El 10 de octubre de 2021, en la ermita de Santa Cecilia de Aguilar de Campoo, conducía un encuentro sobre el hermano Juan Vaccari, con motivo del 50 aniversario de su muerte. A mitad de la reunión, y sin previo aviso, aparecieron por la puerta el actual obispo de Palencia, Mons. Manuel Herrero, y el obispo emérito de esta diócesis, Mons. Nicolás Castellanos. De este último voy a hablar en esta primera entrada de mi blog en 2022.
Durante los
actos de homenaje al hermano Juan Vaccari tuve ocasión de intercambiar unas
palabras con Nicolás, al que conocía desde hacía mucho tiempo. Me pidió que le
enviase algunas fotos de aquella jornada, en la que compartió misa y mesa con
guanelianos y aguilarenses. Pocos días
después, recibía en mi casa de Valladolid el libro de sus Memorias.
Nicolás
Castellanos adquirió una cierta popularidad cuando en 1991 renunció al obispado
de Palencia para irse de misionero. Por entonces, algunas de sus declaraciones,
entrevistas y posicionamientos ya habían causado cierto revuelo en la
Conferencia Episcopal Española e incluso en el Vaticano. Era un obispo incómodo
y, al mismo tiempo, creo, él se sentía incómodo entre los obispos.
En 1997 fue
galardonado, junto al banquero de los pobres, Muhamad Yunus, el incansable
trabajador por la india, Vicente Ferrer, y el médico Joaquín Sanz, con el
premio Príncipe de Asturias por, en palabras del propio jurado, "su trabajo abnegado y tenaz y su
contribución ejemplar, en áreas geográficas y en actividades distintas, al
progreso y a la mejora de las condiciones de vida de los pueblos, ayudando de
esta forma al mejor entendimiento de los hombres".
En el otoño de
2021, cuando presentaba públicamente sus Memorias, con prólogo del
político José Bono, y con el significativo subtítulo de “Vida, pensamiento e historia de un obispo del Concilio Vaticano II”,
la Academia Sueca de los Premios Nobel admitía su candidatura para el
prestigioso galardón.
A sus 86 años
conserva la energía, el ímpetu y la simpatía de un joven. Nacido en 1935 en el pueblo leonés de
Mansilla del Páramo, seminarista agustino en el Monasterio de la Vid (Burgos),
prior del seminario agustino en Palencia, provincial de la Orden de San
Agustín, Presidente de Confer, obispo de la diócesis palentina entre 1978 y
1991, discípulo de José María Castillo, ferviente admirador del Papa Francisco,
autor de un buen número de libros... pero sobre todo misionero en el Plan
3000, de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia.
Ha sido en
este país americano, junto a una comunidad de religiosos y laicos, donde ha ido
dando vida al Proyecto Hombres Nuevos. La Fundación por él creada gestiona 15
colegios y ha conseguido la escolarización y nutrición adecuada de más de
15.000 niños y niñas. Cuenta también con una escuela universitaria de turismo,
teatro e informática. Su programa de becas alcanza cada año a 500
universitarios, un sueño casi imposible para jóvenes procedentes de familias
pobres. La Fundación también se encarga de la gestión del único hospital del Plan
3000, de los cinco comedores infantiles, del programa de salud en los colegios,
de un hogar para invidentes y un vivero de microempresas, así como una escuela
de líderes sociales. Entre las obras llevadas a cabo por Hombres Nuevos están
la ciudad de la alegría, una zona con áreas recreativas con piscina y escuela
deportiva, la perforación de pozos de agua, y la construcción de viviendas
sociales e iglesias. También cuenta con un centro cultural y un amplio programa
de animación sociocultural. A su coro y a su orquesta le cupo el honor de
actuar en el Vaticano, delante del Papa Francisco.
Miles de niños
y de adolescentes han podido salir de la desnutrición y de la ignorancia, y
aspirar así a una ‘nueva humanidad’, gracias a este misionero apasionado de su
trabajo, de los hombres y mujeres que ha encontrado en su camino y de su Dios.
Derrocha
simpatía a manos llenas, pero tampoco tiene pelos en la lengua, como cuando
afirma que “en el norte os sobran medios para vivir, pero os faltan razones
para existir. En el sur carecemos de casi todos los medios, pero nos sobran
razones para vivir”.
Leer sus Memorias
ha sido un placer. Nicolás Castellanos hace memoria de su vida, de su visión de
la Iglesia y del proyecto que ha dado sentido a su existencia: Hombres
Nuevos. Se le nota a gusto con la
iglesia de Francisco. Yo diría que incluso reconciliado con ella, después de algunos
desencuentros con una cierta visión eclesial en épocas pasadas. Él era de la
cuerda de Francisco antes que Francisco saliera a la palestra de San Pedro.
