domingo, 18 de abril de 2021

Sentirse y saberse "buonfiglio"

 LA OPCIÓN GUANELIANA

6.- Sentirse y saberse ‘buonfiglio’.

Discapacidad que nos capacita y defensa de la dignidad de cualquier persona.

“Cuando acoges en tu corazón las debilidades humanas con el deseo de ofrecer una respuesta, entonces eres auténticamente misericordioso” (L.G).

 


           

Vale la pena dedicar una hora a observar la explosión de felicidad y de perfección que burbujea en las redes sociales. Un extraterrestre que mirase las fotos de Facebook, Twitter, Instagram y similares, pensaría que había llegado al mejor de los mundos posibles. Las sonrisas y las poses –en suma, el postureo- dominan las redes. Las librerías nos venden libros de cómo conseguir la felicidad en una semana o en veinte pasos. La cuestión es que, cuando hablas de tú a tú, cuando escarbas un poco en esa felicidad de merengue que aparentamos, nos damos cuenta de que el otro tiene sus sonrisas, pero también sus lágrimas. Nunca como ahora, que corremos en un continuo maratón tras la felicidad, esta nos es tan esquiva. El mortal aburrimiento en el que estamos instalados nos lleva a preguntarnos una y otra vez por qué no somos más felices. Este mundo zen que nos venden en el que tenemos que sentirnos superbién las 24 horas del día, ya no se lo cree nadie. Stefan Zweig en su parábola Los ojos del hermano eterno pone patas arriba nuestra manera de pensar: es en la humildad y en la servicialidad donde encontraremos el sentido a nuestras vidas y, por ende, la plenitud. Solo quien trata de hacer más fácil la vida a los demás, evitará herirlos y golpearlos. Corremos enloquecidamente tras el bien-estar, sin darnos cuenta de que solo lo encontraremos si practicamos, en el día a día, el bien-ser.

Vivimos en un mundo que nos vende la ‘perfección’ como un producto al alcance de la mano: sea la perfección del cuerpo (después de pasar por el quirófano), la de las sonrisas (tras acudir al dentista), la de los viajes (previo pago en la agencia), la de las vidas idílicas (mediante coach personal, el mindfullness, el yoga…) y el sexo a lo grande y a lo bestia (que es lo que nos muestra el porno y el sexo virtual). Y sin embargo, la ‘opción guaneliana’ nos invita a ser creyentes que viven la imperfección propia y la ajena como una oportunidad para refrenar nuestro impulso a la soberbia, a creernos mejores y a mostrarnos intolerantes con los demás. Como bellamente ha escrito Víctor Herrero de Miguel: “Solo en los ojos del débil puede el poderoso fracasado sentirse invitado a una vida en fraternidad”. Los creyentes de este siglo XXI -habitantes de una galaxia de soledades interconectadas- solo alcanzaremos la condición de hermanos si nos sabemos y nos sentimos débiles, porque “es por las rendijas de la fragilidad por donde se cuela la luz de Dios”.         

Si tuviera que poner nombre al sistema filosófico-teológico que subyace en lo que llamamos la ‘guanelianidad’, diría que son la “teología de la fuerza de la debilidad” y “la filosofía de la imperfección”. Un poeta guaneliano, Alfonso Martínez, habla muy a menudo en sus versos de esta teología y de esta filosofía, porque sólo estos seres imperfectos Saben poner al dolor / un silencio misterioso que nos supera”:

Consciente del poder divino,

te canto mi canción desafinada,

víctima de la filosofía de lo imperfecto,

porque yo trabajo en eso,

convivo con la imperfección,

Mi filosofía de lo imperfecto

creo yo que me hace más humano,

más tolerante, humilde y misericordioso,

más cerca de lo débil y de los débiles,

más cerca del marginado,

del excluido,

del empobrecido.

Mi filosofía choca a los sabios,

a los que quieren tener todo controlado,

todo perfecto.

Deja espacio a la improvisación,

y es amiga de decir: “lo siento”.

 

            Todos tenemos alguna discapacidad. Este debe ser el punto de partida. Considerarnos ‘capaces para todo’, nos convierte en engreídos y fatuos. Nacemos indefensos y morimos indefensos. Y en ese sendero que trascurre de la cuna a la tumba, se manifiestan nuestras múltiples imperfecciones, discapacidades, incapacidades, faltas, ausencias, carencias, necesidades, pecados y retrocesos. Saber que el ser humano es un ser imperfecto y desvalido nos cura de toda prepotencia y de toda soberbia. La humildad es el único estiércol que puede abonar nuestro humus y, así, añadir un palmo a nuestra estatura humana.

            La discapacidad mental y la minusvalía física son bien visibles. Las reconocemos a simple vista. Y en nosotros pueden provocar rechazo, simpatía, aceptación o indiferencia. O lo mejor de todo: normalidad. Pero hay otras discapacidades y minusvalías, mucho más serias y mucho más peligrosas que ser síndrome de down, ciego, sordomudo, tetrapléjico o con parálisis cerebral… ¿No tiene una seria discapacidad quien maltrata a una mujer o quien abusa de un niño? ¿No tiene una seria discapacidad quien es incapaz de empatizar con el dolor del otro? ¿Y quién saca beneficio de la mentira o quien saquea los bienes públicos? ¿Y quién se aprovecha de su inteligencia o de su belleza o de su fuerza para hacer callar al otro, humillarle o hundirle? ¿Y quien explota a los demás, y quien se enriquece fraudulentamente y quien hace negocios sucios aprovechándose de la pobreza de los más miserables? ¿Y quién destruye y saquea la naturaleza o es cruel con los animales? ¿Y quién es incapaz de compadecer o de perdonar?

