Hace más de 30 años, cuando vivía en Salamanca, leí Juegos de la edad tardía, la novela
revelación de Luis Landero. Al propio autor lo conocí por aquel entonces en una
conferencia en la que reveló su gran sentido del humor, su vida un poco
quijotesca y su deuda con Cervantes.
Esta
misma tarde he acabado otra de sus novelas, Lluvia fina (publicada en 2019). Hacía tiempo que no me encontraba
con una novela tan buena de un autor español. Así que no cabe sino la
celebración. ¡Son tan pocos los libros buenos que uno lee a lo largo de un año!
No es de extrañar que, cuando me encuentro con uno de ellos, me siento
recompensado por las muchas veces que me topo con novelas insulsas, aunque
millonarias en ventas, que se adaptan al patrón que en cada momento marca el merchandising y la industria cultural
que, evidentemente, es sobre todo industria.
Ya
desde la primeara página el autor (Alburquerque-Badajoz, 1948) nos dice que “los relatos no son inocentes. Quizá tampoco
lo sean las conversaciones de diario, los descuidos y equívocos verbales o el
hablar por hablar. Hay algo en las palabras que, ya de por sí, entraña un
riesgo, una amenaza, y no es verdad que el viento se las lleva tan fácilmente
como dicen”.
Y de palabras
no inocentes, sino peligrosas, va este libro. Una celebración de la palabra. No
una fiesta, que es distinto. Las palabras hieren, matan, golpean. Las palabras
las carga el diablo, y las aletarga, pero nunca las mata, el tiempo.
Aurora recibe palabras y palabras durante toda su vida. Buena escuchante y buena
receptora de palabras, a ella acuden todos para desaguar palabras, para
lanzarlas como proyectiles. La novela abarca apenas seis días en la vida de una
familia, los que van desde que Gabriel, el marido de Aurora, decide organizar
una comida por el 80 cumpleaños de la
madre, hasta que él mismo cancela
dicha comida. Un bienintencionado Gabriel intenta que todos los miembros de la familia
olviden viejos reconcomios y agravios, y desea que un menú de delicatessen borre tantos recuerdos
amargos. Pero los familiares, no solo no olvidan, sino que despiertan agravios,
resucitan injusticias y desdenes, insuflan savia nueva a desprecios y rencores.
Todos a una, todos contra todos, confiesan a Aurora, el elemento neutro de la
familia, sus vidas despeñadas, sus secretos, sus rencores, sus frustraciones,
sus odios. Gabriel, Sonia, Andrea,
Horacio y la madre se lanzan a una guerra de llamadas telefónicas para
imponer su versión de los hechos, para alimentar, con nueva energía y nueva savia,
viejos recuerdos empolvados, pero más vivos que nunca. Una despiadada carrera
para imponer el relato propio por encima del relato ajeno. Solo la escritura
puede obrar el milagro de mostrarnos todos los relatos en paralelo, de forma
que el lector sea el escribidor, en su cabeza, de la historia.
El libro nos
hace caer en la cuenta de que nuestra verdad, no es la Verdad. Ni nuestra
historia es la Historia. Todos merecemos a la vez la condena y la absolución,
porque nunca nadie es íntegro del todo ni del todo culpable. Y todos somos de “ideas fijas momentáneas”, otro hallazgo
de la novela. Solo los puros, tal vez a la manera de Aurora, o del padre de la
familia, muerto y evocado, pueden extender sobre nuestras miserias una capa de
misericordia.
Las palabras no
se las lleva el viento. Nunca. Sino que el viento las zarandea para espetarlas
una y otra vez contra todos y, por supuesto, contra nosotros. El odio, parece
decirnos la novela, es un sentimiento acaso más fuerte que el amor, porque es
capaz de hacernos desplegar una energía y una memoria inusitada, proteica.
Y en esta
batalla verbal y memorística, Aurora, el cofre donde se deposita el acta
notarial de toda la familia, se pregunta quién es en verdad el hombre al que
está unida desde hace 20 años. Por eso, Aurora, la que no tiene relato, el
almacén de los relatos de los demás, se pregunta también quién es ella, dónde
está su futuro. Y quizás por ello se ve abocada a no tener futuro, porque
renuncia de antemano a la montaña de palabras que hieren y quitan la vida.
La novela
despliega con maestría, al igual que lo hace un arqueólogo que descubre aquí y
allá trozos de una vasija rota, detalles inconexos, fragmentos, voces dispersas,
palabras que evocan, palabras que velan otras palabras, para al final recomponer
la vasija entera.
El autor de
Patria, Fernando Aramburu, después
de leer Lluvia Fina, dedicó a su autor el elogio más grande: “Yo, de este hombre, leería cualquier cosa,
hasta la lista de la compra”. Habrá que seguir leyendo a Luis Landero.
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