Siendo obispo de Palencia recorrió los cuarenta kilómetros para sacar fondos en
la marcha que anualmente organizaba la asociación de discapacitados. Acudió a
todas las romerías de los pueblos y compartió plato de paella y sangría con los
paisanos. Conoció de cerca el trabajo duro de los mineros palentinos (su
descenso a la mina de Guardo se hizo ‘viral’, diríamos hoy) y prestó su entusiasta
apoyo a las Edades del Hombre, en sus inicios. “Está en todos los sitios”,
decían de él. Y algunos lo decían con un tono negativo, pero sin pretenderlo le
estaban alabando, porque un pastor debe estar en todos los sitios: en los
campamentos de los jóvenes guanelianos de Salcedillo, en las habitaciones del ‘manicomio’
de San Juan de Dios, en los pasillos de un hospital, en la procesión de la
patrona, en la mesa festiva de una romería, ante los micrófonos de los
periodistas y en los funerales por la madre de un sacerdote. Cultura del
encuentro, cultura de la fiesta, cultura de la promoción humana, cultura del
Evangelio.
De su mano, a
través de sus Memorias, conocemos la España rural de los años cuarenta y
cincuenta, pobretona, católica, sacrificada y trabajadora. Conocemos la
impronta agustina en su formación, en su arquitectura mental y en su entusiasmo
por la formación de los jóvenes. Como Agustín de Hipona, sabe que para “conocer a una persona no hay que
preguntarle por lo que piensa, sino por lo que ama”
De su mano
conocemos la Iglesia española entre los años ochenta y noventa. Una Iglesia que
después de la explosión entusiasta del Concilio, conoce un repliegue, una
retirada a los campamentos de invierno, una fe miedosa e insegura ante el ‘gaudium’
y la ‘spes” del mundo y del corazón humano.
De su mano
conocemos la sociedad boliviana, con sus desigualdades clamorosas, con sus corruptelas,
sometida a los intereses de unos y de otros. La pobreza inmensa, la esclavitud
de los menores, la ignorancia insalvable, la desnutrición vergonzante. Es en
este humus de pobreza, pero en la aspiración de los pobres por su dignidad,
donde Nicolás Castellanos encuentra su lugar en el mundo. El Plan 3000
dentro de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra es una parcela destinada
a ser Reino de Dios. No es de extrañar que, muchos años después de su llegada a
Bolivia, se sintiera honrado cuando le fue concedida la nacionalidad
boliviana.
Son muchas las
imágenes de pobreza y de redención que comparte Nicolás con el lector. Me quedó
con una. En la tarde del 7 de diciembre de 2012 visita el pabellón
broncopulmonar de la cárcel de Palmasola para los presos de sida,
tuberculosis o con algún trastorno mental. Una población joven y encarcelada,
sin posibilidades de reinserción: “Habitan
aquella pocilga 56 personas de aspecto astroso, de facha repulsiva, con todos
los estigmas de la enfermedad y la miseria, en un ambiente abandonado,
inhóspito, indigno de personas humanas. Un joven de 20 años acaba de fallecer
porque su familia no tiene los 9 euros para trasladarlo al hospital”. Los
presos le dan las gracias por haberse atrevido a poner los pies en “ese pozo
de miseria”. Nicolás se implica a
fondo en la reforma total de este pabellón siniestro: tejado, duchas, aseos,
pavimiento, electricidad, agua caliente, un huerto, y una cancha para jugar. Una
vez más, se confirmaba lo que había escrito Pablo VI: “Allí donde llega el
Evangelio, llega la caridad”. Y viceversa, añado yo.
A lo largo de
las 360 páginas de sus Memorias, Nicolás vuelve una y otra vez sobre una de las
tentaciones más grandes de la Iglesia: convertir el evangelio en una religión
más. Cristo, nos recuerda este misionero, siempre estuvo a favor del ser
humano, de la liberación de cualquier cadena y en contra de la religión como
cumplimiento de una serie de ritos o de un sentimiento identitario. Muy por
encima del sábado, está la persona. El Jesús que se hace humano invita a cada
cristiano a humanizar todo: cada rincón, cada esfera de la vida política,
social, laboral, cultural. Humanizar la existencia es el horizonte del
Evangelio.
Convencido,
como tantos hombres y mujeres que apuestan por la utopía y por la justicia,
Nicolás Castellanos sabe perfectamente que un “casi nada” hecho por amor a otro ser humano, sumado a otro y a otro
“casi nada”, pueden hacer un “casi
todo”. Pues como él escribe, casi al final de su libro, como una confesión: “solo se puede construir el Reino de Dios
por el camino de los pobres”.
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