Pero cuando el ojo busca
los detalles, entonces, ante nosotros, aparece otro cuadro, totalmente
bosquiano. Tal vez este tríptico, en su día, fue un retablo portátil. O un
retablo para un pequeño oratorio que se abría en algunas solemnidades,
permaneciendo cerrado el resto del tiempo.
Cuando el tríptico se
cierra podemos contemplar, en grisalla, un tema de gran devoción popular: la
Misa de San Gregorio, es decir un tema eucarístico que tiene también su
resonancia en el interior del tríptico. La escena del tríptico cerrado nos
prepara para otro sacrificio, el de Jesús. En la parte superior de la cabaña
encontramos una gavilla de trigo, alusión a la eucaristía, y en la corona del
Rey Melchor está esculpido el sacrificio de Isaac. En la escena de la Epifanía,
en cierto modo, ya está inscrito el Calvario. En el Niño recién nacido ya está prefigurado el
Crucificado muerto.
En las dos hojas
laterales aparecen los comitentes. A la izquierda el donante con su patrón, San
Pedro portando las llaves. A la derecha, la donante con su protectora Santa
Inés, como nos lo indica el corderillo blanco cerca de ella.
Miremos la tabla central,
donde propiamente se desarrolla la escena de la Adoración de los Reyes Magos. A
la intemperie, se sitúan María, el Niño y los Reyes Magos. Los Reyes Magos, en
actitud de humildad y oración, se postran o se inclinan ante el Niño,
escuálido, casi famélico, sentado sobre las rodillas de María, con un rostro
entristecido, grave, serio, y los párpados semicerrados.
Es en el vano de la
puerta de la cabaña donde encontramos una figura inquietante, estrafalaria,
semidesnuda, indigna. Todos los intérpretes de esta pintura lo identifican con
el Anticristo. Y probablemente así es. María y José han llegado a una cabaña
abandonada donde ya estaba el Anticristo; por eso ellos prefieren quedarse
fuera, a la intemperie. El Anticristo aparece medio desnudo, apenas cubiertos
sus hombros con un manto regio, de color púrpura. Es más, su rostro y su
cuello, muy morenos, contrastan con la palidez del resto del cuerpo. Adornado
con ajorcas, pulseras, cadenas de oro y otras joyas que nos hablan de su
mundanidad, de su señorío sobre este mundo y de su identificación con él: un
mundo de oro y oropel. Lleva dos coronas, una sobre su cabeza y otra en su
mano. La corona sobre su cabeza es una falsa corona de espinas, en un intento de buscar similitudes con Jesús. Curiosamente, los tres reyes, en actitud de humildad ante el verdadero
Rey, se han quitado sus atributos regios. El Anticristo, por el contrario,
mantiene la corona puesta, no se inclina ni se destoca ante Jesús. El
Anticristo se sabe el rey del mundo. Y su deseo es serlo por los siglos de los
siglos. Por ello lleva en la mano una corona de repuesto. Nadie va a quitarle
su trono. Por encima de su cabeza, aparece un búho, símbolo de mal agüero, con
un ratoncillo muerto junto a sus garras. Encima de la techumbre y en un lateral
aparecen varios hombres, entre ellos un músico. No están en actitud de oración
ni de reverencia ni de estupor ante el recién nacido. Son solo espectadores que
asisten, entre divertidos y burlones, a esta escena de la Epifanía. Hasta la mula tiene un aire triste, una bestia prisionera en la choza del Anticristo. Un pequeño
fuego en el interior de la cabaña, nos recuerda el infierno al que, en último
término, irán a parar todos los que rodean al Antricristo y también el mismo
Anticristo, pues al fin y al cabo el Anticristo representa todo lo contrario al mensaje de amor que Jesús trajo al nacer en Belén.
El paisaje, a primera
vista, puede parecer de cuento de hadas, un paisaje encantador, formado por
tierras, árboles, bosques, cultivos, lagos y una ciudad de arquitecturas
fantasiosas y exóticas, pero maravillosas… Y sin embargo, esta visión idílica de la
naturaleza se fractura y se rompe, porque ahí vemos dos ejércitos a punto de
iniciar una batalla. El sueño de Isaías “el león pacerá con el cordero”, no es
más que un desideratum. El mundo impone su realidad y su realidad es la de la
guerra y la violencia extremas. Estos dos ejércitos bien pueden ser una
metáfora aún válida para nuestra Europa actual donde desde hace meses, dos
pueblos se enfrentan y destruyen, ajenos a cualquier petición de paz y de
concordia. El mundo desde que es mundo no ha dejado de estar en guerra. En el
cuadro, desperdigadas o volanderas, aparecen lanzas y flechas en varios puntos
del paisaje.
Pero diseminadas a lo
ancho del paisaje, descubrimos aún muchas escenas inquietantes, escenas que nos
hablan de la realidad de nuestra existencia tocada por mal. Un hombre
desvergonzado enseña sus vergüenzas a una mujer. Otra mujer es arrastrada por
la fuerza por un hombre. Una mujer huye despavorida ante la presencia amenazante
de un lobo, mientras un hombre yace moribundo por el zarpazo de un oso. Un
hombre arrastra del ronzal a un burro sobre el que va un mono, símbolo de la
lujuria, y verdadera bestia que el hombre no puede dominar. La naturaleza idílica sucumbe ante la
presencia del mal y de la muerte, de la corrupción y de la violencia.
