“Los nadies que
valen menos que la bala que los mata”. Lo dijo Eduardo Galeano en una
ocasión. Hay países donde la bala que mata cuesta más que la vida de un ser
humano. Esta misma sensación se tiene ahora en México, por ejemplo. Un
periodista acaba de comunicar que su hijo, también periodista, había sido
asesinado por dos hombres con la cara tapada en las cercanías de su casa. El
periodismo es una profesión de alto riesgo en ciertos países que están maniatados
por el narcotráfico. Se llamaba Marcos Ernesto Isla y tenía 31 años. Defender
la verdad o ponerse al lado de las víctimas sale caro en México y en otros
muchos países. En otros lares, por ejemplo aquí, también llaman periodistas a
los vividores de escándalos picantes, a los profesionales de la difamación, a
los que engordan su tarjeta visa hurgando entre las sábanas de los famosos y
sus miserias. A todos les llamamos periodistas o comunicadores. Pero unos se
merecen más que otros el nombre. Periodismo y verdad deberían ser inseparables.
Para los señores del narco y de la trata de personas, los periodistas son “nadie”,
solo un estorbo en su carrera imparable, una pequeña piedra en su zapato, fácil
de eliminar. Es suficiente una bala y ya está. Contar lo que sucede y denunciar
las maneras del hampa significa meterse en el cajón de los ‘nadie’. Miles de
balas se han llevado miles de vidas por delante en un país, México, que otrora
era lindo. Según cifras oficiales, desde 2006, cuando el gobierno federal puso
en marcha su operativo militar antidrogas, se dice que en México se han
cometido 300.000 asesinatos. No es delincuencia. Es una guerra total.
Confieso que no he leído el Ulises,
de Joyce. Lo dejé abandonado en la página 130, más o menos, y ahí seguirá en
una estantería polvorienta de la casa del pueblo. Lo dejé por imposible, aunque
no me rendí a la primera y lo intenté varias tardes. Nunca he entendido por qué
Ulises es la mejor novela del siglo XX. O yo soy muy ceporro (y este manjar no
está hecho para mi boca) o el libro es pura pedantería o me faltan las claves
para entenderlo. Con el Ulises me ha pasado lo que sucede a algunos visitantes
con cuadros abstractos. El guía se esfuerza en hacer entender a los visitantes
que están ante una obra maestra y el pobre visitante solo ve una líneas y
manchas sin ton ni son. Y sale con cara de paleto del Museo, creyéndose un asno
al que no le alcanza su mollera.
Ahora que con los fastos del
centenario de la publicación de Ulises, todo el mundo vuelve a hablar de la
grandiosidad de esta ‘estupendísima’ novela, me he encontrado con el comentario
del escritor José Ovejero en el que asegura que uno puede sentirse un buen
lector a pesar de no haber leído Ulises. Me consuela bastante. Pero también
tengo que decir que en mi interior he tomado la determinación de volver a
intentarlo el próximo verano, a la sombra del pino y del olivo. De momento,
acabo de imprimir un artículo de Gonzalo Torné titulado “Nueve pistas para
leer Ulises y no morir en el intento”. Os seguiré contando.
Hace escasas semanas un Informe de la
diócesis de Munich sobre los abusos denunciaba que Benedicto XVI, cuando era
obispo de esta diócesis, hace unos 40 años, había mirado para otro lado en
cuatro casos. La noticia dio la vuelta al mundo. A la pregunta de un periodista
que pedía explicaciones sobre esta tan contundente afirmación, alguien de la
Comisión dijo que era la “inacción de Benedicto era una probabilidad”. Una
probabilidad no es una certeza. Una probabilidad carece de rigor científico.
Una denuncia sobre la inacción de una persona concreta no se puede basar en una
‘probabilidad’ entre otras muchas probabilidades. Joseph Ratzinger, un hombre
anciano, al final de su camino, ha perdido perdón a todos los que fueron
víctimas de abusos sexuales en el seno de la Iglesia, pero también ha dejado
clara su inocencia en este sombrío asunto. El trabajo al servicio de la verdad
que ha caracterizado toda la existencia de Ratzinger se puede venir abajo
porque alguien con ligereza escribe una línea en un Informe. Acusar a alguien
de haber mirado a otra parte es un hecho muy grave, y más cuando se refiere a
un Papa que fue el primero en intentar poner orden en todo este tema y en
dictar tolerancia cero; el primero que se reunió con las víctimas y el primero
que asumió la dolorosa verdad de lo que había ocurrido a tantos menores en
tantísimos centros de la Iglesia Católica. No creo que haya habido intención
malvada de los miembros de la Comisión, sino simplemente una ligereza, una
inconsciencia sobre el avispero en el que se estaban metiendo y una falta de
amor a la verdad. La banalidad del mal, que diría Hanna Arendt.
Un
amigo me envía un breve texto de Pasolini sobre la necesidad de educar en
el fracaso. Comparto completamente su punto de vista. Pier Paolo Pasolini
(1922-1975) fue la conciencia crítica de una sociedad italiana extasiada por el
éxito y el triunfo. Lo comparto: “Pienso que es necesario educar a las
nuevas generaciones en el valor de la derrota. En manejarse en ella. En la
humanidad que de ella emerge. En construir una identidad capaz de advertir una
comunidad de destino, en la que se pueda fracasar y volver a empezar sin que el
valor y la dignidad se vean afectados. En no ser un trepador social, en no
pasar sobre el cuerpo de los otros para llegar el primero. Ante este mundo de
ganadores vulgares y deshonestos, de prevaricadores falsos y oportunistas, de
gente importante, que ocupa el poder, que escamotea el presente, ni qué decir
el futuro, de todos los neuróticos del éxito, del figurar, del llegar a ser.
Ante esta antropología del ganador, de lejos prefiero al que pierde. Es un
ejercicio que me parece bueno y que me reconcilia conmigo mismo. Soy un hombre
que prefiere perder más que ganar con maneras injustas y crueles. Grave culpa
mía, lo sé. Lo mejor es que tengo la insolencia de defender esta culpa, y
considerarla casi una virtud”.
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