sábado, 26 de marzo de 2022

Iván el Terrible, de Ilya Repin. Maixabel, de Iciar Bollaín. Y Vientos amargos, de Harry Wu.

Ilya Repin: Iván el Terrible y su hijo

Acabo de ver la película El artista anónimo, de Klaus Härö. Resumo: un galerista se endeuda para adquirir un retrato sin firmar, pero que él tiene la intuición-certeza de que es una obra del gran pintor ruso Ilya Repin. Hay una obra de Repin que siempre me ha fascinado. En 1885, el pintor ruso Ilya Repin pinta su obra maestra Iván el Terrible y su hijo (hoy en la Galería Tetriakov, de Moscú). Una pintura de historia, tan de moda en aquella época, que hace referencia a un episodio ocurrido tres siglos antes, exactamente el 16 de noviembre de 1581. El zar Iván el Terrible, en uno de sus accesos de ira y terriblemente enfadado por lo que él consideraba ropas indecentes de la zarina, amenaza con prenderla a bastonazos con ella. El zarévich, presente en la sala y en un intento de proteger a la zarina, se interpone y se enfrenta al padre,  pero el bastón lo golpea con tal fuerza en las sienes que, al punto, cae desplomado. El padre, horrorizado, trata inútilmente de detener la sangre de la sien. En la pintura, Iván aparece espantado por su violencia, atormentado por la culpa de haber herido brutalmente a su heredero, los ojos fuera de sus órbitas. El pintor subraya a la perfección la tensión violenta del crimen. Un padre colérico ha destruido a quien más debía haber amado. El hijo, antes de expirar, estrecha con su débil mano el brazo del padre, en un gesto de silencioso perdón.

La escena tiene lugar en uno de los salones del palacio. Columnas, un espejo,  arcones,  una silla y un cojín por el suelo que indican el forcejeo previo, ricas alfombras persas, de llamativas tonalidades rojas, como si la sangre derramada alcanzase ya el palacio entero y la corte toda y toda Rusia. Una estancia donde el bastón utilizado para golpear brilla como un cuchillo criminal.

Pocas veces el arte ha reflejado mejor el horror de un crimen, la locura de un rey, la grandeza del hijo que intentó aplacar la ira de zar y, al mismo tiempo, fue capaz de perdonar al padre asesino. En el fondo sabe que, de por vida, su padre estará condenado a revivir día tras día y noche tras noche, aquel momento preciso hasta hacerle enloquecer.


Los vestidos suntuosos del zarévich contrastan con la vestimenta de color negro del zar. El zarévich, que por su grandeza moral hubiera merecido  alcanzar el trono, está agonizando. En cambio, el zar violento, loco y desquiciado (‘Terrible’ es el apodo con el que ha pasado a la posteridad), seguirá vivo, pero condenado para siempre al duelo y al luto.

Iván el Terrible es de sobra conocido por las muchas atrocidades cometidas y por los numerosos asesinatos que encargó entre sus propios colaboradores, pero ningún episodio refleja mejor su reinado que este. Esos ojos desorbitados, esa mirada inyectada en pánico, esas manchas de sangre en su propio rostro, ese intento vano de frenar la hemorragia y ese beso desesperado en la frente del hijo. Asistimos a la soledad más atroz de dos personajes: al desgarrador remordimiento ante la muerte inminente de su hijo se opone la resignación y la calma con la que el zarévich, también de nombre Iván, afronta el final inminente de su existencia: muere perdonando. Y la lágrima que con absoluta maestría Ilya Repin pintó en el rostro del moribundo, no sabemos si es por el golpe recibido, por la despedida de la vida o por su propio padre. Tal vez el zarévich llora por la vida tan desdichada que llevan siempre los que hacen desdichados a otros.

Por una estrecha ventana entra una luz fría pero suficiente para iluminar a los dos personajes, únicos actores, víctima y verdugo, de un sacrilegio, frente a frente, enlazados para siempre en el recuerdo de todo un pueblo.

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Maixabel: querer comprender para perdonar. 

La película de Iciar Bollaín se detiene en un momento muy concreto de la difícil convivencia en el país vasco por causa de Eta. Maixabel, viuda de Juan Mari Jáuregui, gobernador civil de Álava, asesinado por Eta, se entrevistó con dos de los pistoleros que mataron a su marido. A algunos, poquísimos etarras, la cárcel les abrió los ojos sobre su vida, sobre su historia de sangre y muerte, sobre su pertenencia a la banda criminal. Empezaron a hacerse preguntas, a perder las seguridades pétreas que les habían inculcado en Eta y llegaron al arrepentimiento por una vida malgastada que había ocasionado tanto sufrimiento a tantos.

