martes, 27 de diciembre de 2022

Sor Clelia, la cocinera (y más) del Colegio

 


Sus ojos se cerraron el pasado día de Nochebuena, mientras a su alrededor sonaban villancicos, por ejemplo, Caro Gesù Bambino (ese villancico que los frailes italianos nos enseñaron en la Navidad de 1971). A los centenares de alumnos del Colegio San José de Aguilar de Campoo, para los que ella fue cocinera y mucho más, la noticia de su muerte les habrá llegado en medio de una cena abundante y familiar, mazapanes y turrones, con un fondo musical de Campana sobre Campana o Los peces en el río.

Sor Clelia Capizzano era natural de la región de Calabria, donde había nacido en 1933. El 1 de enero hubiera cumplido 90 años. En España pasó cuatro décadas, repartidas entre el Colegio San José (Aguilar de Campo) y la Casa Santa Teresa (Madrid). Se dice pronto y bien. Pero cuarenta años son cuarenta años. Toda una vida de trabajo y de entrega. Otras guanelianas llegaron, pasaron un poco de tiempo, y regresaron a su patria italiana. Pero la Clelia permaneció aquí hasta el año 2008, hasta que sus fuerzas fueron mermando poco a poco y su cuerpo empezó a encogerse y a doblarse. En Roma transcurrió la última etapa de su vida. Al final, su cabeza vagaba y erraba por los territorios de la desmemoria, pero cuando alguien le hablaba de los buenos tiempos de Aguilar o de su querido hermano Juan Vaccari o de su inseparable Antonina, o le enseñaba fotos de sus años españoles, la atención regresaba, la luz volvía a sus ojos y la emoción despertaba en su corazón.

Nos sucederá a todos. Los años de la infancia y la juventud se graban en granito en letras indelebles, mientras que a medida que nuestra jornada terrena llega a su atardecer, los hechos son simples letras escritas en el agua. En 1968, la presencia de las monjas y frailes guanelianos en la Villa de Aguilar de Campoo era aún muy reciente, cuando una joven monja de 35 años se apeó en la estación ferroviaria de Burgos; allí la esperaba el hermano Juan, para acercarla a su destino, el Colegio San José, donde se hizo cargo de la cocina. “Ahí está la cocina”, parece que le dijeron. Una cocina en un semisótano, gris y desangelada. “Y ahí está el comedor”, con un centenar de chavales que querían saciar sus insaciables estómagos de adolescentes inquietos, deportistas y un poco trastos.

Sin saber una palabra de castellano, sin un curso de cocina española en el currículum, sin una especialidad en antropología hispana, llegó la Clelia a tierras de Castilla, en aquellos pobretones años, a ganarse el pan y el cielo entre los pucheros, las ollas y las cazuelas, las sartenes, la espumadera y el cucharón.  Adiós a las fettucini y a los risottos, que Castilla es tierra de alubias, lentejas y garbanzos contundentes, de arroz dominguero y tortilla de patata. Es fácil ser una buen chef, como se dice ahora, con la despensa llena, la nevera rebosante y la cartera repleta. Pero no era este el panorama de 1968. Y sin embargo, ¿quién de los alumnos del internado ha probado alguna vez mejor pollo asado con verduras y mantequilla como el que hacía sor Clelia cada domingo? ¿Y de qué estaba hecha aquella ensaladilla rusa con escasos ingredientes y, sin embargo, sabrosísima? Sabía, como nadie, utilizar las especias, el comino, el orégano, la salvia, la albahaca, la nuez moscada, el romero, la guindilla, el clavo, el perejil… Tal vez, por eso, los platos eran diferentes y los guisos sabían más y mejor.

Los muchos alumnos que pasaron por Aguilar recordarán sin duda a sor Clelia chapurreando un español de frontera, un ‘itañol’ para andar entre verduras y legumbres. Pero cuando ella decía ‘Comete troppo’, nosotros entendíamos perfectamente que comíamos como limas, y cuando ella se quejaba de nuestro alocado parloteo con su clásico: ‘non dite bobate’, nosotros comprendíamos que debíamos parar de decir tonterías.

Y sin embargo, mi primer recuerdo de ella, apenas llegado yo al Colegio, es el de una Clelia llorando a lágrima viva y a moco tendido, cuando la noticia de la muerte del hermano Juan golpeó a todos y muy especialmente a las dos monjas-cocineras que tanto sabían de la santidad del buen fraile, que le habían visto rezar por cada rincón del colegio y llegar exhausto después de incómodos viajes por los pueblos en busca de alumnos. Y sor Clelia contaba muchas veces, para resaltar su propia imperfección y alabar la bondad del hermano Juan, que una vez, en la festividad de San José, ella se había esmerado mucho en hacer una tarta porque tenía invitados, pero cuando abrió el horno, la tarta se había quemado. Y se enfadó mucho, y no se le ocurrió otra cosa que dar la vuelta al cuadro con la imagen de San José que estaba en la cocina, castigando al santo contra la pared porque la tarta le había salido mal. Pero lo vio el hermano Juan y le afeó el gesto, y le dijo que eso no se hacía, y le suplicó que no lo volviese hacer, casi llorando.