            Habría que decir mucho sobre discapacidades. Pero lo cierto es que la discapacidad de corazón es la más severa de todas, porque siempre causa sufrimiento ajeno. Y tal vez son a estos ‘discapacitados’ hacia los que el creyente de esta generación debe estar más abierto, porque si nuestro odio es la respuesta a sus odios, ya nos han ganado, ya hemos entrado en su lógica y en su laberinto. Lo propio del creyente es el cuidado, incluso –tal vez sobre todo- de aquellos que no lo merecen o resultan odiosos. Condenar el mal no nos debe llevar a condenar a los ‘malos’.

            Pero vayamos a una discapacidad que don Guanella conoció bien y que sus seguidores intentan cuidar, remediar y dignificar. Como párroco de pequeñas aldeas, Luis descubrió que algunos chicos con discapacidad mental vivían descuidados en casa, apartados y escondidos por sus propios familiares. Logró convencer a los padres para llevarlos él mismo a una casa de Benito Cottolengo. Pero, nada más acomodarlos en esa casa, empezaba a preguntarse: “¿No podría hacer yo algo así en mi tierra?” De esta manera surgió  –estamos a finales del siglo XIX– la idea de construir una ‘choza’ para estos seres de desgracia. Conseguiría abrir una y muchas casas para ellos. Pero lo que denota su extraordinaria creatividad es que pensase que estos chicos y chicas no podían estar encerrados como en un manicomio, sino que podían aprender, ser útiles, trabajar en tareas sencillas. En una palabra, otorgarles dignidad. Nueva Olonio explica muy bien la recuperación y rehabilitación mediante trabajos manuales en el campo. Un buen día, en un carro, se presentó en la zona pantanosa de Olonio. Un terreno insalubre e improductivo, lleno de mosquitos. Picos, palas, azadas, rastrillas, canales de drenaje, desmontes y allanamientos… todo para que, en poco tiempo, allí donde solo había aguas estancadas y malaria, surgiesen los primeros huertos, los primeros árboles frutales, pero también una casa grande para personas con discapacidad mental. Poco a poco, otros hombres y mujeres y niños fueron llegando a la zona y construyeron sus casas y levantaron una iglesia y una escuela. Surgió un pueblo nuevo, un vergel en una zona pantanosa e ‘imposible’.

            Una sociedad se mide por el respeto a las minorías y a los diferentes. Frente a las palabras insultantes del lenguaje ordinario para nombrarles (subnormales, anormales, idiotas, tontos…), don Guanella inventó una palabra: “buonifigli”, que podríamos traducir como ‘buenoshijos’, o utilizando el lenguaje rural castellano ‘inocentes’. Pero ‘buonifigli’ alude a los hijos mejores, queridos, amados, predilectos. Todos somos ‘buenoshijos’, porque todos somos intrínsecamente imperfectos, frágiles, discapacitados. Y todos somos “discapacitados queridos, cuando alguien nos ame con un amor de predilección”.  Escribía Luis Guanella: “Los ‘buenoshijos’ … todo lo que les falta en la mente les sobra en el corazón. Son harto sensibles a la bondad que se usa con ellos. Por lo tanto, es preciso abstenerse de tratarles con brusquedad, y, en cambio, comprender sus manías. Nadie puede culparles de nada, sino que, por el contrario, se les debe tratar con gran ternura”.

La discapacidad es también un espejo en el cual podemos mirarnos. La discapacidad nos remite a nuestra propia vulnerabilidad e imperfección. Y es esta fragilidad la que nos torna humanos. Solo si recordamos el barro del que estamos formados, seguiremos siendo humanos, además de hombres y mujeres. Como nos ha enseñado Enmanuel Lévinas, “todo rostro es un mandamiento para el que lo mira: No me matarás”. Cada rostro humano lleva una marca de sacralidad. Es la marca que el propio Dios escribió sobre Caín, el asesino de Abel.

Al mismo tiempo que avanzamos por el camino de sabernos frágiles e imperfectos, debemos promover la defensa de las personas que conviven con una discapacidad. En la sociedad observamos movimientos esquizofrénicos. Por un lado, se dan avances extraordinarios en el campo de la inserción laboral y social de estas personas. Por otro lado, las leyes permiten la eliminación, en el seno materno, de estos seres, apenas se detecte alguna anomalía en el feto. También constatamos que, en una sociedad tecnificada y compleja y en una sociedad que aspira a crear el ‘superhombre’ y la ‘supermujer’, las personas afectadas por algún tipo de discapacidad, juegan con clara desventaja. Solamente una sociedad que ve más allá de la inteligencia y del éxito profesional o de la perfección del cuerpo, puede llegar a admirar y a hacer suyos esos valores de los que ellos andan sobrados: la inocencia, el perdón, la falta de prejuicios, la no competitividad, la capacidad para disfrutar de las cosas sencillas, el agradecimiento, el ritmo lento y la alegría porque sí…

Curiosamente, y lo confirman padres y cuidadores, las personas con discapacidad mental suelen ser buenas lectoras del alma humana, porque son capaces de ver lo que hay por detrás de nuestra fachada de seguridad, honorabilidad, profesionalidad, vestimenta y posesiones. Ellos atraviesan con su sexto sentido –Simone Weill hablaba de ‘genialidad’- nuestra epidermis y ven la mucha o poca valía de nuestro corazón.

“Hay en mí –escribe Soren Kierkegaard- una simpatía por el hombre puro y simple, por ejemplo, por los enfermos y los infelices, los tardos de mente, etc. He aprendido a dar gracias a Dios por esta simpatía como por un don”. Que esta sea también nuestra acción de gracias en la plegaria de cada día.

  


Próximo domingo: Cap. 7.- Una temporada en Olmo.

 

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