Por otro lado, algunas víctimas, poquísimas también, intentaron conocer qué es lo que llevó a unos niñatos a echarse al monte, a hacerse pistoleros por una idea. Fue así como surgieron estos encuentros y conversaciones entre víctimas y victimarios. La película es una reflexión sobre vidas malgastadas inútilmente por ideales sanguinarios, pero también sobre el intento nada fácil de conocer al asesino, de ofrecer el perdón, de darse cuenta que, a su manera, estos jóvenes que, en lugar de tomarse unas cañas, jugar un partido de pelota, o salir con una chica, fueron cazados por la banda terrorista, adoctrinados, hipnotizados hasta el punto de ‘celebrar’ cada asesinato como una gran fecha.

 Hay un momento en que Maixabel dice al terrorista arrepentido: “prefiero ser la viuda de Juan Mari a ser tu madre”. Y él le contesta: “yo preferiría haber sido Juan Mari”. Los pocos que se arrepintieron sintieron sobre su nuca el desprecio, no solamente de sus antiguos compañeros de armas, sino de una buena parte de la sociedad vasca, enferma durante décadas, que negó el pan y la sal, el saludo y la palabra, a quien no era proetarra. O que calló cobardemente cuando un día y otro día caían víctimas, a los que previamente se les había dejado de considerar ‘personas’. Pero sí, tiene razón Maixabel: es preferible ser la viuda de la víctima que ser la madre del asesino.

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Vientos amargos, de Harry Wu

El 1960  Wu Hongda era un estudiante del Instituto de Geología de Pekín. Al igual que otros miles, millones, de chinos fue conducido por “derechista, contrarrevolucionario”, a un campo de trabajos forzados. Así pasaría 20 años, hasta que, después de la muerte de Mao Zedong, fue devuelto a la libertad. Logró salir de China y se dirigió a Estados Unidos. Impulsado por la profesora de la Universidad de California, Carole Wakeman, escribió Vientos amargos, para denunciar ante el mundo el Laogai (la red china de campos de trabajo y prisiones).

Wu se suma así a los numerosos testimonios escritos que en los últimos años han contribuido a hacerse una visión aproximada de la inmensa prisión en la que se convirtió China en los años del maoísmo. El libro está dedicado a los que no podrán nunca contar su historia personal, porque fueron masacrados por el régimen de terror comunista, por ejemplo, parte de su familia o algunos compañeros del ‘laogai’, entre ellos Ao, Lu o Xing, hacia los que sintió un poco de afecto. La vida consistía en trabajos agotadores, en una búsqueda desesperada por encontrar algo de alimento (el hambre atraviesa el libro de cabo a rabo), las sesiones de adoctrinamiento, las autoinculpaciones de ser un mal seguidor de Mao, las delaciones contra amigos, vecinos y familiares, los suicidios de los más débiles que no podían soportar tamaña represión.

Alexander Solzhenitsyn escribió una frase exacta sobre el ‘mal’ que habitó en las dictaduras del proletariado: “No todo tiene nombre. Hay cosas que están más allá de las palabras”. Podría valer perfectamente para Vientos amargos y para todos los que pasaron por estos lugares de infierno.

La acusación de derechista o contrarrevolucionario era una condena en vida, un estigma y una peste. Pero lo que me asombra de todo esto es que tantísimos en Occidente estuvieran literalmente deslumbrados por Mao Zedong, que su imagen empapelara las habitaciones de tantos universitarios e intelectuales, que su Libro rojo fuera libro de cabecera, que tantos le defendieran y creyeran a pies juntillas que el gran timonel conducía a China y a la humanidad hacia un paraíso de leche y miel. Todo el mundo vio pronto y enseguida los desmanes y las atrocidades de los nazis, pero las atrocidades y los millones de muertos causados por el terror rojo nunca salieron a la luz o no fueron creídos. “Más opresivo aún que la vigilancia  y el control –escribe Wu- era el hecho de darse cuenta finalmente de que nuestras vidas nunca nos pertenecerían por completo”.

Cuando Wu se encuentra con su padre enfermo después de veinte años, este le anima a que deje el país, porque nunca podrá vivir en paz en una nación donde le han hecho sufrir tanto. Su padre, acusado de reaccionario y burgués porque había trabajado en una empresa extranjera, se arrepintió toda su vida de su ingenuidad al pensar que había cabida para él y su familia bajo el comunismo. Sufrió toda clase de vejaciones y privaciones, por eso le conmina a su hijo a que emprenda viaje al extranjero para no perder la vida por completo.

Una vez en Estados Unidos se propuso dar a conocer a Occidente los campos de trabajo donde se obligó a vivir en condiciones miserables a millones de chinos por la simple acusación de burgueses, reaccionarios, derechistas o contrarrevolucionarios. A estas condenas se podía llegar por el simple hecho de tener un libro de literatura extranjera en casa, por ejemplo Los miserables, de Víctor Hugo, de haber ido de pequeño a un colegio religioso, de tener un amigo de otro país, de haber trabajado en una empresa extranjera o haber viajado fuera de China.

Poco después de llegar a Estados Unidos puso en pie The Laogai Research Foundation para dar a conocer el sistema comunista y maoísta en toda su crueldad y degeneración.

 

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