miércoles, 23 de marzo de 2022

4.- La curación del siervo del centurión (Lc 7, 1-10)

  


Descubrir a los centuriones

        El pasaje evangélico del día casa muy bien con mi estado de ánimo espiritual. El centurión romano pronunció una frase que cada día se repite en todas las eucaristías del mundo: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.  Esta tarde, después de mucho tiempo sin acercarme a comulgar, lo haré.

El centurión quería a su siervo enfermo. El centurión, siendo romano y oficialmente enemigo del pueblo judío, había ayudado a edificar la sinagoga del lugar. El centurión conocía perfectamente que un tal Jesús iba de aldea en aldea devolviendo la salud a los enfermos. La fama de este hombre que pasaba por los caminos haciendo el bien llegaba hasta sus oídos día tras día. Este Jesús de Nazaret traía algo nuevo en sus palabras, no era otro charlatán de tres al cuarto. No era un profeta de una semana. Su discurso sobre Dios y sobre el hombre no era un discurso religioso más, sino una palabra directamente dirigida al corazón de cada oyente.

Pero el centurión se sentía indigno. Hacía tiempo que había dejado de creer en esa quimera de dioses romanos. Y tiempo también que su devoción al emperador sólo era una pura cortesía a la que le obligaba el cargo. Lo mismo que uno se quita el sombrero, se inclinaba él ante la estatua del emperador.

Es admirable esta humildad, es admirable esta conciencia de la propia indignidad, de la propia pequeñez y, al mismo tiempo, es admirable esa fe en Alguien que va haciendo el bien y sanando a los lisiados.

Descubrir centuriones. Hoy los cristianos deberíamos descubrir los centuriones de nuestra sociedad. No pertenecen a nuestra religión. Quizás están lejos de cualquier forma de religión establecida. Pero son mujeres y hombres rectos de corazón, preocupados por la suerte del ser humano, preocupados por la desdicha. Desprecian el pío barniz de los que se dicen creyentes porque en su entorno eso significa subir de estatus social o económico, porque significa moverse en las esferas del poder y sus aledaños. Y sin embargo respetan profundamente al verdadero hombre religioso, al que sin duda conocen por sus frutos de caridad.

Los centuriones, sin saberlo, son cristianos, pero no se consideran dignos de tal nombre, porque saben de la pobreza de sus corazones y de las nieblas de sus almas. Y sin embargo, sin saberlo, están construyendo el reino de Dios, que es reino de justicia y de paz.

Los centuriones no hacen causa de su impiedad. Saben que no tienen esa fe que otros tienen. Saben que su mundo no es el de la devoción y el culto. No hacen alarde de su increencia, no hacen dogmatismo de su ateísmo o de su agnosticismo.

Los centuriones saben que no son dignos de ser del círculo de Jesús, no son dignos de entrar en total comunión con la Iglesia. También indigna se creía Simone Weil y, por eso mismo, prefería permanecer en el umbral de la Iglesia, junto a todos los que no tenían cabida en ella.

Y si en alguna ocasión los ‘centuriones’ necesitan, para otros, la cercanía de Jesús, solamente se atreven a solicitarla a través de los amigos ‘oficiales’ de Jesús. Nunca osarían invitar a Jesús a un café, por miedo a ver rechazada su invitación, quizás por su lejanía de los mandamientos, los sacramentos, los confesionarios y los reclinatorios.

 ¿Quiénes son hoy día los centuriones? ¿Acaso los agnósticos de la laicidad positiva, del respeto escrupuloso a los sentimientos religiosos de los demás? ¿Acaso los que un día fueron bautizados, pero por su forma de vivir, se saben excomulgados, apartados de los sacramentos por una moral católica entendida al pie de la letra, pero que sin embargo consideran a Cristo como parte del horizonte de sus vidas? ¿Acaso los que han hecho de la lectura de la Biblia un alimento nutritivo para su espíritu y, aun sabiéndose vacíos de fe, se sienten profundamente heridos por el mensaje de Jesús? ¿Quizás los que habiendo optado por la increencia colaboran en las causas justas, en las causas sociales, en las muchas obras de bien que en favor de los desprotegidos sostiene las Iglesia? ¿Puede que los hombres que practican las obras de misericordia aún sin conocer al autor de las Bienaventuranzas? ¿Acaso los que, en los caminos del mundo, acogen y curan las heridas de los heridos y apaleados, como un deber de puro civismo y pura humanidad, como anónimos samaritanos?

            Descubrir centuriones.





 

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