Hace unos días el escritor Alejandro
Palomas contó públicamente que había sido víctima de abusos sexuales cuando
era un niño de 8 años en un colegio religioso en Barcelona: “Fui acosado, abusado y agredido sexualmente”.
Con singular crudeza repasó sus vivencias sobre este hecho traumático que,
solamente después de la muerte de su madre, había tenido el valor de contar. De
toda su confesión me han llamado poderosamente la atención dos frases. Una. El
religioso en cuestión, después de abusar de él, le increpaba: “¿ves lo que me haces hacer?”, descargando
en un niño vulnerable todo su pecado. Y
dos. Como colofón de su declaración, y refiriéndose al día después de la
violación, escribe: “A partir de ese
momento llegó la noche más larga de mi vida de niño. Entré niño y
salí superviviente”.
Después de esta espeluznante
confesión, el autor emplazaba al Presidente del Gobierno a dar voz a las
víctimas. Pedro Sánchez y la Fiscalía del Estado recogían el guante y tomaban
las primeras medidas para nombrar una Comisión específica sobre los abusos
cometidos en el seno de la Iglesia Católica.
Ya he hablado en otra ocasión en mi
blog de este asunto tan espinoso, concretamente con motivo de la presentación
del Informe Sauvé, sobre los abusos en Francia, y también de la lectura
de John Boyne, Las huellas del silencio, una novela que transcurre en
Irlanda.
Hasta este momento cada diócesis
española tenía establecido un protocolo para recoger las denuncias de abusos y
las correspondientes investigaciones y resarcimientos. Pero estos pasos, creo
yo, han sido insuficientes. Ha faltado la voluntad de dar voz a las víctimas,
de escuchar sus dramáticos testimonios, de pedirles perdón mirándoles a los ojos
y de reparar las ofensas. Ha faltado una investigación a fondo que recogiera
datos, testimonios y buscara soluciones al problema. Ha faltado un acto público
y solemne de perdón y arrepentimiento. A la Iglesia española le ha faltado un
poco de corazón, y también de inteligencia. Como decía el jesuita alemán y
experto en este tema, Hans Zollner: “Los obispos (españoles) saben que no han hecho lo que tenían que hacer. Si la Iglesia no cumple con su deber,
serán otros quienes lo hagan”.
Dicho esto, hay que preguntarse sobre
la credibilidad que puede tener una Comisión nombrada por el Parlamento o el
Gobierno. Dada la ideologización creciente en España, creo que hay que mostrar algunas
reservas. Una Comisión no creíble daría resultados no creíbles.
El Informe Sauvé ha recibido
en Francia muchos aplausos, pero también muchas críticas por su ‘escaso
rigor científico’. Pocos meses antes de la presentación oficial del
Informe, un miembro de la Comisión dio algunos datos: 27.000 abusos como máximo.
Sin embargo, el Informe público hablaba de
330.000 niños abusados. Pero no era una cifra real, sino un número para
ser matizado. La Comisión Sauvé hizo una encuentra entre 24.000 franceses para
saber si habían sido víctimas o no de abusos en su infancia. Los datos fueron
extrapolados a toda la población, y por una regla de tres salió la abultada
cifra que llegó a todos los periódicos. Asimismo, el Informe recibió ásperas
críticas por el empleo en el Informe del adjetivo ‘sistémico’, es decir se
decía que en la Iglesia se habían cometido sistemáticamente abusos sobre niños en
los últimos años 70 años. Al mismo tiempo se decía que a un 3% de los sacerdotes
se les podía catalogar como abusadores. Nadie hablaría en su sano juicio de una
práctica ‘sistemática’ cuando el 97% del clero estaba limpio de pecado. Es
verdad que un solo abuso ya sería una enormidad; veintisiete mil abusos nos
hablan de algo insoportable. Pero la cifra de 330.000 no se ajusta a la verdad
y resulta poco creíble.
Desde el punto de vista moral, el
abuso cometido por clérigos y religiosos supone uno de los capítulos más
sombríos de la Iglesia Católica en los últimos siglos. Mientras desde los
púlpitos se condenaba cualquier fechoría contra el sexto mandamiento, la
podredumbre se acumulaba en conventos y colegios.