Era refunfuñona cuando, sin venir a cuento, entrábamos en la cocina, casi siempre voceando, a pedir una pastilla de chocolate o una tirita para el rasguño, pero terminaba por acceder a lo que pedíamos, después, eso sí, de la tradicional regañina bilingüe.

Antes de que Dios amaneciese ya estaban ellas, quiero decir Clelia y su inseparable sor Antonina, su compañera de fatigas (había quien no las distinguía, y las llamaba en plural “las antoninas” o “las clelias”), en la capilla, a sus laudes, porque la jornada era larga y dura. Había que hacer la comida para más de un centenar de chicos, lo cual no era moco de pavo. Había que pelear con los proveedores. Y en esto sor Clelia era un lince; no se dejaba engatusar por los tenderos, y siempre les sacaba unas manzanas o unas cebollas de propina. Y había que ir a la huerta, a recoger las berzas, el romero o el perejil.

Por las noches, después de más de uno y dos rosarios, aún tenían tiempo las dos monjitas para pasarse por el ropero. Y, mientras la Antonina leía el Observatore Romano en italiano, la Clelia hacía y deshacía un centro de ganchillo como una Penélope guaneliana.

            Cuando había sesión de cine en el salón, Sor Clelia no se perdía la proyección, por nada del mundo. Películas del oeste sucedían a las de Cantinflas o Charlot, comedias de enredo españolas alternaban con filmes piadosos y edificantes de santos, sin que faltasen las de romanos. Pero las preferidas de sor Clelia eran los dramones de niños huérfanos, familias pobres, niños enfermos y padres abnegados… y entonces la Clelia se pasaba la película llorando como una magdalena, pero contenta por haber dado vía libre a su sensibilidad.

Los domingos por la tarde, lo recuerdo aún, sor Clelia y sor Antonina se quitaban el mandilón blanco, y se iban las dos a rezar vísperas y a tomar un café italiano bien cargado y algún dulce con la otra comunidad guaneliana asentada también en Aguilar.

            En fin, querida Clelia, es el momento de darte las gracias por hacernos la vida un poco más fácil en aquel internado de Aguilar, y por haber puesto un poco de feminidad y maternidad en aquel colegio de hombres recios en ciernes y muchachos rurales y, tal vez, un poco rudos. Porque, además de cocinera, fuiste un poco madre y hermana mayor, un poco ‘cosetodo’, un poco enfermera, un poco catequista. Infinitas veces te quejabas de no saber esto o aquello, de que no te salía bien este guiso o aquella receta. Pero siempre he pensado que sabías más de lo que decías, y que te subestimabas más de lo conveniente.

Hace mucho que dejaste aquella cocina aguilarense, aunque las muchas horas allí pasadas te ‘habrán desgravado’, sin duda, cuando te hayas presentado ante San Pedro esta Navidad. Pero yo te pido que, por un instante, vuelvas la mirada atrás, a ese comedor de mesas verdes, rojas y amarillas, a las perolas cuarteleras con sus bollones, al estruendo de fin de mundo que hacían los cien alumnos escaleras abajo camino del plato humeante de lentejas. Echa la vista atrás: el vía crucis por la loma de Peña Aguilón, el festival navideño con el villancico ‘Caro Gesù Bambino’, los concursos culturales de vestuarios fastuosos, la tarde de domingo con película lacrimógena, el patio lleno de niños jugando a fútbol, la canción “no has nacido, Clelia, para estar triste, aunque llueva en tu corazón”, que un día te cantaron por tu cumpleaños, la tarta ‘crostata’, insuperable, que preparabas para las grandes solemnidades, el huertecillo, los rosales alrededor de la estatua San José, la capilla adornada para la fiesta de Luis Guanella …

Estoy seguro de que el recuerdo y la oración de una avemaría, tal vez medio olvidada, de tantos seminaristas del Colegio San José te ha acompañado en el paso a esa “tierra nueva” en la que acabas de entrar. Te pido que recuerdes a Dios, en tu sabroso “itañol”, nuestros nombres y nuestros rostros de niños (aunque ya no lo seamos, ni mucho menos). Si el paraíso es, como escribió Isaías, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos”, yo quiero que tú, querida Clelia, seas también, allá arriba, la cocinera.

 










 








6 comentarios:

  1. Querido Bautista. Qué bien has recordado ala hermanas Clelia. La verdad que era también para nosotros,sacerdotes y hermanos un ejemplo de entrega a Diodi que "andaba entre las hollas y perolas", siempre con su sonrisa,sencillez y humuldad. en el cielo se acordará de nosotros.... un abrazo para ti.

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  2. Como siempre entrañable. Sabes expresar en palabras lo que todos los que conocimos sentimos y llevamos en el recuerdo y en el corazón. Imagino de nuevo a las dos juntitas en el cielo.
    Gracias sor Clelia

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    1. Muchas gracias, José Angel. Siempre nos sintomos queridos por Antonina y Clelia

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  3. Gracias Bautista por tu reseña entrañable. Eran las dos nuestros "ángeles de la guarda". Que nos sigan cuidando desde el cielo.GRACIAS a las dos.

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  4. Muchas gracias, Alberto. Un abrazo grande

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