Sus ojos se
cerraron el pasado día de Nochebuena, mientras a su alrededor sonaban villancicos,
por ejemplo, Caro Gesù Bambino (ese villancico que los frailes italianos
nos enseñaron en la Navidad de 1971). A los centenares de alumnos del Colegio
San José de Aguilar de Campoo, para los que ella fue cocinera y mucho más, la
noticia de su muerte les habrá llegado en medio de una cena abundante y
familiar, mazapanes y turrones, con un fondo musical de Campana sobre
Campana o Los peces en el río.
Sor Clelia
Capizzano era natural de la región de Calabria, donde había nacido en 1933.
El 1 de enero hubiera cumplido 90 años. En España pasó cuatro décadas,
repartidas entre el Colegio San José (Aguilar de Campo) y la Casa Santa Teresa
(Madrid). Se dice pronto y bien. Pero cuarenta años son cuarenta años. Toda una
vida de trabajo y de entrega. Otras guanelianas llegaron, pasaron un poco de
tiempo, y regresaron a su patria italiana. Pero la Clelia permaneció aquí hasta
el año 2008, hasta que sus fuerzas fueron mermando poco a poco y su
cuerpo empezó a encogerse y a doblarse. En Roma transcurrió la última etapa de
su vida. Al final, su cabeza vagaba y erraba por los territorios de la
desmemoria, pero cuando alguien le hablaba de los buenos tiempos de Aguilar o
de su querido hermano Juan Vaccari o de su inseparable Antonina, o le
enseñaba fotos de sus años españoles, la atención regresaba, la luz volvía a
sus ojos y la emoción despertaba en su corazón.
Nos sucederá a
todos. Los años de la infancia y la juventud se graban en granito en letras
indelebles, mientras que a medida que nuestra jornada terrena llega a su
atardecer, los hechos son simples letras escritas en el agua. En 1968, la
presencia de las monjas y frailes guanelianos en la Villa de Aguilar de Campoo
era aún muy reciente, cuando una joven monja de 35 años se apeó en la estación
ferroviaria de Burgos; allí la esperaba el hermano Juan, para acercarla a su
destino, el Colegio San José, donde se hizo cargo de la cocina. “Ahí está la cocina”, parece que le
dijeron. Una cocina en un semisótano, gris y desangelada. “Y ahí está el comedor”, con un centenar de chavales que querían
saciar sus insaciables estómagos de adolescentes inquietos, deportistas y un
poco trastos.
Sin saber una
palabra de castellano, sin un curso de cocina española en el currículum, sin
una especialidad en antropología hispana, llegó la Clelia a tierras de
Castilla, en aquellos pobretones años, a ganarse el pan y el cielo entre los
pucheros, las ollas y las cazuelas, las sartenes, la espumadera y el cucharón. Adiós a las fettucini y a los risottos,
que Castilla es tierra de alubias, lentejas y garbanzos contundentes, de arroz
dominguero y tortilla de patata. Es fácil ser una buen chef, como se dice ahora, con la despensa llena, la nevera
rebosante y la cartera repleta. Pero no era este el panorama de 1968. Y sin
embargo, ¿quién de los alumnos del internado ha probado alguna vez mejor pollo
asado con verduras y mantequilla como el que hacía sor Clelia cada domingo? ¿Y
de qué estaba hecha aquella ensaladilla rusa con escasos ingredientes y, sin
embargo, sabrosísima? Sabía, como nadie, utilizar las especias, el comino, el
orégano, la salvia, la albahaca, la nuez moscada, el romero, la guindilla, el
clavo, el perejil… Tal vez, por eso, los platos eran diferentes y los guisos sabían
más y mejor.
Los muchos
alumnos que pasaron por Aguilar recordarán sin duda a sor Clelia chapurreando
un español de frontera, un ‘itañol’
para andar entre verduras y legumbres. Pero cuando ella decía ‘Comete troppo’, nosotros entendíamos
perfectamente que comíamos como limas, y cuando ella se quejaba de nuestro
alocado parloteo con su clásico: ‘non
dite bobate’, nosotros comprendíamos que debíamos parar de decir tonterías.
Y sin embargo,
mi primer recuerdo de ella, apenas llegado yo al Colegio, es el de una Clelia
llorando a lágrima viva y a moco tendido, cuando la noticia de la muerte del
hermano Juan golpeó a todos y muy especialmente a las dos monjas-cocineras que
tanto sabían de la santidad del buen fraile, que le habían visto rezar por cada
rincón del colegio y llegar exhausto después de incómodos viajes por los
pueblos en busca de alumnos. Y sor Clelia contaba muchas veces, para resaltar su
propia imperfección y alabar la bondad del hermano Juan, que una vez, en la
festividad de San José, ella se había esmerado mucho en hacer una tarta porque
tenía invitados, pero cuando abrió el horno, la tarta se había quemado. Y se
enfadó mucho, y no se le ocurrió otra cosa que dar la vuelta al cuadro con la
imagen de San José que estaba en la cocina, castigando al santo contra
la pared porque la tarta le había salido mal. Pero lo vio el hermano Juan y le
afeó el gesto, y le dijo que eso no se hacía, y le suplicó que no lo volviese
hacer, casi llorando.
