miércoles, 30 de marzo de 2022

5.- El Hijo Pródigo (Lc 15, 11-32)


El tiempo de las pocilgas.

         Probablemente nunca como ahora, el hombre tiene necesidad urgente y atolondrada de romper lazos y dilapidar su fortuna. Es el hombre que no gusta de las raíces ni de los afectos familiares. De esta manera, el mundo está lleno de hijos pródigos que no desean en absoluto estar sujetos a los valores tradicionales, a las costumbres del hogar, a las rutinas, a la fe de los mayores. ‘Carpe diem’ y ‘Vive la vida’, se nos dice ahora, y se nos repite machaconamente. Como un mantra.

Abandonar al padre parece ser la norma, y con él se abandonan los lazos, quizás para crear nudos en otros parajes. Todo suele ir bien al principio, porque los cantos de las meretrices, las luces de neón, las tabernas, los amigotes detrás de la barra… pueden darnos la sensación de una felicidad fácil, lejos de las rígidas normas domésticas. El amor fácil nos parece preferible al amor exigente del padre y del hermano.

Pero luego llega el tiempo del hastío, que es el tiempo del hambre, porque nada ni nadie nos sacia. No es el hambre porque falten los alimentos. Es el hambre que se experimenta cuando los alimentos no sacian. Un ruido es igual a otro ruido. Una copa igual a otra copa. Un libro igual a otro libro. Un viaje igual a otro viaje. Un cuerpo igual a otro cuerpo. Llega el hambre y, con él, el tiempo de las pocilgas. Nos sentimos sucios, corrompidos, agostados y agotados, envejecidos de piel aún tersa, exhaustos por placeres que creíamos infinitos y que se han demostrado muy limitados.

Nosotros mismos nos sentimos cerdos hozando entre cerdos. Y es en este momento cuando puede ocurrir, o no, un milagro. Podemos levantarnos para volver al padre, o podemos quedarnos tumbados en la pocilga, como muertos en vida. Este es el momento clave. Si uno decide levantarse, todo está por venir, todavía hay porvenir. Todo puede suceder. Pero el que decide levantarse, no puede sentir arrogancia, sino humildad. Lo que salva al hijo pródigo es su disponibilidad y su apertura a volver a casa, no ya como hijo, sino como jornalero, que al final del día se siente cansado de trabajar, satisfecho de haber sacado a la tierra su fruto, contento de tener un trozo de pan, un vaso de vino y un jergón sobre el que dormir con un corazón limpio. Es decir, la vida: trabajo duro, alegrías sencillas, conciencia transparente. Días de pascua y miércoles de ceniza. Celebración y duelo. 

El padre sólo espera a que su hijo se levante, porque sólo así podrá demostrar su amor sin condiciones. Él no espera al hijo con un ‘ya te lo decía yo’ o un ‘¿qué creías tú que era el mundo?’ No le espera para leerle la cartilla o echarle en cara sus desvaríos o pedirle cuentas. No, el padre solo espera al hijo.

El hermano que ha permanecido en la casa del padre cree que él es bueno, y probablemente lo es. Pero piensa que solo él tiene derecho al amor paterno. Y esa es su falta y ese es su pecado. El hermano concibe al padre como un juez: la estricta recompensa y el estricto castigo.

Cada uno de nosotros, a lo largo de nuestra vida, ejercemos todos y cada uno de los papeles que aparecen en esta bellísima parábola: nos sentimos y actuamos como padre misericordioso, como hermano mayor justiciero o como hijo pródigo y arrepentido.

Pero todos, todos, alguna vez, hemos permanecido un tiempo lejos de la casa paterna, de los valores paternos, de la fe de nuestros padres. La rebeldía que se consume en sí misma. Una indignación sin propuestas. Una casa de noes, en lugar de un hogar de síes.  Instalados en las pocilgas. El tiempo de las pocilgas, sin un ‘me levantaré’, es el infierno en este mundo y en esta tierra.











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