sábado, 24 de diciembre de 2022

La Adoración de los Magos, del Bosco




            Del más enigmático y extravagante de los pintores europeos, Jheronimus van Aker, el Bosco (1450-1516), el Museo del Prado custodia algunas de sus obras más importantes y famosas. Una de ellas, absolutamente genial, es el Tríptico de la Adoración de los Magos, pintada en 1494. Cuando lo miramos por encima, se tiene la sensación de que no estamos ante un Bosco, o que es el Bosco menos Bosco de sus pinturas. A primera vista no vemos las características del Bosco: animales fantásticos, escenas delirantes o grotescas, personajes salidos del mundo de las pesadillas, paisajes infernales, violencia y muerte. Al contrario, estamos ante una imagen religiosa, una Adoración de los Reyes Magos. Un paisaje que consideraríamos bucólico. Una atmósfera tranquila. Se puede pensar que toda la escena rezuma serenidad, paz, sosiego. Una Epifanía clásica que nos sumerge en un clima de adoración y de paz.

Pero cuando el ojo busca los detalles, entonces, ante nosotros, aparece otro cuadro, totalmente bosquiano. Tal vez este tríptico, en su día, fue un retablo portátil. O un retablo para un pequeño oratorio que se abría en algunas solemnidades, permaneciendo cerrado el resto del tiempo.

Cuando el tríptico se cierra podemos contemplar, en grisalla, un tema de gran devoción popular: la Misa de San Gregorio, es decir un tema eucarístico que tiene también su resonancia en el interior del tríptico. La escena del tríptico cerrado nos prepara para otro sacrificio, el de Jesús. En la parte superior de la cabaña encontramos una gavilla de trigo, alusión a la eucaristía, y en la corona del Rey Melchor está esculpido el sacrificio de Isaac. En la escena de la Epifanía, en cierto modo, ya está inscrito el Calvario. En el Niño recién nacido ya está prefigurado el Crucificado muerto.

En las dos hojas laterales aparecen los comitentes. A la izquierda el donante con su patrón, San Pedro portando las llaves. A la derecha, la donante con su protectora Santa Inés, como nos lo indica el corderillo blanco cerca de ella.

Miremos la tabla central, donde propiamente se desarrolla la escena de la Adoración de los Reyes Magos. A la intemperie, se sitúan María, el Niño y los Reyes Magos. Los Reyes Magos, en actitud de humildad y oración, se postran o se inclinan ante el Niño, escuálido, casi famélico, sentado sobre las rodillas de María, con un rostro entristecido, grave, serio, y los párpados semicerrados.

Es en el vano de la puerta de la cabaña donde encontramos una figura inquietante, estrafalaria, semidesnuda, indigna. Todos los intérpretes de esta pintura lo identifican con el Anticristo. Y probablemente así es. María y José han llegado a una cabaña abandonada donde ya estaba el Anticristo; por eso ellos prefieren quedarse fuera, a la intemperie. El Anticristo aparece medio desnudo, apenas cubiertos sus hombros con un manto regio, de color púrpura. Es más, su rostro y su cuello, muy morenos, contrastan con la palidez del resto del cuerpo. Adornado con ajorcas, pulseras, cadenas de oro y otras joyas que nos hablan de su mundanidad, de su señorío sobre este mundo y de su identificación con él: un mundo de oro y oropel. Lleva dos coronas, una sobre su cabeza y otra en su mano. La corona sobre su cabeza es una falsa corona de espinas, en un intento de buscar similitudes con Jesús. Curiosamente, los tres reyes, en actitud de humildad ante el verdadero Rey, se han quitado sus atributos regios. El Anticristo, por el contrario, mantiene la corona puesta, no se inclina ni se destoca ante Jesús. El Anticristo se sabe el rey del mundo. Y su deseo es serlo por los siglos de los siglos. Por ello lleva en la mano una corona de repuesto. Nadie va a quitarle su trono. Por encima de su cabeza, aparece un búho, símbolo de mal agüero, con un ratoncillo muerto junto a sus garras. Encima de la techumbre y en un lateral aparecen varios hombres, entre ellos un músico. No están en actitud de oración ni de reverencia ni de estupor ante el recién nacido. Son solo espectadores que asisten, entre divertidos y burlones, a esta escena de la Epifanía. Hasta la mula tiene un aire triste, una bestia prisionera en la choza del Anticristo. Un pequeño fuego en el interior de la cabaña, nos recuerda el infierno al que, en último término, irán a parar todos los que rodean al Antricristo y también el mismo Anticristo, pues al fin y al cabo el Anticristo representa todo lo contrario al mensaje de amor que Jesús trajo al nacer en Belén.

