporada en Olmo.
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