En estos días, las declaraciones del
cardenal Blázquez han dado en la diana: “Todos hemos llegado tarde: Iglesia,
familia y sociedad”. Y creo que es así. La Iglesia miró para otra parte,
pensó más en la Institución que en las víctimas. Pero tampoco las familias ni
la sociedad en su conjunto, ni los medios de comunicación, estuvieron a la
altura. Denuncias en los juzgados ha habido y muchas, y desde hace bastantes
años, pero nadie ha querido hablar de ello. Ni los políticos, ni las
asociaciones de derechos humanos, ni los propios medios de comunicación. Es
decir, estamos ante una culpa colectiva.
Se calcula que los abusos cometidos
en el seno de la Iglesia representarían entre el 7 y el 10% del total. ¿Y el
otro 90%? Las estadísticas, con su mayor o menos grado de fiabilidad, hablan de
que el grueso de los abusos, hasta el 70%, se comete en el entorno familiar,
especialmente por el padre biológico o por la pareja de la madre y el entorno
de amigos. El otro 20% restante habría que buscarlo en asociaciones deportivas,
asociaciones de ocio, centros de protección de menores y establecimientos que
trabajan con menores. Si gravísimo es que un religioso o sacerdote cometa un
abuso, ¿qué adjetivo utilizamos para el que comete el propio padre, familiar o
amigo de la familia?
Estoy totalmente de acuerdo en que se
cree una Comisión que escuche a las víctimas, recoja los datos, elabore una
estadística, establezca resarcimientos y dé pautas de comportamiento y prevención
para los años venideros. Pero, ¿por qué sólo una Comisión para los abusos
cometidos en el seno de la Iglesia? ¿Por qué no una Comisión que estudie todos
los casos? ¿Son acaso menos importantes las víctimas de un padre o un padrastro
desalmado, de un entrenador, de un cuidador de un centro de menores?
Si realmente nos interesan los
menores, si realmente nos interesan las víctimas, la Comisión debe alcanzar a
todos los que han sido agredidos o abusados, y no solamente a las víctimas de
la Iglesia Católica.
En una España polarizada, una
Comisión nombrada por los partidos o por los miembros del Gobierno me temo que no
actúe con ecuanimidad e independencia. Los ciudadanos de a pie no entenderán,
por ejemplo, que se quiera investigar los abusos cometidos en la Iglesia hace
décadas, pero no los abusos cometidos contra menores en centros tutelados en
Baleares, un hecho bastante reciente, del que los políticos, que deberían haber
protegido a esos menores tutelados, no quieren ni hablar.
Si la Comisión solo investiga a la Iglesia, creo
que verdaderamente no nos interesan las víctimas, ni el problema de los abusos
a menores, sino solamente intereses mezquinos y oscuros de algunos partidos o
sectores de la sociedad. No será una Comisión que esclarezca los hechos y dé
voz y haga justicia a las víctimas, sino una manera de cargar las tintas contra
la Iglesia Católica.
Por lo tanto, y como resumen: la
Iglesia anduvo escasa de corazón y de inteligencia para afrontar esta crisis de
los abusos. Y algunos partidos puede andar sobrados de intenciones no del todo
confesables a la hora de acometer el problema. Sí a la creación de una Comisión
totalmente independiente que estudie el fenómeno de los abusos a menores,
provengan de donde provengan los abusadores.
Pero no quiero terminar este artículo
sin hacer mención a una reflexión muy potente del eurodiputado Javier Nart
que en el programa Todo es mentira, de Risto Mejide, confesaba que él también
había sufrido abusos de pequeño en un colegio. Ni daba detalles ni decía en qué
colegio o por parte de qué religioso. Y
acababa su intervención de esta manera: “Pasó y uno lo supera y vives y vives bien y, de vez en cuando, ahora
te llega el recuerdo cuando estás en este tema. La introspección sobre lo que
ocurrió cuando ocurrió no te lleva a ninguna parte; creo que hay que vivir y
todas las experiencias te ayudan a madurar y a mirar con optimismo las cosas.
Yo no he tenido trauma, no he querido tenerlo".
Todas las
víctimas de abusos, independientemente de su abusador, tanto las que han vivido
con los demonios del abuso y se consideran ‘supervivientes’, como las que han decidido seguir adelante y “no tener trauma”, merecen el respeto y la consideración por
parte de todos. Y también la justicia.
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