La cajera del súper hubiera preferido
quedarse en casa durante los meses de confinamiento porque tiene dos niños
pequeños. Pero si todos los empleados de los supermercados se hubieran tomado vacaciones en
esas semanas, ¿quién habría atendido a la gente?, ¿Quién habría dado de comer a
los españoles?
En aquellos meses para olvidar, ante la
cajera, pasaban todos los días cientos de clientes, todos susceptibles de estar
contagiados; posiblemente algunos enfermos asintomáticos; otros con síntomas
claros, pero a los que no se hacía una PCR, simplemente porque no había. Cientos
de clientes pasaban cada día delante de ella. Iban con mascarillas usadas,
sucias de días, porque en ningún sitio vendían mascarillas. Llegaban con
mascarillas hechas en casa, con más voluntad que eficacia. A pocos centímetros
de su cara, los clientes metían en una bolsa los artículos o recogían la
cuenta. La cajera abría el monedero de algún anciano y le contaba las monedas porque
se hacía un lío con el importe y no acertaba.
La cajera del súper ya no iba bien peinada en
aquellas semanas. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Ya no se
pintaba la raya del ojo ni se aplicaba un poco de colorete, así que parecía un
poco más cansada y un poco más vieja, si es que se puede ser vieja a una edad
en la que aún se es muy joven. Pero todos andábamos más cansados y más viejos
en aquellos días. Y sobre todo más tristes.
La cajera había dicho a una anciana que vivía
sola y que venía a menudo por el supermercado: “Ni se te ocurra salir de casa y venir al súper. Dame tu número de
teléfono. Ya te llamo yo; me dices lo que necesitas y te lo acerco, mujer, que
ya no tienes edad para andar por aquí con la que está cayendo”. Así que
cuando la cajera cerraba la caja, se acercaba a casa de la anciana y le llevaba
dos cajas de leche, un paquete de fideos, unas pechugas de pollo y un kilo de
plátanos.
Cuando la cajera del supermercado llegaba de
noche a su casa, su niño pequeño la esperaba pegado al cristal de la ventana
con un dibujo en la mano: globos de colores y un “Te quiero, mamá”. Por
aquellos días, a los empleados de los supermercados y tiendas de alimentación
se les llamaba ‘trabajadores esenciales’, aunque los aplausos no iban para
ellos, solo para los sanitarios que, efectivamente, estaban llenando hospitales
y ucis de un heroísmo y de una humanidad que nunca habíamos conocido en las
últimas generaciones. Solo más tarde, supimos que la un buen número de sanitarios
se había pasado el confinamiento mano sobre mano, más panchos que otra cosa.
La cajera del súper, al igual que todos los
trabajadores del sector de la alimentación, del transporte y un largo etcétera…
se les dejó de considerar “esenciales” cuando llegó el tiempo de las vacunas y
de las prioridades. En este tiempo de vacunación, si alguno se saltaba el orden
prescrito, se le ponía a caldo, se daba la noticia en la tele, se le tachaba de
persona abyecta y sin principios, y se le condenaba en juicio sumarísimo, como
si hubiera cometido un asesinato o varios.
Durante los meses duros de confinamiento, los
jugadores de fútbol y todo su mundillo de vividores, se dedicaron a vivir
plácidamente en sus casoplones de metros y metros, en sus jardines amplios, en
sus gimnasios de aparatos sofisticados. De vez en cuando, se asomaban a las
redes sociales, con sus pectorales perfectos, su sonrisa envidiable y su pelo
arreglado, para dar ánimos a los pobres mortales de la calle y a aconsejar
positividad a sus muchos aficionados a los que la pandemia había privado de la
maravilla de sus patadones.
Ahora, los que gobernando, desgobiernan, dicen
que, ante el acontecimiento cósmico de la Eurocopa de Fútbol, es preciso
vacunar a los futbolistas y que esta excepción excepcional es entendible por la
sociedad española. Es tan excepcional la medida y mi cabeza tan poco
excepcional, que no la entiendo.
Yo, y lo digo con toda humildad, y tal vez
con toda la incorrección política que se estime conveniente, hubiera preferido
que hubieran vacunado a la cajera del súper que siguió en su puesto, como una valiente
soldado, en tiempos de la 1ª Guerra Mundial del Covid, cuando centenares de clientes,
¿sanos, enfermos, contagiados, histéricos, moribundos, aprensivos, temerosos,
hipocondriacos, negacionistas, deprimidos? pasaban cada día delante de ella, para
llenar la cesta de leche, papel higiénico, levadura y azúcar, y que, con ella,
compartían sus aerosoles personales.
La cajera del súper tiene un sueldo de poco
más de mil euros. No sé los que gana un futbolista. Probablemente una cantidad
que yo no sepa leer, porque en la escuela unitaria de niños donde aprendí a
sumar, el maestro nos dijo en una ocasión que cifras de más de cinco dígitos no
íbamos a manejar nunca en nuestra existencia humilde ni chicos de pueblo.
La cajera del súper aún tendrá que trabajar
muchos años para pagar la hipoteca de un piso donde, eso sí, cada noche la
espera un niño precioso pegado al cristal de la ventana.
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