El paisaje, a primera vista, puede parecer de cuento de hadas, un paisaje encantador, formado por tierras, árboles, bosques, cultivos, lagos y una ciudad de arquitecturas fantasiosas y exóticas, pero maravillosas… Y sin embargo, esta visión idílica de la naturaleza se fractura y se rompe, porque ahí vemos dos ejércitos a punto de iniciar una batalla. El sueño de Isaías “el león pacerá con el cordero”, no es más que un desideratum. El mundo impone su realidad y su realidad es la de la guerra y la violencia extremas. Estos dos ejércitos bien pueden ser una metáfora aún válida para nuestra Europa actual donde desde hace meses, dos pueblos se enfrentan y destruyen, ajenos a cualquier petición de paz y de concordia. El mundo desde que es mundo no ha dejado de estar en guerra. En el cuadro, desperdigadas o volanderas, aparecen lanzas y flechas en varios puntos del paisaje.

Pero diseminadas a lo ancho del paisaje, descubrimos aún muchas escenas inquietantes, escenas que nos hablan de la realidad de nuestra existencia tocada por mal. Un hombre desvergonzado enseña sus vergüenzas a una mujer. Otra mujer es arrastrada por la fuerza por un hombre. Una mujer huye despavorida ante la presencia amenazante de un lobo, mientras un hombre yace moribundo por el zarpazo de un oso. Un hombre arrastra del ronzal a un burro sobre el que va un mono, símbolo de la lujuria, y verdadera bestia que el hombre no puede dominar. La naturaleza idílica sucumbe ante la presencia del mal y de la muerte, de la corrupción y de la violencia.

En el lado izquierdo del tríptico nos encontramos con la imagen más encantadora de esta pintura. Un hombre anciano, sentado encima de una cesta de mimbre, bajo un cobertizo destartalado, sostiene en sus manos unos pañales para secarlos ante un fueguecillo que arde ante él. Es San José, al que no vemos en la escena central y que aparece, apartado, cumpliendo su papel de verdadero padrazo de Jesús, realizando una tarea que, en aquella época era propia de las madres y de las mujeres. San José ladea su cuerpo y desvía un momento su mirada de los pañales para ver un poco el barullo que la presencia de los sabios llegados de países lejanos ha provocado, pero él es un hombre que no prestará nunca oídos ni ojos a los ruidos y a las pompas del mundo. Él sigue a lo suyo: cuidar lo que importa a su corazón. No es ni mucho menos el San José más bonito de la Historia del Arte, pero es el más auténtico. El Bosco ha captado, como ningún otro artista, la verdadera naturaleza de San José: el silencio, la servicialidad, la no apariencia, la no centralidad, el apartamiento. A algunos les puede parecer una imagen grotesca, burlona de San José, pero, creo que estamos ante la más certera visión del hombre que simplemente quiso servir a María y al Niño lo mejor que pudo.

Esta hermosa pintura que, al principio, nos encanta por su belleza y serenidad, poco después nos perturba por su violencia y los pecados ahí representados, y finalmente nos engancha por su manera afilada, certera, escalofriante de pintar el mundo lleno de iniquidad del Anticristo y la dulzura y mansedumbre del Mundo de Dios. Pero ambas presencias casi se rozan, de tan cercanas como están. La lucha de los dos ejércitos, la fiereza de los animales contra los seres humanos, la violencia de los hombres contra las mujeres. En fin, la omnipresencia de Jesús y del Anticristo y su ejércitos en todas las realidades de la existencia humana. Dentro de cada uno habita Cristo y el Anticristo. Lo podemos experimentar cada día y a cada hora. El Mal y el Bien estarán en nuestro interior, convocándonos y solicitándonos a su campo de acción y a su lado.

