El tiempo de las pocilgas.
Abandonar
al padre parece ser la norma, y con él se abandonan los lazos, quizás para
crear nudos en otros parajes. Todo suele ir bien al principio, porque los
cantos de las meretrices, las luces de neón, las tabernas, los amigotes detrás
de la barra… pueden darnos la sensación de una felicidad fácil, lejos de las
rígidas normas domésticas. El amor fácil nos parece preferible al amor exigente
del padre y del hermano.
Pero
luego llega el tiempo del hastío, que es el tiempo del hambre, porque nada ni
nadie nos sacia. No es el hambre porque falten los alimentos. Es el hambre que
se experimenta cuando los alimentos no sacian. Un ruido es igual a otro ruido.
Una copa igual a otra copa. Un libro igual a otro libro. Un viaje igual a otro
viaje. Un cuerpo igual a otro cuerpo. Llega el hambre y, con él, el tiempo de
las pocilgas. Nos sentimos sucios, corrompidos, agostados y agotados,
envejecidos de piel aún tersa, exhaustos por placeres que creíamos infinitos y
que se han demostrado muy limitados.
Nosotros
mismos nos sentimos cerdos hozando entre cerdos. Y es en este momento cuando
puede ocurrir, o no, un milagro. Podemos levantarnos para volver al padre, o
podemos quedarnos tumbados en la pocilga, como muertos en vida. Este es el
momento clave. Si uno decide levantarse, todo está por venir, todavía hay
porvenir. Todo puede suceder. Pero el que decide levantarse, no puede sentir
arrogancia, sino humildad. Lo que salva al hijo pródigo es su disponibilidad y
su apertura a volver a casa, no ya como hijo, sino como jornalero, que al final
del día se siente cansado de trabajar, satisfecho de haber sacado a la tierra
su fruto, contento de tener un trozo de pan, un vaso de vino y un jergón sobre
el que dormir con un corazón limpio. Es decir, la vida: trabajo duro, alegrías
sencillas, conciencia transparente. Días de pascua y miércoles de ceniza.
Celebración y duelo.
El
padre sólo espera a que su hijo se levante, porque sólo así podrá demostrar su
amor sin condiciones. Él no espera al hijo con un ‘ya te lo decía yo’ o
un ‘¿qué creías tú que era el mundo?’ No le espera para leerle la
cartilla o echarle en cara sus desvaríos o pedirle cuentas. No, el padre solo
espera al hijo.
El
hermano que ha permanecido en la casa del padre cree que él es bueno, y
probablemente lo es. Pero piensa que solo él tiene derecho al amor paterno. Y
esa es su falta y ese es su pecado. El hermano concibe al padre como un juez:
la estricta recompensa y el estricto castigo.
Cada
uno de nosotros, a lo largo de nuestra vida, ejercemos todos y cada uno de los
papeles que aparecen en esta bellísima parábola: nos sentimos y actuamos como
padre misericordioso, como hermano mayor justiciero o como hijo pródigo y
arrepentido.
Pero
todos, todos, alguna vez, hemos permanecido un tiempo lejos de la casa paterna,
de los valores paternos, de la fe de nuestros padres. La rebeldía que se
consume en sí misma. Una indignación sin propuestas. Una casa de noes, en lugar
de un hogar de síes. Instalados en las
pocilgas. El tiempo de las pocilgas, sin un ‘me levantaré’, es el infierno en
este mundo y en esta tierra.
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