Fue una de las
obras de arte que más me impactó en aquel libro de COU, año 1977, donde por
primera vez me asomé a la Historia del Arte. Cuando entré en el Museo del
Louvre, once años después, fui directamente a buscarla, porque esa quería que
fuese la “imagen” de mi primera visita al Museo parisino.
Colocada, con
afán teatral, en la escalera, la diosa alada se posa levemente en la proa de un
barco. Acéfala y sin brazos, sigue siendo el símbolo de la belleza eterna que
los griegos crearon para todos.
Inesperadamente,
fue descubierta en 1863 por Charles François Champoiseau, a la sazón vicecónsul
francés en la isla de Samotracia y arqueólogo aficionado. La isla de Samotracia
es una pequeña isla de Grecia localizada en el norte del mar Egeo, a pocos
kilómetros al oeste de la frontera marítima entre Grecia y Turquía. La
escultura apareció rota en cientos de fragmentos que, pacientemente los
arqueólogos pudieron unir, aunque su cabeza, sus pies y sus brazos nunca fueron
encontrados. Por conjeturas y por comparación con otras pequeñas estatuillas de
‘victorias’, podemos imaginar su postura completa. Poco después, aparecieron
varios restos que, una vez reunidos, sugirieron que era la proa de un barco,
donde la diosa alada posaba uno de sus pies. Todos los restos fueron llevados al
Museo del Louvre. Desde entonces, esta victoria de marmol es una seña de
identidad del arte griego, pero también del Museo del Louvre.
Para los
griegos, la victoria (Niké) se simbolizaba con la imagen de una mujer alada.
Los arqueólogos han descubierto muchas de estas Nikés que ahora se pueden ver
en diferentes museos, pero ninguna del tamaño monumental y del sorprendente
movimiento como la Victoria de Samotracia. Los expertos dicen que esta
escultura tiene muchas semejanzas con las obras del Altar de Pérgamo que hoy se
puede ver en Berlín.
Desde de 1885,
la Victoria de Samotracia, posada levemente en la proa de un navío, reina en la
escalera monumental del ala Sully del Museo del Louvre. Teatralmente situada en
un escenario grandioso, no deja indiferente a nadie. Erguida con firmeza, con
las alas desplegadas y el vestido surcado de pliegues por el efecto del viento
marítimo, la Victoria recibe el aplauso unánime de los millones de visitantes
que admiran la naturalidad de su pose, la gracia del movimiento, la
monumentalidad de su cuerpo, todo típico del periodo helenístico del arte
griego, que se inicia con la desaparición de Alejandro Magno en el año 323 A.C.
Durante el
tiempo que duró mi estancia en París, acudía cada jueves a la visita que un
especialista hacía de una de las obras maestras del Museo. Un jueves de mayo,
le tocó el turno a la Victoria de Samotracia. Durante una hora, la profesora de
arte fue desmenuzando todos los aspectos históricos y estéticos de la famosa
Niké. Al final de la charla, un hombre de algo más de sesenta años levantó la
mano para pedir la palabra. Su testimonio añadió, si cabe, más fuerza y belleza
a esta inolvidable escultura:
“En 1940, yo
era un joven de apenas 16 años, un estudiante interno de la Escuela de Beaux
Arts de París. Una noche, a las cuatro de la madrugada, inesperadamente
encendieron las luces del dormitorio y nos gritaron que nos vistiésemos de
prisa con nuestras mejores galas. Nuestro instructor nos comunicó que nos
dirigíamos al Louvre para ser testigos
de un hecho muy importante. A una cuarentena de alumnos nos hicieron subir a
dos camiones militares. Nos condujeron ante esta misma escalera. En ese momento
un buen número de trabajadores se afanaba, con cuerdas y tablones, en torno a
la Victoria de Samotracia. La bajaron del pedestal. La envolvieron en mantas y
la sujetaron con unas tablas. Después poco a poco fueron descendiéndola por las
escaleras. Nos hicieron formar un pasillo de honor. Y nos dijeron: “Grabad bien en vuestras retinas este
momento. Vosotros sois testigos. La Victoria de Samotracia y otras grandes
obras de arte abandonan esta noche París. Serán escondidas en un lugar que no puedo
revelaros, para que los alemanes, que ya están a cincuenta kilómetros de las
puertas de esta ciudad, no se la lleven. En este momento, no tenemos más opción
que llevarlas lejos de París. No sabemos cuándo podrán volver, porque no
sabemos quién ganará esta guerra. Vosotros sois testigos de nuestro intento de
preservar estas obras para Francia y para el Mundo”. Fue entonces cuando a
nuestro instructor se le saltaron las lágrimas. Yo y mis compañeros estábamos
ahí, con un nudo en la garganta por lo insólito del momento y por el miedo que
teníamos en nuestro corazón en aquellos días, y que compartíamos con todos los
parisinos”.
Fue entonces,
cuando el hombre se calló y también a él se le saltaron las lágrimas. Lo que
era una charla educativa sobre una obra de arte, se convirtió en un alegato
contra la guerra y lo que estas destruyen. Y también un canto a favor de la
conservación de las obras maestras para las generaciones venideras.
En aquel momento
de emoción francesa no caí en la cuenta. Pero después, al abandonar el Louvre, me
detuve en el Jardín de Luxemburgo a comer un bocata. Pensé, entonces, que los
franceses no habían querido que esta obra maestra cayera en manos de los alemanes.
Pero, muchos años atrás, esta estatua había salido de Grecia hacia el
extranjero, y por entonces ningún francés había dicho ni defendido que esta
Niké no tenía por qué ser arrebatada a los griegos, los artífices de esta
belleza que aún asombra al mundo.
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