Un Joven, Samuel Luiz, ha muerto tras recibir una brutal paliza por parte de un grupo de jóvenes, cuyo número aún no ha sido confirmado.
A un joven de 24 años,
enfermero en una residencia de ancianos, le ha sido arrebatada la vida en un
acto de violencia que ha conmocionado a tantas personas de bien. En plena semana de celebraciones y
reivindicaciones del movimiento LGTBI, la muerte de Samuel ha tenido una
repercusión mediática sin precedentes, porque los medios de comunicación
reprodujeron, al día siguiente, que la paliza mortal tuvo lugar al grito de
“maricón”. Las manifestaciones en toda España no se han hecho esperar. Y
diversos movimientos y partidos, rápidamente, han querido sacar tajada del
cadáver caliente. En los días siguientes, hemos sabido que la paliza pudo
deberse a que Samuel y una amiga estaban haciendo una videollamada y otros
jóvenes pensaron que les estaban grabando. También hemos sabido que en la
paliza se dieron más gritos e insultos, como ‘subnormal’ e “hijo de puta”. Parece
ser que los agresores no conocían a la víctima y, por lo tanto, difícilmente
podrían saber su orientación sexual.
Lo único que sabemos con
certeza es que Samuel ha muerto violentamente. Y la vida de un ser humano, una
vez que ha sido derramada, ya no se
puede recoger. No hay marcha atrás. No se puede rebobinar la vida de una persona,
como si fuera una serie de Netflix. Los
judíos, cuando alguien moría, derramaban el agua de los cántaros para expresar
esa inexorable y dramática verdad de la muerte. La vida humana es así de frágil,
y no admite vuelta atrás.
Me gustaría destacar algunos
puntos de este lamentable suceso.
Uno. El
padre de Samuel, con verdadero talante cristiano, dejó un precioso mensaje en
el lugar donde el corazón de su hijo dejó de latir. Daba las gracias a los que
intentaron salvarle. Agradecía todo el cariño y las oraciones por su hijo y su
familia. Pedía a Dios que recompensara a todos los que en ese momento le habían
expresado afecto. Y declaraba -y esto es lo más importante-: “Nos quitaron la única luz que iluminaba nuestra
vida”. Y quienes son padres y madres entenderán esta potente metáfora. A un
padre y a una madre se les condena a la ceguera y a la oscuridad existencial, cuando
se les arrebata a un hijo. El padre, con gran sensatez, pedía que no quería
políticos ni banderas en el funeral de Samuel.
Algunos, desde el primer momento, quisieron adueñarse de la muerte de Samuel para hacer
campaña, sin respetar el duelo y el dolor de la familia. Otros, de todo
corazón, sencillamente manifestaron su pesar por la muerte violenta y su
cercanía a la familia.
Dos. Samuel
ha muerto y lo ha hecho a manos de otro u otros seres humanos. Estamos de nuevo ante Abel y ante Caín. Todo asesinato es un fratricidio porque todos
somos hermanos. Adjetivar el asesinato de homófobo, de machista, de racista,
¿es importante, es determinante, añade mayor crueldad a la muerte? Todos somos a secas seres humanos, con
nuestra historia, nuestro rostro, nuestros sueños, nuestro nombre. ¿Es más asesinato
o menos asesinato si a la víctima se la mata por ser homosexual o heterosexual,
por ser mujer o ser hombre, por ser gaditana o marroquí, por ser cristiana o
musulmana, por ser del Real Madrid o del Barça, por ser policía o por ser
periodista? ¿Son más víctimas algunas víctimas que otras? No pocas veces –lo
sabemos- la muerte tiene un llamado ‘móvil de odio’ (al extranjero, al
homosexual, a la mujer, al diferente), pero banalizar este móvil, hasta
convertirlo en causa partidista y en bandera de intereses, es peligroso, pues
se nos olvida que la vida de todos los seres humanos vale lo mismo. Lo
verdaderamente determinante es que a un ser humano inocente se le corta,
violentamente, el hilo de la existencia. Lo importante es distinguir la víctima
del verdugo.
Tres. Aún no
sabemos casi nada de los que propinaron la brutal paliza a Samuel. Pero fuese
como fuese, debemos preguntarnos qué es lo que está pasando. ¿Qué lleva a unos
jóvenes que comparten edad, diversión, ciudad, a patear hasta provocar la muerte
a otro joven? ¿Es la agresividad y la violencia que está siendo difundida día a
día desde los ámbitos políticos y los medios de comunicación?
¿Nadie les ha dicho a esos jóvenes que el rostro de otro ser humano es siempre
una orden para mí: “no me matarás”,
como hermosamente nos enseñó Enmanuel Lévinas? ¿No merece este hecho, más allá
de las condenas y las manifestaciones, una reflexión pausada y serena sobre la
manera de ver al otro, sobre la formas de resolver conflictos y opiniones
discrepantes, sobre las causas y los porqués de una violencia tristemente de
actualidad? ¿Qué raro placer lleva a un ser humano a golpear a otro, hasta destrozarle?
¿Un yo monstruoso que reduce al otro a mera cosa, la falta de normas y de una
ética ciudadana en tantos jóvenes que no alcanzan a distinguir el bien del mal, el coqueteo con las drogas, el
envalentonamiento de alcohol, la instalación en mundos virtuales donde herir,
golpear, matar es un juego con vuelta atrás?
Cuatro. Pienso
en los jóvenes que golpearon a Samuel. Han quitado la luz de los ojos de Samuel
y de los ojos de sus padres y amigos. Pero, en cierta forma, ellos también se
han quitado su propia luz. Herir, golpear, matar siempre mancha el corazón y
envilece el alma. Ellos también se han arruinado la vida y se la han arruinado
a sus seres queridos. Es verdad que ellos saldrán de la cárcel y reharán sus
vidas, algo que nunca podrá hacer Samuel. Pero también es verdad, como nos ha
enseñado el Génesis, que en lo más profundo de su corazón, una voz les
preguntará, hasta el final de sus días: “Dónde
está tu hermano, dónde está Samuel?
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