En el lado izquierdo del
tríptico nos encontramos con la imagen más encantadora de esta pintura. Un
hombre anciano, sentado encima de una cesta de mimbre, bajo un cobertizo
destartalado, sostiene en sus manos unos pañales para secarlos ante un
fueguecillo que arde ante él. Es San José, al que no vemos en la escena central
y que aparece, apartado, cumpliendo su papel de verdadero padrazo de Jesús,
realizando una tarea que, en aquella época era propia de las madres y de las
mujeres. San José ladea su cuerpo y desvía un momento su mirada de los pañales
para ver un poco el barullo que la presencia de los sabios llegados de países
lejanos ha provocado, pero él es un hombre que no prestará nunca oídos ni ojos
a los ruidos y a las pompas del mundo. Él sigue a lo suyo: cuidar lo que
importa a su corazón. No es ni mucho menos el San José más bonito de la
Historia del Arte, pero es el más auténtico. El Bosco ha captado, como ningún
otro artista, la verdadera naturaleza de San José: el silencio, la
servicialidad, la no apariencia, la no centralidad, el apartamiento. A algunos
les puede parecer una imagen grotesca, burlona de San José, pero, creo que
estamos ante la más certera visión del hombre que simplemente quiso servir a
María y al Niño lo mejor que pudo.
Esta hermosa pintura que,
al principio, nos encanta por su belleza y serenidad, poco después nos perturba
por su violencia y los pecados ahí representados, y finalmente nos engancha por
su manera afilada, certera, escalofriante de pintar el mundo lleno de iniquidad
del Anticristo y la dulzura y mansedumbre del Mundo de Dios. Pero ambas
presencias casi se rozan, de tan cercanas como están. La lucha de los dos
ejércitos, la fiereza de los animales contra los seres humanos, la violencia de
los hombres contra las mujeres. En fin, la omnipresencia de Jesús y del
Anticristo y su ejércitos en todas las realidades de la existencia humana.
Dentro de cada uno habita Cristo y el Anticristo. Lo podemos experimentar cada
día y a cada hora. El Mal y el Bien estarán en nuestro interior, convocándonos
y solicitándonos a su campo de acción y a su lado.
El Tríptico de la
Adoración de los Magos del Bosco es un reflejo de este mundo. Están los que
gobiernan y que azuzan a sus mesnadas de súbditos para batallar en una guerra
de la que puede que salgan vivos, o tal vez no, pero más pobres y más
miserables, sin duda. Están los que de mil maneras diferentes ejercen la
violencia: de los fuertes contra los débiles, de los hombres contra las
mujeres. Están los que con su mirada impura manchan todo lo que tocan. Están
los verdaderos sabios (los Magos) de corazón, mente y cuerpo, que son los que no tienen
miedo a las luengas peregrinaciones, con tal de descubrir la verdad y la bondad.
Están los que sostienen este mundo, pobre, hambriento, al igual que hace María
con su Hijo. Están los que hacen bien su deber, aman en el silencio y sirven,
como José. Están los meros espectadores, los que miran sin tomar partido, los
que no se comprometen, los tibios, los que esperan el resultado de la batalla
para alinearse con los vencedores, como lo hace el grupo de curiosos y mirones.
Están los que merodean alrededor de los buenos, dificultan sus proyectos les hacen
saber que no van a consentir su bondad, ni su alegría ni su trabajo en favor de
la fraternidad. Se asoman para ver el mundo e incordiarlo, pero ellos se
reparan y se protegen bajo la techumbre. Tienen en sus manos y en su cabeza el
poder para salirse con la suya, como lo es la figura del Anticristo y sus
adláteres. Y luego están los invisibles, los que nadie ve, en los que nadie
repara. Son los que construyen la ciudad, cultivan los campos, amasan el pan.
No los vemos, pero vemos sus frutos: la ciudad construida y los campos
cultivados.
Este cuadro, enigmático,
inquietante, desasosegante refleja bien esa encrucijada ante la que nos sitúa
la Navidad. ¿Qué papel queremos desempeñar? ¿Al lado de quien queremos
ponernos? ¿Queremos ser un lobo para el hombre cómo vemos en una de las
escenas? ¿Queremos sostener en nuestro regazo la fragilidad de los frágiles
como hace María? ¿Queremos realizar las tareas más sencillas con tal de
facilitar la vida a los demás, como hace José? ¿Queremos llevar en nuestra
cabeza y nuestras manos las insignias del poder, para ser temidos y
reverenciado por los demás?
Al anticristo le adornan
cadenas de oro, símbolo de esa esclavitud a la que quiere someternos. Las
cadenas, sean de oro o de hierro, son cadenas y significan la esclavitud y la
falta de libertad. El Niño, en cambio, está desnudo, a la intemperie. Sólo los
verdaderos sabios, de alma y de corazón (no los inteligentes ni los astutos ni
los sagaces ni los arteros) son capaces de verlo, postrarse y adorarlo.
El ave exótica sobre el cofre
esférico de la mirra que porta Baltasar, es un ave fénix, símbolo del resurgir
de todas las personas que han caído en las garras del Anticristo, como el
ratoncillo en las del búho. Todo puede volver a la vida, recobrar la energía
desaparecida y liberarse de las cadenas de la esclavitud. El sueño de un mundo
nuevo y mejor no se extinguirá nunca de las cabezas y de los corazones del ser
humano. Nada ni nadie está perdido del todo.
En la portezuela de la
derecha, el cordero inocente e inmaculado nos habla de este mundo nuevo y puro
que muchísimos han construido a lo largo de la Historia. Y con ellos, y a su
lado, Jesús, Salvador del mundo. Nacido en Belén, a la intemperie. Nacido para instaurar
una redención universal.
https://youtu.be/UYqAg2Q0JtY
https://www.youtube.com/watch?v=wCk80pP5znw
Como la vida misma, entre la belleza, la convivencia del bien y del mal.
ResponderEliminarBuenas fechas para reflexionar.
Feliz Navidad!!
ESM
La convivencia del bien y del mal. Exacto. Gracias
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