miércoles, 7 de julio de 2021

Samuel ha muerto

 



Un Joven, Samuel Luiz, ha muerto tras recibir una brutal paliza por parte de un grupo de jóvenes, cuyo número aún no ha sido confirmado.

A un joven de 24 años, enfermero en una residencia de ancianos, le ha sido arrebatada la vida en un acto de violencia que ha conmocionado a tantas personas de bien.  En plena semana de celebraciones y reivindicaciones del movimiento LGTBI, la muerte de Samuel ha tenido una repercusión mediática sin precedentes, porque los medios de comunicación reprodujeron, al día siguiente, que la paliza mortal tuvo lugar al grito de “maricón”. Las manifestaciones en toda España no se han hecho esperar. Y diversos movimientos y partidos, rápidamente, han querido sacar tajada del cadáver caliente. En los días siguientes, hemos sabido que la paliza pudo deberse a que Samuel y una amiga estaban haciendo una videollamada y otros jóvenes pensaron que les estaban grabando. También hemos sabido que en la paliza se dieron más gritos e insultos, como ‘subnormal’ e “hijo de puta”. Parece ser que los agresores no conocían a la víctima y, por lo tanto, difícilmente podrían saber su orientación sexual.

Lo único que sabemos con certeza es que Samuel ha muerto violentamente. Y la vida de un ser humano, una vez que ha sido derramada,  ya no se puede recoger. No hay marcha atrás. No se puede rebobinar la vida de una persona, como si fuera una serie de Netflix.  Los judíos, cuando alguien moría, derramaban el agua de los cántaros para expresar esa inexorable y dramática verdad de la muerte. La vida humana es así de frágil, y no admite vuelta atrás.  

Me gustaría destacar algunos puntos de este lamentable suceso.

Uno. El padre de Samuel, con verdadero talante cristiano, dejó un precioso mensaje en el lugar donde el corazón de su hijo dejó de latir. Daba las gracias a los que intentaron salvarle. Agradecía todo el cariño y las oraciones por su hijo y su familia. Pedía a Dios que recompensara a todos los que en ese momento le habían expresado afecto. Y declaraba -y esto es lo más importante-: “Nos quitaron la única luz que iluminaba nuestra vida”. Y quienes son padres y madres entenderán esta potente metáfora. A un padre y a una madre se les condena a la ceguera y a la oscuridad existencial, cuando se les arrebata a un hijo. El padre, con gran sensatez, pedía que no quería políticos ni banderas en el funeral de Samuel.  Algunos, desde el primer momento, quisieron  adueñarse de la muerte de Samuel para hacer campaña, sin respetar el duelo y el dolor de la familia. Otros, de todo corazón, sencillamente manifestaron su pesar por la muerte violenta y su cercanía a la familia.

Dos. Samuel ha muerto y lo ha hecho a manos de otro u otros seres humanos.  Estamos de nuevo ante Abel y ante Caín. Todo asesinato es un fratricidio porque todos somos hermanos. Adjetivar el asesinato de homófobo, de machista, de racista, ¿es importante, es determinante, añade mayor crueldad a la muerte?  Todos somos a secas seres humanos, con nuestra historia, nuestro rostro, nuestros sueños, nuestro nombre. ¿Es más asesinato o menos asesinato si a la víctima se la mata por ser homosexual o heterosexual, por ser mujer o ser hombre, por ser gaditana o marroquí, por ser cristiana o musulmana, por ser del Real Madrid o del Barça, por ser policía o por ser periodista? ¿Son más víctimas algunas víctimas que otras? No pocas veces –lo sabemos- la muerte tiene un llamado ‘móvil de odio’ (al extranjero, al homosexual, a la mujer, al diferente), pero banalizar este móvil, hasta convertirlo en causa partidista y en bandera de intereses, es peligroso, pues se nos olvida que la vida de todos los seres humanos vale lo mismo. Lo verdaderamente determinante es que a un ser humano inocente se le corta, violentamente, el hilo de la existencia. Lo importante es distinguir la víctima del verdugo.

Tres. Aún no sabemos casi nada de los que propinaron la brutal paliza a Samuel. Pero fuese como fuese, debemos preguntarnos qué es lo que está pasando. ¿Qué lleva a unos jóvenes que comparten edad, diversión, ciudad, a patear hasta provocar la muerte a otro joven? ¿Es la agresividad y la violencia que está siendo difundida día a día desde los ámbitos políticos y los medios de comunicación? ¿Nadie les ha dicho a esos jóvenes que el rostro de otro ser humano es siempre una orden para mí: “no me matarás”, como hermosamente nos enseñó Enmanuel Lévinas? ¿No merece este hecho, más allá de las condenas y las manifestaciones, una reflexión pausada y serena sobre la manera de ver al otro, sobre la formas de resolver conflictos y opiniones discrepantes, sobre las causas y los porqués de una violencia tristemente de actualidad? ¿Qué raro placer lleva a un ser humano a golpear a otro, hasta destrozarle? ¿Un yo monstruoso que reduce al otro a mera cosa, la falta de normas y de una ética ciudadana en tantos jóvenes que no alcanzan a distinguir el bien del mal, el coqueteo con las drogas, el envalentonamiento de alcohol, la instalación en mundos virtuales donde herir, golpear, matar es un juego con vuelta atrás?

Cuatro. Pienso en los jóvenes que golpearon a Samuel. Han quitado la luz de los ojos de Samuel y de los ojos de sus padres y amigos. Pero, en cierta forma, ellos también se han quitado su propia luz. Herir, golpear, matar siempre mancha el corazón y envilece el alma. Ellos también se han arruinado la vida y se la han arruinado a sus seres queridos. Es verdad que ellos saldrán de la cárcel y reharán sus vidas, algo que nunca podrá hacer Samuel. Pero también es verdad, como nos ha enseñado el Génesis, que en lo más profundo de su corazón, una voz les preguntará, hasta el final de sus días: “Dónde está tu hermano, dónde está Samuel?






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