Por los pasillos y las estancias de los palacios
de Palermo y Santa Margherita de Belice, Giuseppe Tomasi (1896-1957), príncipe de
Lampedusa y duque de Palma di Montechiaro, “fue
aprendiendo, desde muy joven, el camino de la soledad y la compañía de los
libros”.
Es lo que hizo durante toda su vida:
“buscar la soledad y amar los libros”. Amaría también, y detestaría, la isla de
Sicilia. El hombre más culto de Sicilia, el que mejor conocía su paisaje y el
alma de sus paisanos, se decidió en 1954 a escribir un libro, El gatopardo. Un libro que él nunca vio
publicado. Las dos principales editoriales de Italia rechazarían el manuscrito,
porque les parecía una novela rancia, decimonónica. Los responsables de Einaudi
y Mondadori no se lo perdonarían nunca. ¿Cómo les pudo fallar su ojo clínico?
La mejor novela italiana del siglo XX pasó ante sus ojos y ellos no la
reconocieron. Ambos eran esclavos de sus prejuicios de clase y de una ideología
política –en este caso de izquierdas- incapaz de admitir que una novela que
versase sobre gentes con título nobiliario pudiera ser buena literatura.
Pero resulta que el libro se convirtió en un
fenómeno editorial. Fue el escritor Giorgio
Bassani el que removió Roma con Santiago hasta lograr su publicación. El
libro contó con el favor del público y la novela entró por derecho propio en la
Historia de la Literatura italiana.
El Gatopardo tuvo, además, la suerte de ser
llevada al cine, impecablemente, por el gran Luchino Visconti. La novela está ambientada en la época de la
Unificación italiana. El gatopardismo ha pasado a definir la astucia y el cinismo
con los que los partidarios del Antiguo Régimen se adaptaron al triunfo de la
revolución, para beneficio propio, como exactamente refleja una frase lapidaria
de la novela: “Es preciso que todo
cambie, para que todo siga igual”. Basta con echar una rápida mirada al
mundo para darse cuenta de que los poderosos se amoldan a los tiempos para
seguir gobernando este mundo.
Pero la novela es también el acta notarial de
una época, de un estilo de vida, de una aristocracia rancia que asiste,
impertérrita o nerviosa, a su propia decadencia y a sus ansias por sobrevivir y
seguir mandando en una situación política que, en principio, les es adversa.
Todo cambia, pero Sicilia no cambia. No cambia el paisaje seco, ni la altivez
de la aristocracia, ni la reciedumbre de los palacios, ni el oropel de los
bailes. Tal vez, en el fondo, el Gatopardo es una meditación barroca sobre la
muerte y la resistencia a morir de los individuos y de las clases sociales. Una
historia de ocasos.
Giuseppe Tomasi había nacido en Palermo en
1896. Una madre absorbente que ejerció una gran influencia en su vida y un
padre desapegado fueron su compañía en los vetustos palacios sicilianos.
Durante la Primera Guerra Mundial partió para el frente. Fue hecho prisionero
por los austriacos y recluido en un campo húngaro de donde escapó y consiguió
llegar a pie a Italia.
“Era un hombre muy tímido, no le gustaban
las multitudes, tenía un elevado sentido de su clase social, se relacionaba con
unos pocos amigos, hablaba varios idiomas y sus conocimientos eran tan amplios,
que sus conocidos le llamaban ‘el monstruo”, comentaba su biógrafo, David
Gilmour.
Se casó con la aristócrata, de origen
letón, Alexandra Wolff Stomersee. La pareja se instaló en Palermo. Pero las
relaciones imposibles entre suegra y nuera hacían inviable habitar el mismo
palacio. Alexandra abandonó Sicilia, y solamente volvería a Palacio tras la
muerte de la madre de Giuseppe Tommasi.
Hijo
único (su hermana había muerto de pequeña de difteria) y sin herederos, adoptó
a un primo lejano y discípulo suyo en las tertulias literarias, Giacomo di Lanza, que finalmente heredó
el título de príncipe de Lampedusa, y que ha mantenido viva la memoria del
escritor.
El
escritor viajero Javier Reverte buscó en Palermo el rastro del autor de El
gatopardo: “Caminando por Palermo, me
parecía que el hombre que más amó y mejor comprendió Sicilia fue, al mismo
tiempo, quien más la detestaba. Era profundamente agnóstico. La cultura que
poseía le había convertido en un escéptico. Pero se sentía monárquico y
rezumaba clasismo. No soportaba la ignorancia y, en consecuencia, no se dignaba
a corregirla en público”.
Cuando la muerte le llegó mientras dormía en
la casa de Roma, Giuseppe Tomasi estaba recibiendo tratamiento por un cáncer
que se le había diagnosticado poco tiempo antes. En su testamento, pidió que “se intentase la publicación de su novela
aunque no a expensas de sus herederos, porque eso sería humillante”. Y también
que en el entierro solo estuviesen presentes su esposa, su hijo adoptado y la
novia de éste, los únicos seres vivos a quienes decía amar, junto con su perro
Pop.
La novela empieza con un latinajo “Nunc et in hora mortis nostrae. Amen”. “Y ya la muerte y la belleza no nos
abandonan en todo el relato”. En el cementerio de los capuchinos de
Palermo, en una sencilla tumba rodeada de una verja de hierro reposa el autor que
dolorosamente dejó este mundo sin ver publicado su manuscrito en el que él tenía
una fe absoluta.
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