miércoles, 14 de abril de 2021

El príncipe del gatopardo




Por los pasillos y las estancias de los palacios de Palermo y Santa Margherita de Belice, Giuseppe Tomasi (1896-1957), príncipe de Lampedusa y duque de Palma di Montechiaro, “fue aprendiendo, desde muy joven, el camino de la soledad y la compañía de los libros”.

            Es lo que hizo durante toda su vida: “buscar la soledad y amar los libros”. Amaría también, y detestaría, la isla de Sicilia. El hombre más culto de Sicilia, el que mejor conocía su paisaje y el alma de sus paisanos, se decidió en 1954 a escribir un libro, El gatopardo. Un libro que él nunca vio publicado. Las dos principales editoriales de Italia rechazarían el manuscrito, porque les parecía una novela rancia, decimonónica. Los responsables de Einaudi y Mondadori no se lo perdonarían nunca. ¿Cómo les pudo fallar su ojo clínico? La mejor novela italiana del siglo XX pasó ante sus ojos y ellos no la reconocieron. Ambos eran esclavos de sus prejuicios de clase y de una ideología política –en este caso de izquierdas- incapaz de admitir que una novela que versase sobre gentes con título nobiliario pudiera ser buena literatura.

Pero resulta que el libro se convirtió en un fenómeno editorial. Fue el escritor Giorgio Bassani el que removió Roma con Santiago hasta lograr su publicación. El libro contó con el favor del público y la novela entró por derecho propio en la Historia de la Literatura italiana.

El Gatopardo tuvo, además, la suerte de ser llevada al cine, impecablemente, por el gran Luchino Visconti. La novela está ambientada en la época de la Unificación italiana. El gatopardismo ha pasado a definir la astucia y el cinismo con los que los partidarios del Antiguo Régimen se adaptaron al triunfo de la revolución, para beneficio propio, como exactamente refleja una frase lapidaria de la novela: “Es preciso que todo cambie, para que todo siga igual”. Basta con echar una rápida mirada al mundo para darse cuenta de que los poderosos se amoldan a los tiempos para seguir gobernando este mundo.

Pero la novela es también el acta notarial de una época, de un estilo de vida, de una aristocracia rancia que asiste, impertérrita o nerviosa, a su propia decadencia y a sus ansias por sobrevivir y seguir mandando en una situación política que, en principio, les es adversa. Todo cambia, pero Sicilia no cambia. No cambia el paisaje seco, ni la altivez de la aristocracia, ni la reciedumbre de los palacios, ni el oropel de los bailes. Tal vez, en el fondo, el Gatopardo es una meditación barroca sobre la muerte y la resistencia a morir de los individuos y de las clases sociales. Una historia de ocasos.

Giuseppe Tomasi había nacido en Palermo en 1896. Una madre absorbente que ejerció una gran influencia en su vida y un padre desapegado fueron su compañía en los vetustos palacios sicilianos. Durante la Primera Guerra Mundial partió para el frente. Fue hecho prisionero por los austriacos y recluido en un campo húngaro de donde escapó y consiguió llegar a pie a Italia.

            “Era un hombre muy tímido, no le gustaban las multitudes, tenía un elevado sentido de su clase social, se relacionaba con unos pocos amigos, hablaba varios idiomas y sus conocimientos eran tan amplios, que sus conocidos le llamaban ‘el monstruo”, comentaba su biógrafo, David Gilmour.

            Se casó con la aristócrata, de origen letón, Alexandra Wolff Stomersee. La pareja se instaló en Palermo. Pero las relaciones imposibles entre suegra y nuera hacían inviable habitar el mismo palacio. Alexandra abandonó Sicilia, y solamente volvería a Palacio tras la muerte de la madre de Giuseppe Tommasi.

            Hijo único (su hermana había muerto de pequeña de difteria) y sin herederos, adoptó a un primo lejano y discípulo suyo en las tertulias literarias, Giacomo di Lanza, que finalmente heredó el título de príncipe de Lampedusa, y que ha mantenido viva la memoria del escritor.

            El escritor viajero Javier Reverte buscó en Palermo el rastro del autor de El gatopardo: “Caminando por Palermo, me parecía que el hombre que más amó y mejor comprendió Sicilia fue, al mismo tiempo, quien más la detestaba. Era profundamente agnóstico. La cultura que poseía le había convertido en un escéptico. Pero se sentía monárquico y rezumaba clasismo. No soportaba la ignorancia y, en consecuencia, no se dignaba a corregirla en público”. 

Cuando la muerte le llegó mientras dormía en la casa de Roma, Giuseppe Tomasi estaba recibiendo tratamiento por un cáncer que se le había diagnosticado poco tiempo antes. En su testamento, pidió que “se intentase la publicación de su novela aunque no a expensas de sus herederos, porque eso sería humillante”. Y también que en el entierro solo estuviesen presentes su esposa, su hijo adoptado y la novia de éste, los únicos seres vivos a quienes decía amar, junto con su perro Pop.

La novela empieza con un latinajo “Nunc et in hora mortis nostrae. Amen”. “Y ya la muerte y la belleza no nos abandonan en todo el relato”. En el cementerio de los capuchinos de Palermo, en una sencilla tumba rodeada de una verja de hierro reposa el autor que dolorosamente dejó este mundo sin ver publicado su manuscrito en el que él tenía una fe absoluta.

 










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