En diciembre de 2010 la catedral de Burgos se llenó de
jóvenes mujeres vestidas con túnicas vaqueras y pañoletas azules. Acababa de
surgir una nueva congregación de clausura, un hecho insólito en este siglo de
claustros abandonados. La nueva orden monástica tomó el nombre de Iesu Comunio.
Y pronto se empezó a hablar de un pequeño milagro en el erial de la vida contemplativa
de estos tiempos.
Algunos años antes, una joven de Aranda de Duero, de
17 años, María José Berzosa, por
pura rebeldía, se larga a Francia con unos amigos. “Buscamos un alojamiento
para dormir y encontramos un motel muy barato en Burdeos. A media noche una
joven con la cara ensangrentada pedía auxilio; le habían pegado. Nadie me
quiere –sollozaba la mujer-, mi vida es un infierno, no tengo a nadie. La joven de Aranda de Duero le preguntó su
nombre. “Véronique”, le contestó una
voz doliente y sedienta de afecto. Ese nombre se grabó en su corazón, y no lo
olvidaría nunca.
Pero Véronique,
a su vez, le había hecho una pregunta a María José: “¿No sabes dónde estás?”
Véronique quería decir si desconocía la mala fama de ese motel donde ella ‘trabajaba’.
Pero esa pregunta se grabó a fuego en la joven María José. Efectivamente ella
no sabía dónde estaba, por qué regiones vagaba, por qué caminos su vida podía
despeñarse. Poco después, María José, llamó a las puertas de las clarisas de
Lerma para ser admitida como novicia. Cuando tuvo que elegir su nuevo nombre
como religiosa clarisa, no se lo pensó dos veces: Verónica.
Lo demás es ya
historia. A la clausura de Lerma
siguieron llamando, con inusitada frecuencia, jóvenes de distinta procedencia,
y en general muy preparadas intelectualmente. Fueron tantas y tantas que tenían
que dormir en literas en las austeras celdas clarisas. Todas ellas, convencidas
de que algo nuevo había surgido en ese convento de Lerma, pidieron permiso para
fundar una nueva orden monástica: Iesu
Communio.
Un pequeño
libro “Tu sed, mi sed” ha llegado a
mis manos. Recoge diversas intervenciones de la Madre Verónica ante auditorios
no poco selectos. El título refleja bien la espiritualidad de esta monja de
preciosos ojos azules: la sed. Todos nos sentimos sedientos. Acertar o errar la
fuente significa acertar o errar la propia existencia. Queremos beber y nos
equivocamos de bebida. Bonitos envases de bebida nos seducen, pero contienen
líquidos que no sacian, ni quitan la sed, sino que dejan más sed, más
resaca, más decepción y más
desesperación.
Para Madre
Verónica solo el Gran Sediento puede
saciar nuestra sed. No olvidaría nunca el impacto que le produjo a sus 17 años
“ver literalmente una alfombra humana de jóvenes tirados por tierra, víctimas
del alcohol y de la droga, sin poder sostenerse en pie, derrumbados,
desorientados y arrodillados por las vanas promesas de felicidad que ofrece el
mundo”. Ellos también
eran jóvenes sedientos, que habían acudido a una fuente equivocada. Una bebida-veneno
que les iba matando poco a poco, porque “un
náufrago puede morir de sed en medio del océano a pesar de estar rodeado de
agua, de un agua que no es capaz de calmar su sed, sino de agravarla hasta
enfermar y morir”
Con la impaciencia de su juventud, ella entró en el
convento dispuesta a alcanzar la santidad y a alcanzarla ya. Confiaba en sus
fuerzas y en su voluntarismo, pero no en Dios. Y cada día su rostro se llenaba
de más tristeza y pesadumbre. Un día, la monja más anciana del convento, una
mujer que apenas sabía leer y escribir, pero que tenía una gran familiaridad
con Dios, le preguntó por qué tenía ese rostro tan turbado y ansioso y le invito
a mirar a Jesús, señalando el Santísimo.
Poco después, encontró una frase de San Ireneo de Lyon: “La gloria de Dios es el hombre viviente y la vida del hombre es ver a
Dios”. San Ireneo, desde entonces, es alimento y bebida para esta joven
comunidad monástica que en 2016 se trasladó a un antiguo convento franciscano
en La Aguilera, a las afueras de
Aranda de Duero.
En 2008, yo también vi escrito en inglés esta frase ‘I’m thirsty’ en un cartelón de un humilde
comedor. La sed también formaba parte de la espiritualidad de Madre Teresa
de Calcuta. Recuerdo vivamente la escena: en el comedor de Kinshasa-El Congo, decenas
y decenas de huérfanos esperaban impacientes a que las monjas de sari blanco
con ribetes azules llenasen sus platos de comida y sus vasos de agua.
Pero como el hombre no vive solo de pan y agua, sino
también de espíritu y de Dios, desde 2010, la comunidad de orantes de Iesu
Communio intenta contagiar esta sed y a la vez ofrecer esta agua de Dios a
quienes se acercan, de mil formas diferentes, a su oración, su trabajo, sus
dulces, su comunidad, sus redes. Por
eso no extrañan testimonios como el que abre el libro y que recoge el
desconcierto de una joven después de una convivencia con las monjas de Iesu
Communio: “Pero, qué estáis diciendo? O
vivís fuera de la realidad sin pisar la tierra o, si es verdad la alegría que
veo y lo que decís, no puedo ocultar mi enfermedad: mi enfermedad es que no
conozco al Señor”.
Por cierto, el gritó de Cristo:
“tengo sed” suena en hebreo así:
“Tsajená”.
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