El Tríptico de la Adoración de los Magos del Bosco es un reflejo de este mundo. Están los que gobiernan y que azuzan a sus mesnadas de súbditos para batallar en una guerra de la que puede que salgan vivos, o tal vez no, pero más pobres y más miserables, sin duda. Están los que de mil maneras diferentes ejercen la violencia: de los fuertes contra los débiles, de los hombres contra las mujeres. Están los que con su mirada impura manchan todo lo que tocan. Están los verdaderos sabios (los Magos) de corazón, mente y cuerpo, que son los que no tienen miedo a las luengas peregrinaciones, con tal de descubrir la verdad y la bondad. Están los que sostienen este mundo, pobre, hambriento, al igual que hace María con su Hijo. Están los que hacen bien su deber, aman en el silencio y sirven, como José. Están los meros espectadores, los que miran sin tomar partido, los que no se comprometen, los tibios, los que esperan el resultado de la batalla para alinearse con los vencedores, como lo hace el grupo de curiosos y mirones. Están los que merodean alrededor de los buenos, dificultan sus proyectos les hacen saber que no van a consentir su bondad, ni su alegría ni su trabajo en favor de la fraternidad. Se asoman para ver el mundo e incordiarlo, pero ellos se reparan y se protegen bajo la techumbre. Tienen en sus manos y en su cabeza el poder para salirse con la suya, como lo es la figura del Anticristo y sus adláteres. Y luego están los invisibles, los que nadie ve, en los que nadie repara. Son los que construyen la ciudad, cultivan los campos, amasan el pan. No los vemos, pero vemos sus frutos: la ciudad construida y los campos cultivados.

Este cuadro, enigmático, inquietante, desasosegante refleja bien esa encrucijada ante la que nos sitúa la Navidad. ¿Qué papel queremos desempeñar? ¿Al lado de quien queremos ponernos? ¿Queremos ser un lobo para el hombre cómo vemos en una de las escenas? ¿Queremos sostener en nuestro regazo la fragilidad de los frágiles como hace María? ¿Queremos realizar las tareas más sencillas con tal de facilitar la vida a los demás, como hace José? ¿Queremos llevar en nuestra cabeza y nuestras manos las insignias del poder, para ser temidos y reverenciado por los demás?

Al anticristo le adornan cadenas de oro, símbolo de esa esclavitud a la que quiere someternos. Las cadenas, sean de oro o de hierro, son cadenas y significan la esclavitud y la falta de libertad. El Niño, en cambio, está desnudo, a la intemperie. Sólo los verdaderos sabios, de alma y de corazón (no los inteligentes ni los astutos ni los sagaces ni los arteros) son capaces de verlo, postrarse y adorarlo. 

El ave exótica sobre el cofre esférico de la mirra que porta Baltasar, es un ave fénix, símbolo del resurgir de todas las personas que han caído en las garras del Anticristo, como el ratoncillo en las del búho. Todo puede volver a la vida, recobrar la energía desaparecida y liberarse de las cadenas de la esclavitud. El sueño de un mundo nuevo y mejor no se extinguirá nunca de las cabezas y de los corazones del ser humano. Nada ni nadie está perdido del todo.

En la portezuela de la derecha, el cordero inocente e inmaculado nos habla de este mundo nuevo y puro que muchísimos han construido a lo largo de la Historia. Y con ellos, y a su lado, Jesús, Salvador del mundo. Nacido en Belén, a la intemperie. Nacido para instaurar una redención universal.

https://youtu.be/UYqAg2Q0JtY

https://www.youtube.com/watch?v=wCk80pP5znw


















2 comentarios:

  1. Como la vida misma, entre la belleza, la convivencia del bien y del mal.
    Buenas fechas para reflexionar.
    Feliz Navidad!!
    ESM

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