miércoles, 9 de febrero de 2022

¿Sólo los abusos de la Iglesia?



Hace unos días el escritor Alejandro Palomas contó públicamente que había sido víctima de abusos sexuales cuando era un niño de 8 años en un colegio religioso en Barcelona: “Fui acosado, abusado y agredido sexualmente”. Con singular crudeza repasó sus vivencias sobre este hecho traumático que, solamente después de la muerte de su madre, había tenido el valor de contar. De toda su confesión me han llamado poderosamente la atención dos frases. Una. El religioso en cuestión, después de abusar de él, le increpaba: “¿ves lo que me haces hacer?”, descargando en un niño  vulnerable todo su pecado. Y dos. Como colofón de su declaración, y refiriéndose al día después de la violación, escribe: “A partir de ese momento llegó la noche más larga de mi vida de niño. Entré niño y salí superviviente”.

Después de esta espeluznante confesión, el autor emplazaba al Presidente del Gobierno a dar voz a las víctimas. Pedro Sánchez y la Fiscalía del Estado recogían el guante y tomaban las primeras medidas para nombrar una Comisión específica sobre los abusos cometidos en el seno de la Iglesia Católica.

Ya he hablado en otra ocasión en mi blog de este asunto tan espinoso, concretamente con motivo de la presentación del Informe Sauvé, sobre los abusos en Francia, y también de la lectura de John Boyne, Las huellas del silencio, una novela que transcurre en Irlanda.

Hasta este momento cada diócesis española tenía establecido un protocolo para recoger las denuncias de abusos y las correspondientes investigaciones y resarcimientos. Pero estos pasos, creo yo, han sido insuficientes. Ha faltado la voluntad de dar voz a las víctimas, de escuchar sus dramáticos testimonios, de pedirles perdón mirándoles a los ojos y de reparar las ofensas. Ha faltado una investigación a fondo que recogiera datos, testimonios y buscara soluciones al problema. Ha faltado un acto público y solemne de perdón y arrepentimiento. A la Iglesia española le ha faltado un poco de corazón, y también de inteligencia. Como decía el jesuita alemán y experto en este tema, Hans Zollner: “Los obispos (españoles) saben que no han hecho lo que tenían que hacer. Si la Iglesia no cumple con su deber, serán otros quienes lo hagan”.

Dicho esto, hay que preguntarse sobre la credibilidad que puede tener una Comisión nombrada por el Parlamento o el Gobierno. Dada la ideologización creciente en España, creo que hay que mostrar algunas reservas. Una Comisión no creíble daría resultados no creíbles.

El Informe Sauvé ha recibido en Francia muchos aplausos, pero también muchas críticas por su ‘escaso rigor científico’. Pocos meses antes de la presentación oficial del Informe, un miembro de la Comisión dio algunos datos: 27.000 abusos como máximo. Sin embargo, el Informe público hablaba de  330.000 niños abusados. Pero no era una cifra real, sino un número para ser matizado. La Comisión Sauvé hizo una encuentra entre 24.000 franceses para saber si habían sido víctimas o no de abusos en su infancia. Los datos fueron extrapolados a toda la población, y por una regla de tres salió la abultada cifra que llegó a todos los periódicos. Asimismo, el Informe recibió ásperas críticas por el empleo en el Informe del adjetivo ‘sistémico’, es decir se decía que en la Iglesia se habían cometido sistemáticamente abusos sobre niños en los últimos años 70 años. Al mismo tiempo se decía que a un 3% de los sacerdotes se les podía catalogar como abusadores. Nadie hablaría en su sano juicio de una práctica ‘sistemática’ cuando el 97% del clero estaba limpio de pecado. Es verdad que un solo abuso ya sería una enormidad; veintisiete mil abusos nos hablan de algo insoportable. Pero la cifra de 330.000 no se ajusta a la verdad y resulta poco creíble.

Desde el punto de vista moral, el abuso cometido por clérigos y religiosos supone uno de los capítulos más sombríos de la Iglesia Católica en los últimos siglos. Mientras desde los púlpitos se condenaba cualquier fechoría contra el sexto mandamiento, la podredumbre se acumulaba en conventos y colegios.

