sábado, 5 de febrero de 2022

Niños tanzanos. Padre e hijo. El caminante de Taniguchi. Y aborto y rezos.

 

Uno de enero. Tanzania. El misionero Giancarlo Frigerio se dirige a decir la misa a una  de las muchas aldeas diseminadas alrededor de la misión. Detiene su coche para saludar a cuatro niños, y hacerles una fotografía. Y ahí los vemos, sorprendidos y alegres, por el saludo del misionero blanco al que conocen, y al que verán poco después en la iglesia humilde de barro y paja. Al fondo, la madre y otros dos hermanos se afanan en el campo de maíz. Después de las últimas lluvias, los cultivos lucen hermosos y verdes, y prometen un poco de felicidad en la mesa de cada día. Maíz nuestro de cada día, dánoslo hoy. Descalzos, vestidos con la poca ropa que hay en el cajón, da igual que sea diario, da igual que sea domingo, da igual que pegue o no pegue. En su memoria de niños, aún no caben palabras como langostinos, brindis con champán, fuegos artificiales, concierto de Viena, valses de Strauss, doce uvas o saltos de esquí.  Tampoco mascarillas, vacunas o confinamientos. Caminan alegres y confiados. Aún no saben lo que es la injusticia o la mala suerte. El mundo es su campo de maíz, una camisa de quita y pon, el amor de sus padres y las canciones alegres que cada domingo cantan en la iglesia. Y también ese misionero de barba blanca, al que acuden cuando necesitan medicinas o el maíz se acaba en la despensa.

 

Por un amplio camino camina un hombre. Un campo de encinares. Colinas en el horizonte. Apoyado en una muleta, da sus primeros pasos, después de un ingreso hospitalario de largas semanas que lo ha tenido postrado en cama. Detrás de él a pocos pasos, un móvil capta la imagen. De espaldas, bien abrigado, gorra en la cabeza… lo vemos débil, pero no rendido. Intuimos sus arrugas, esas marcas del tiempo, el gran escultor. Intuimos sus dolencias y achaques, pero también la pequeña ilusión por salir de casa y dar cuatro pasos en compañía. Luego, llegará un café o un vino y unas palabras en medio de Ununa comida compartida. Detrás de él, como una sombra bienhechora, está su hijo. Animándole a dar un paso más, señalándole la hierba que crece o el gorjeo de un pajarillo. Recordando con él a personas que ya se fueron y que habitan en un rincón del cementerio, que es donde habitan casi todos los seres queridos de una persona mayor. Al llegar a una edad o a una enfermedad, el padre se convierte en hijo pequeño, desvalido y frágil, y el hijo, si es un hijo, se convierte en padre solícito y amoroso.  Por cada hijo desentendido o desalmado, hay siempre otro hijo atento y amoroso, con vocación de cuidador, con entrañas de padre y madre. Detrás de los pasos titubeantes de un hombre mayor y enfermo, está un hijo que cuida. Hace muchos años, el padre, en plena juventud, dio vida al hijo. Y ahora verdaderamente el hijo da vida al padre. El mundo está lleno de hijos que se desviven por sus padres, que renuncian gustosos a un viaje, a un restaurante, a un rato de siesta, o a un partido, para estar presentes en el día a día de sus seres queridos.

 

Un trabajador normal decide salir un buen día a caminar. Deja su casa, cruza su barrio y se interna en la naturaleza. Ese día cambia su vida, porque descubrirá las pequeñas alegrías de la vida ordinaria, que son las que sostienen a los seres humanos. Acepta los prismáticos  de otro caminante y descubre a un pájaro carbonero al que nunca había visto, salvo en alguna lectura. Otro día de nieve sus ojos admiran el silencio y la blancura que envuelve todas las cosas, también la fealdad. Con alegría infantil trepa a un árbol para recoger una cometa que a unos niños se les quedó enganchada. Con alegría disfruta del chapoteo en un charco después de un día de lluvia. Recoge a un perro abandonado y se siente acompañado en sus paseos. Vuelve cada tarde a su casa después del paseo. Y también la casa y su propia mujer le parecen un remanso de paz y de esperanza. No se enfada cuando un balón con el que juegan dos muchachos le rompe los cristales de sus gafas. Continúa con ellas y hasta el paisaje borroso le parece que tiene un cierto encanto. El perro descubre una concha en el jardín, y junto a su mujer decide hacer una excursión hasta el mar para devolverla al lugar de donde salió. Se tumba sobre un manto de flores de cerezo y allí le llega la beatitud de otra mujer que disfruta al mismo tiempo de esa hermosa nevada de pétalos rosados. Todo cambia cuando nuestros ojos se abren como ventanas para ver cada detalle de la vida, especialmente de la naturaleza. El estupor es el principio del disfrute. Podemos imaginar al caminante en otras muchas tardes. La vida es infinita cuando uno se decide a maravillarse. Por cierto, a primera hora de la mañana, la ordenanza de mi trabajo, Mariluz, se me acerca: “echa un vistazo a este comic japonés. A mí me ha encantado”. Y también esta sencilla forma de ofrecer un libro y su belleza daría, creo yo, para otra hermosa viñeta de Jiro Taniguchi.

 

Muchas marquesinas de paradas de autobuses amanecieron hace unos días con carteles con el texto: “Rezar frente a una clínica abortista está genial”. Y rápidamente estalló la polémica. Algunas ciudades eliminaron los carteles con suma celeridad. Y en pocos días el Congreso aprobaba la modificación del Código penal, introduciendo penas de hasta cárcel, además de multas, a las personas que se manifiesten, aunque sea en silencio o rezando, delante de las clínicas abortistas. Los que promovieron la campaña hablan de conculcación de la libertad de expresión, manifestación y libertad religiosa. Para otras asociaciones y partidos supone un hostigamiento en toda regla hacia las mujeres que libremente desean abortar. En este país, cuando se habla de libertad de expresión, se entiende mi libertad para decir y defender mi punto de vista, pero en absoluto para que el otro diga o defienda el suyo. Donde yo veo libertad de expresión, tú ves un delito de odio. Y viceversa. Si seguimos a este ritmo, únicamente tendrán libertad de expresión los que comulguen con la idea dominante en cada momento. Y al resto de personas se les juzgará por delitos de odio, con su tasa de cárcel y multa en el código penal. Los verdaderos tolerantes toleran incluso a los intolerantes. Por aquí, no se da esta especie.

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