miércoles, 16 de junio de 2021

La cajera del súper




La cajera del súper hubiera preferido quedarse en casa durante los meses de confinamiento porque tiene dos niños pequeños. Pero si todos los empleados de los supermercados se hubieran tomado vacaciones en esas semanas, ¿quién habría atendido a la gente?, ¿Quién habría dado de comer a los españoles?

En aquellos meses para olvidar, ante la cajera, pasaban todos los días cientos de clientes, todos susceptibles de estar contagiados; posiblemente algunos enfermos asintomáticos; otros con síntomas claros, pero a los que no se hacía una PCR, simplemente porque no había. Cientos de clientes pasaban cada día delante de ella. Iban con mascarillas usadas, sucias de días, porque en ningún sitio vendían mascarillas. Llegaban con mascarillas hechas en casa, con más voluntad que eficacia. A pocos centímetros de su cara, los clientes metían en una bolsa los artículos o recogían la cuenta. La cajera abría el monedero de algún anciano y le contaba las monedas porque se hacía un lío con el importe y no acertaba.

La cajera del súper ya no iba bien peinada en aquellas semanas. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Ya no se pintaba la raya del ojo ni se aplicaba un poco de colorete, así que parecía un poco más cansada y un poco más vieja, si es que se puede ser vieja a una edad en la que aún se es muy joven. Pero todos andábamos más cansados y más viejos en aquellos días. Y sobre todo más tristes.

La cajera había dicho a una anciana que vivía sola y que venía a menudo por el supermercado: “Ni se te ocurra salir de casa y venir al súper. Dame tu número de teléfono. Ya te llamo yo; me dices lo que necesitas y te lo acerco, mujer, que ya no tienes edad para andar por aquí con la que está cayendo”. Así que cuando la cajera cerraba la caja, se acercaba a casa de la anciana y le llevaba dos cajas de leche, un paquete de fideos, unas pechugas de pollo y un kilo de plátanos.

Cuando la cajera del supermercado llegaba de noche a su casa, su niño pequeño la esperaba pegado al cristal de la ventana con un dibujo en la mano: globos de colores y un “Te quiero, mamá”. Por aquellos días, a los empleados de los supermercados y tiendas de alimentación se les llamaba ‘trabajadores esenciales’, aunque los aplausos no iban para ellos, solo para los sanitarios que, efectivamente, estaban llenando hospitales y ucis de un heroísmo y de una humanidad que nunca habíamos conocido en las últimas generaciones. Solo más tarde, supimos que la un buen número de sanitarios se había pasado el confinamiento mano sobre mano, más panchos que otra cosa.

La cajera del súper, al igual que todos los trabajadores del sector de la alimentación, del transporte y un largo etcétera… se les dejó de considerar “esenciales” cuando llegó el tiempo de las vacunas y de las prioridades. En este tiempo de vacunación, si alguno se saltaba el orden prescrito, se le ponía a caldo, se daba la noticia en la tele, se le tachaba de persona abyecta y sin principios, y se le condenaba en juicio sumarísimo, como si hubiera cometido un asesinato o varios.

Durante los meses duros de confinamiento, los jugadores de fútbol y todo su mundillo de vividores, se dedicaron a vivir plácidamente en sus casoplones de metros y metros, en sus jardines amplios, en sus gimnasios de aparatos sofisticados. De vez en cuando, se asomaban a las redes sociales, con sus pectorales perfectos, su sonrisa envidiable y su pelo arreglado, para dar ánimos a los pobres mortales de la calle y a aconsejar positividad a sus muchos aficionados a los que la pandemia había privado de la maravilla de sus patadones.

Ahora, los que gobernando, desgobiernan, dicen que, ante el acontecimiento cósmico de la Eurocopa de Fútbol, es preciso vacunar a los futbolistas y que esta excepción excepcional es entendible por la sociedad española. Es tan excepcional la medida y mi cabeza tan poco excepcional, que no la entiendo.

Yo, y lo digo con toda humildad, y tal vez con toda la incorrección política que se estime conveniente, hubiera preferido que hubieran vacunado a la cajera del súper que siguió en su puesto, como una valiente soldado, en tiempos de la 1ª Guerra Mundial del Covid, cuando centenares de clientes, ¿sanos, enfermos, contagiados, histéricos, moribundos, aprensivos, temerosos, hipocondriacos, negacionistas, deprimidos? pasaban cada día delante de ella, para llenar la cesta de leche, papel higiénico, levadura y azúcar, y que, con ella, compartían sus aerosoles personales.

La cajera del súper tiene un sueldo de poco más de mil euros. No sé los que gana un futbolista. Probablemente una cantidad que yo no sepa leer, porque en la escuela unitaria de niños donde aprendí a sumar, el maestro nos dijo en una ocasión que cifras de más de cinco dígitos no íbamos a manejar nunca en nuestra existencia humilde ni chicos de pueblo.

La cajera del súper aún tendrá que trabajar muchos años para pagar la hipoteca de un piso donde, eso sí, cada noche la espera un niño precioso pegado al cristal de la ventana.

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