Descubrir a los centuriones
El
centurión quería a su siervo enfermo. El centurión, siendo romano y
oficialmente enemigo del pueblo judío, había ayudado a edificar la sinagoga del
lugar. El centurión conocía perfectamente que un tal Jesús iba de aldea en
aldea devolviendo la salud a los enfermos. La fama de este hombre que pasaba
por los caminos haciendo el bien llegaba hasta sus oídos día tras día. Este
Jesús de Nazaret traía algo nuevo en sus palabras, no era otro charlatán de
tres al cuarto. No era un profeta de una semana. Su discurso sobre Dios y sobre
el hombre no era un discurso religioso más, sino una palabra directamente
dirigida al corazón de cada oyente.
Pero
el centurión se sentía indigno. Hacía tiempo que había dejado de creer en esa
quimera de dioses romanos. Y tiempo también que su devoción al emperador sólo
era una pura cortesía a la que le obligaba el cargo. Lo mismo que uno se quita
el sombrero, se inclinaba él ante la estatua del emperador.
Es
admirable esta humildad, es admirable esta conciencia de la propia indignidad,
de la propia pequeñez y, al mismo tiempo, es admirable esa fe en Alguien que va
haciendo el bien y sanando a los lisiados.
Descubrir
centuriones. Hoy los cristianos deberíamos descubrir los centuriones de nuestra
sociedad. No pertenecen a nuestra religión. Quizás están lejos de cualquier
forma de religión establecida. Pero son mujeres y hombres rectos de corazón,
preocupados por la suerte del ser humano, preocupados por la desdicha.
Desprecian el pío barniz de los que se dicen creyentes porque en su entorno eso
significa subir de estatus social o económico, porque significa moverse en las
esferas del poder y sus aledaños. Y sin embargo respetan profundamente al
verdadero hombre religioso, al que sin duda conocen por sus frutos de caridad.
Los
centuriones, sin saberlo, son cristianos, pero no se consideran dignos de tal
nombre, porque saben de la pobreza de sus corazones y de las nieblas de sus
almas. Y sin embargo, sin saberlo, están construyendo el reino de Dios, que es
reino de justicia y de paz.
Los
centuriones no hacen causa de su impiedad. Saben que no tienen esa fe que otros
tienen. Saben que su mundo no es el de la devoción y el culto. No hacen alarde
de su increencia, no hacen dogmatismo de su ateísmo o de su agnosticismo.
Los
centuriones saben que no son dignos de ser del círculo de Jesús, no son dignos
de entrar en total comunión con la Iglesia. También indigna se creía Simone
Weil y, por eso mismo, prefería permanecer en el umbral de la Iglesia, junto a
todos los que no tenían cabida en ella.
Y
si en alguna ocasión los ‘centuriones’ necesitan, para otros, la cercanía de
Jesús, solamente se atreven a solicitarla a través de los amigos ‘oficiales’ de Jesús. Nunca osarían
invitar a Jesús a un café, por miedo a ver rechazada su invitación, quizás por
su lejanía de los mandamientos, los sacramentos, los confesionarios y los
reclinatorios.
¿Quiénes son hoy día los centuriones? ¿Acaso
los agnósticos de la laicidad positiva, del respeto escrupuloso a los
sentimientos religiosos de los demás? ¿Acaso los que un día fueron bautizados,
pero por su forma de vivir, se saben excomulgados, apartados de los sacramentos
por una moral católica entendida al pie de la letra, pero que sin embargo
consideran a Cristo como parte del horizonte de sus vidas? ¿Acaso los que han
hecho de la lectura de la Biblia un alimento nutritivo para su espíritu y, aun
sabiéndose vacíos de fe, se sienten profundamente heridos por el mensaje de
Jesús? ¿Quizás los que habiendo optado por la increencia colaboran en las
causas justas, en las causas sociales, en las muchas obras de bien que en favor
de los desprotegidos sostiene las Iglesia? ¿Puede que los hombres que practican
las obras de misericordia aún sin conocer al autor de las Bienaventuranzas?
¿Acaso los que, en los caminos del mundo, acogen y curan las heridas de los
heridos y apaleados, como un deber de puro civismo y pura humanidad, como
anónimos samaritanos?
Descubrir centuriones.
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