En estos días, las declaraciones del cardenal Blázquez han dado en la diana: “Todos hemos llegado tarde: Iglesia, familia y sociedad”. Y creo que es así. La Iglesia miró para otra parte, pensó más en la Institución que en las víctimas. Pero tampoco las familias ni la sociedad en su conjunto, ni los medios de comunicación, estuvieron a la altura. Denuncias en los juzgados ha habido y muchas, y desde hace bastantes años, pero nadie ha querido hablar de ello. Ni los políticos, ni las asociaciones de derechos humanos, ni los propios medios de comunicación. Es decir, estamos ante una culpa colectiva.

Se calcula que los abusos cometidos en el seno de la Iglesia representarían entre el 7 y el 10% del total. ¿Y el otro 90%? Las estadísticas, con su mayor o menos grado de fiabilidad, hablan de que el grueso de los abusos, hasta el 70%, se comete en el entorno familiar, especialmente por el padre biológico o por la pareja de la madre y el entorno de amigos. El otro 20% restante habría que buscarlo en asociaciones deportivas, asociaciones de ocio, centros de protección de menores y establecimientos que trabajan con menores. Si gravísimo es que un religioso o sacerdote cometa un abuso, ¿qué adjetivo utilizamos para el que comete el propio padre, familiar o amigo de la familia?

Estoy totalmente de acuerdo en que se cree una Comisión que escuche a las víctimas, recoja los datos, elabore una estadística, establezca resarcimientos y dé pautas de comportamiento y prevención para los años venideros. Pero, ¿por qué sólo una Comisión para los abusos cometidos en el seno de la Iglesia? ¿Por qué no una Comisión que estudie todos los casos? ¿Son acaso menos importantes las víctimas de un padre o un padrastro desalmado, de un entrenador, de un cuidador de un centro de menores?

Si realmente nos interesan los menores, si realmente nos interesan las víctimas, la Comisión debe alcanzar a todos los que han sido agredidos o abusados, y no solamente a las víctimas de la Iglesia Católica.

En una España polarizada, una Comisión nombrada por los partidos o por los miembros del Gobierno me temo que no actúe con ecuanimidad e independencia. Los ciudadanos de a pie no entenderán, por ejemplo, que se quiera investigar los abusos cometidos en la Iglesia hace décadas, pero no los abusos cometidos contra menores en centros tutelados en Baleares, un hecho bastante reciente, del que los políticos, que deberían haber protegido a esos menores tutelados, no quieren ni hablar.

 Si la Comisión solo investiga a la Iglesia, creo que verdaderamente no nos interesan las víctimas, ni el problema de los abusos a menores, sino solamente intereses mezquinos y oscuros de algunos partidos o sectores de la sociedad. No será una Comisión que esclarezca los hechos y dé voz y haga justicia a las víctimas, sino una manera de cargar las tintas contra la Iglesia Católica.

Por lo tanto, y como resumen: la Iglesia anduvo escasa de corazón y de inteligencia para afrontar esta crisis de los abusos. Y algunos partidos puede andar sobrados de intenciones no del todo confesables a la hora de acometer el problema. Sí a la creación de una Comisión totalmente independiente que estudie el fenómeno de los abusos a menores, provengan de donde provengan los abusadores.

Pero no quiero terminar este artículo sin hacer mención a una reflexión muy potente del eurodiputado Javier Nart que en el programa Todo es mentira, de Risto Mejide, confesaba que él también había sufrido abusos de pequeño en un colegio. Ni daba detalles ni decía en qué colegio o por parte de qué religioso. Y  acababa su intervención de esta manera: “Pasó y uno lo supera y vives y vives bien y, de vez en cuando, ahora te llega el recuerdo cuando estás en este tema. La introspección sobre lo que ocurrió cuando ocurrió no te lleva a ninguna parte; creo que hay que vivir y todas las experiencias te ayudan a madurar y a mirar con optimismo las cosas. Yo no he tenido trauma, no he querido tenerlo".

Todas las víctimas de abusos, independientemente de su abusador, tanto las que han vivido con los demonios del abuso y se consideran ‘supervivientes’, como  las que han decidido seguir adelante y “no tener trauma”, merecen el respeto y la consideración por parte de todos. Y también la justicia.

 


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