Maixabel: querer comprender para perdonar.
La película de
Iciar Bollaín se detiene en un momento muy concreto de la difícil convivencia
en el país vasco por causa de Eta. Maixabel, viuda de Juan Mari Jáuregui, gobernador
civil de Álava, asesinado por Eta, se entrevistó con dos de los pistoleros que
mataron a su marido. A algunos, poquísimos etarras, la cárcel les abrió los
ojos sobre su vida, sobre su historia de sangre y muerte, sobre su pertenencia
a la banda criminal. Empezaron a hacerse preguntas, a perder las seguridades
pétreas que les habían inculcado en Eta y llegaron al arrepentimiento por una
vida malgastada que había ocasionado tanto sufrimiento a tantos.
Por otro lado,
algunas víctimas, poquísimas también, intentaron conocer qué es lo que llevó a
unos niñatos a echarse al monte, a hacerse pistoleros por una idea. Fue así
como surgieron estos encuentros y conversaciones entre víctimas y victimarios.
La película es una reflexión sobre vidas malgastadas inútilmente por ideales
sanguinarios, pero también sobre el intento nada fácil de conocer al asesino,
de ofrecer el perdón, de darse cuenta que, a su manera, estos jóvenes que, en
lugar de tomarse unas cañas, jugar un partido de pelota, o salir con una chica,
fueron cazados por la banda terrorista, adoctrinados, hipnotizados hasta el
punto de ‘celebrar’ cada asesinato como una gran fecha.
Hay un momento en que Maixabel dice al
terrorista arrepentido: “prefiero ser la viuda de Juan Mari a ser tu madre”.
Y él le contesta: “yo preferiría haber sido Juan Mari”. Los pocos que se
arrepintieron sintieron sobre su nuca el desprecio, no solamente de sus
antiguos compañeros de armas, sino de una buena parte de la sociedad vasca,
enferma durante décadas, que negó el pan y la sal, el saludo y la palabra, a
quien no era proetarra. O que calló cobardemente cuando un día y otro día caían
víctimas, a los que previamente se les había dejado de considerar ‘personas’. Pero
sí, tiene razón Maixabel: es preferible ser la viuda de la víctima que ser la
madre del asesino.
Vientos amargos, de Harry Wu
El 1960 Wu Hongda era un estudiante del Instituto de
Geología de Pekín. Al igual que otros miles, millones, de chinos fue conducido
por “derechista, contrarrevolucionario”, a un campo de trabajos
forzados. Así pasaría 20 años, hasta que, después de la muerte de Mao Zedong,
fue devuelto a la libertad. Logró salir de China y se dirigió a Estados Unidos.
Impulsado por la profesora de la Universidad de California, Carole Wakeman,
escribió Vientos amargos, para
denunciar ante el mundo el Laogai (la red china de campos de trabajo y
prisiones).
Wu se suma así a
los numerosos testimonios escritos que en los últimos años han contribuido a
hacerse una visión aproximada de la inmensa prisión en la que se convirtió
China en los años del maoísmo. El libro está dedicado a los que no podrán nunca
contar su historia personal, porque fueron masacrados por el régimen de terror
comunista, por ejemplo, parte de su familia o algunos compañeros del ‘laogai’,
entre ellos Ao, Lu o Xing, hacia los que sintió un poco de afecto. La vida
consistía en trabajos agotadores, en una búsqueda desesperada por encontrar
algo de alimento (el hambre atraviesa el libro de cabo a rabo), las sesiones de
adoctrinamiento, las autoinculpaciones de ser un mal seguidor de Mao, las delaciones
contra amigos, vecinos y familiares, los suicidios de los más débiles que no
podían soportar tamaña represión.
Alexander
Solzhenitsyn escribió una frase exacta sobre el ‘mal’ que habitó en las dictaduras
del proletariado: “No todo tiene nombre. Hay cosas que están más allá de las
palabras”. Podría valer perfectamente para Vientos amargos y para todos los que pasaron por estos lugares de
infierno.
La acusación de
derechista o contrarrevolucionario era una condena en vida, un estigma y una
peste. Pero lo que me asombra de todo esto es que tantísimos en Occidente
estuvieran literalmente deslumbrados por Mao Zedong, que su imagen empapelara
las habitaciones de tantos universitarios e intelectuales, que su Libro rojo
fuera libro de cabecera, que tantos le defendieran y creyeran a pies juntillas
que el gran timonel conducía a China y a la humanidad hacia un paraíso de leche
y miel. Todo el mundo vio pronto y enseguida los desmanes y las atrocidades de
los nazis, pero las atrocidades y los millones de muertos causados por el
terror rojo nunca salieron a la luz o no fueron creídos. “Más opresivo aún
que la vigilancia y el control –escribe
Wu- era el hecho de darse cuenta finalmente de que nuestras vidas nunca nos
pertenecerían por completo”.
Cuando Wu se
encuentra con su padre enfermo después de veinte años, este le anima a que deje
el país, porque nunca podrá vivir en paz en una nación donde le han hecho sufrir
tanto. Su padre, acusado de reaccionario y burgués porque había trabajado en
una empresa extranjera, se arrepintió toda su vida de su ingenuidad al pensar
que había cabida para él y su familia bajo el comunismo. Sufrió toda clase de
vejaciones y privaciones, por eso le conmina a su hijo a que emprenda viaje al
extranjero para no perder la vida por completo.
Una vez en Estados
Unidos se propuso dar a conocer a Occidente los campos de trabajo donde se
obligó a vivir en condiciones miserables a millones de chinos por la simple
acusación de burgueses, reaccionarios, derechistas o contrarrevolucionarios. A
estas condenas se podía llegar por el simple hecho de tener un libro de
literatura extranjera en casa, por ejemplo Los miserables, de Víctor
Hugo, de haber ido de pequeño a un colegio religioso, de tener un amigo de otro
país, de haber trabajado en una empresa extranjera o haber viajado fuera de
China.
Poco después de
llegar a Estados Unidos puso en pie The Laogai Research Foundation para dar
a conocer el sistema comunista y maoísta en toda su crueldad y degeneración.
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