Era refunfuñona
cuando, sin venir a cuento, entrábamos en la cocina, casi siempre voceando, a
pedir una pastilla de chocolate o una tirita para el rasguño, pero terminaba
por acceder a lo que pedíamos, después, eso sí, de la tradicional regañina
bilingüe.
Antes de que
Dios amaneciese ya estaban ellas, quiero decir Clelia y su inseparable sor Antonina,
su compañera de fatigas (había quien no las distinguía, y las llamaba en plural
“las antoninas” o “las clelias”), en la capilla, a sus laudes, porque la
jornada era larga y dura. Había que hacer la comida para más de un centenar de
chicos, lo cual no era moco de pavo. Había que pelear con los proveedores. Y en
esto sor Clelia era un lince; no se dejaba engatusar por los tenderos, y
siempre les sacaba unas manzanas o unas cebollas de propina. Y había que ir a
la huerta, a recoger las berzas, el romero o el perejil.
Por las noches,
después de más de uno y dos rosarios, aún tenían tiempo las dos monjitas para
pasarse por el ropero. Y, mientras la Antonina leía el Observatore Romano en italiano, la Clelia hacía y deshacía un
centro de ganchillo como una Penélope guaneliana.
Cuando había sesión de cine en el
salón, Sor Clelia no se perdía la proyección, por nada del mundo. Películas del
oeste sucedían a las de Cantinflas o Charlot, comedias de enredo españolas
alternaban con filmes piadosos y edificantes de santos, sin que faltasen las de
romanos. Pero las preferidas de sor Clelia eran los dramones de niños huérfanos,
familias pobres, niños enfermos y padres abnegados… y entonces la Clelia se
pasaba la película llorando como una magdalena, pero contenta por haber dado
vía libre a su sensibilidad.
Los domingos
por la tarde, lo recuerdo aún, sor Clelia y sor Antonina se quitaban el
mandilón blanco, y se iban las dos a rezar vísperas y a tomar un café italiano bien
cargado y algún dulce con la otra comunidad guaneliana asentada también en
Aguilar.
Hace mucho que dejaste
aquella cocina aguilarense, aunque las muchas horas allí pasadas te ‘habrán desgravado’,
sin duda, cuando te hayas presentado ante San Pedro esta Navidad. Pero yo
te pido que, por un instante, vuelvas la mirada atrás, a ese comedor de mesas
verdes, rojas y amarillas, a las perolas cuarteleras con sus bollones, al
estruendo de fin de mundo que hacían los cien alumnos escaleras abajo camino
del plato humeante de lentejas. Echa la vista atrás: el vía crucis por la loma
de Peña Aguilón, el festival navideño con el villancico ‘Caro Gesù Bambino’, los concursos culturales de vestuarios
fastuosos, la tarde de domingo con película lacrimógena, el patio lleno de niños
jugando a fútbol, la canción “no has nacido, Clelia, para estar triste,
aunque llueva en tu corazón”, que un día te cantaron por tu cumpleaños, la
tarta ‘crostata’, insuperable, que
preparabas para las grandes solemnidades, el huertecillo, los rosales alrededor
de la estatua San José, la capilla adornada para la fiesta de Luis Guanella …
Estoy seguro de
que el recuerdo y la oración de una avemaría, tal vez medio olvidada, de tantos
seminaristas del Colegio San José te ha acompañado en el paso a esa “tierra nueva” en la que acabas de
entrar. Te pido que recuerdes a Dios, en tu sabroso “itañol”, nuestros nombres y nuestros rostros de niños (aunque ya no
lo seamos, ni mucho menos). Si el paraíso es, como escribió Isaías, un “festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares
enjundiosos, vinos generosos”, yo quiero que tú, querida Clelia,
seas también, allá arriba, la cocinera.
Querido Bautista. Qué bien has recordado ala hermanas Clelia. La verdad que era también para nosotros,sacerdotes y hermanos un ejemplo de entrega a Diodi que "andaba entre las hollas y perolas", siempre con su sonrisa,sencillez y humuldad. en el cielo se acordará de nosotros.... un abrazo para ti.
ResponderEliminarMuchas gracias. Pero no sé quién eres
EliminarComo siempre entrañable. Sabes expresar en palabras lo que todos los que conocimos sentimos y llevamos en el recuerdo y en el corazón. Imagino de nuevo a las dos juntitas en el cielo.
ResponderEliminarGracias sor Clelia
Muchas gracias, José Angel. Siempre nos sintomos queridos por Antonina y Clelia
EliminarGracias Bautista por tu reseña entrañable. Eran las dos nuestros "ángeles de la guarda". Que nos sigan cuidando desde el cielo.GRACIAS a las dos.
ResponderEliminarMuchas gracias, Alberto. Un abrazo grande
ResponderEliminar