Cuando a
finales de verano llegué a Úbeda el
sol de la tarde doraba los palacios de esta ‘Salamanca de Andalucía’. ¡Bosque de piedras blasonadas! Pero nada
más descender del autobús, mis pies marcharon raudos al convento donde Juan de Yepes, después San Juan de la
Cruz para la Iglesia Católica, murió el 14 de diciembre de 1591.
La celda donde
Juan murió fue convertida en oratorio, y ahora forma parte del museo con el que
los carmelitas honran la memoria del genial místico, estudiado por cristianos,
musulmanes, budistas e hindúes.
En el centro
del oratorio se levanta un cenotafio que recuerda el lugar exacto donde murió.
Sus restos mortales no reposarían por mucho tiempo en Úbeda, ya que la
segoviana Ana de Peñalosa revolvió
Roma con Santiago para que el cuerpo de Juan de la Cruz fuera depositado en la
ciudad del Acueducto, como así se hizo (el traslado nocturno y en secreto
constituye una de las aventuras del Quijote,
y es narrado en el capítulo XIX de la Primera Parte)
“A oscuras y en celada/ ¡oh, dichosa ventura!
No había nadie
en el museo. Y me encontré solo ante el cenotafio. ¿Qué podía hacer sino recitar
el Cántico Espiritual, esa cima de
la poesía en castellano, que no ha sido aún superada? Viví uno de esos momentos
que justifican un viaje. Desde que leí por vez primera el Cantico Espiritual,
Juan de Yepes pertenece a mi “liber
amicorum”, junto a Miguel de Cervantes, Machado, Teresa de Jesús, Dostoievski,
Flaubert, Stendhal, Natalia Ginzburg, Jiménez Lozano, Miguel Delibes, Stefan
Zweig, François Mauriac, Enmanuel Carrère y algunos otros.
A Juan de la
Cruz, admirado y ensalzado después de muerto, perteneció mientras vivía, a la
categoría de los perdedores y de los crucificados. El hambre pasada en su
infancia, el hambre que se llevó a su padre y a su hermano lo marcó para
siempre. El hambre es la ‘nada’ de alimento. Y él pasaría el resto de su
existencia buscando la nada en su interior, como única manera de hacer vacío en
sus adentros y que Dios ocupase todo el espacio. El vacío habitado.
Su familia que
procedía de Yepes (Toledo) se trasladó a Fontiveros, Arévalo y, finalmente, Medina del Campo. Tal vez, como han
sugerido algunos, esa huida del terruño nativo pudiera deberse a la sospecha
sobre la limpieza de sangre (la ascendencia judía o morisca) o tal vez al
matrimonio de sus padres no aceptado por sus familias. Lo cierto es que su
madre, la Catalina, era una criada y
una tejedora, y que Juan, en su infancia, tuvo que aprender varios ‘oficios de
pobres’, ayudar a su madre a hacer cestas de mimbre, o a aceptar un trabajo
degradante como era la asistencia a enfermos infecciosos en el hospital de
Medina, donde pudo conocer la pobreza de la enfermedad unida a la marginación
que provoca el contagio. Atendió con dulzura a los agonizantes y aceptó las
tareas más humildes como asear a los enfermos, cambiar las vendas y recoger sus
vómitos. Pero allí, alguien observó al adolescente, canijo y endeble, pero
dulce y valiente, y también inteligente, que leía libros sentado en el suelo en
los pocos momentos que le dejaba el cuidado de los enfermos. Fue esa
inteligencia poco común la que finalmente le llevó al colegio que los jesuitas acababan
de abrir en Medina, como estudiante ‘pobre’.
Recién
ordenado sacerdote, manifestó su deseo de hacerse cartujo y vivir su vocación
en soledad y en silencio, apartado del mundo. Tenía 25 años la tarde en la que,
a través de la verja de la clausura del convento de Medina, se entrevistó con Teresa de Jesús. Ella tenía 52 años. Una
perspicacia fuera de lo común, le hizo ver que ese “medio fraile” (bajísimo de
estatura) era el “hombre” que ella necesitaba para reformar a los carmelitas.
Duruelo (Ávila) fue el primer convento
‘descalzo’ de la rama masculina de los carmelitas. Y la pobreza y oración con
la que allí se vivía no asustó a Juan, sino que le confirmó que ese era el
camino: descalcez, pobreza, oración, vida interior, silencio… Cuando Teresa lo
visitó, quedó maravillada de la vida reformada de su “senequita”, como cariñosamente
le llamaba, por esa sabiduría que manifestaba Juan, no obstante su juventud.
Ocupó diversos
cargos en la Orden del Carmelo, y ganó muchos amigos, pero también mucha
inquina y muchos enemigos poderosos. Acabó con sus huesos en la cárcel de Toledo, encerrado por sus
propios hermanos de religión. Todos los días era azotado. Pasaba los días en un
cuchitril hediondo, conviviendo con sus propios excrementos, recibiendo como
alimento un comistrajo, con el cuerpo lleno de piojos y pústulas. Y sin embargo,
esta experiencia de abandono, postración y sufrimiento, lejos de desesperarle y
llenarle de rebeldía o amargura, le abrieron el camino al amor de Dios y a la
belleza del mundo. En el lugar más mísero, él escribió los versos más hermosos
de la lengua castellana (es Doctor de la Iglesia y Patrón de los Poetas): la belleza de Dios, la belleza del amor, la
belleza de la ternura, la belleza de la naturaleza. Pero no se resignó a la
cárcel y en cuanto pudo, descolgándose por la pared, escapó y encontró refugio
en un convento femenino a cuyas monjas él recitó, por primera vez, los versos que
tenía bien escritos en su memoria: el Cántico Espiritual.
“Mil gracias derramando,/ Pasó por estos
sotos con presura, / Y yéndolos mirando, / Con sola su figura / Vestidos los
dejó de su hermosura”.
El desprecio o
la cárcel hicieron mella en su cuerpo, que siempre había sido enteco y frágil,
pero no en su alma que era libre, fuerte y gozosa. Al final de su vida, las
envidias le desposeyeron de todos sus cargos, y el volvió a ser un fraile
corriente y moliente. Estando en el convento de La Peñuela, Juan enferma de
unas “calenturillas” en la pierna. Como en ese convento no hay farmacia,
deciden enviarlo al convento de Úbeda. Y como era un fraile insignificante, un
fraile de nada, el superior encarga a un hombre de la Peñuela que le acompañe
con su mula. Es un hombre ‘inocente’, corto de inteligencia y algo retrasado.
Era el 28 de septiembre de 1591 cuando a lo lejos se divisa Úbeda. En el último
descanso antes de alcanzar el convento, el mozo ofrece un poco de pan duro a
Juan, pero éste se muestra inapetente, tal vez su boca ya no podía tragar ese corrusco
duro. Y así, lleno de melancolía, Juan dice al mozo: “si al menos fuesen unos espárragos trigueros”. Y como el mozo era
medio ‘inocente’ no cayó en la cuenta de que septiembre no es mes para
espárragos, así que se levantó y a escasos metros encontró, junto al puente, un
buen manojo de espárragos, y se los ofreció a fray Juan, que los recibió con
contento, y esbozó una sonrisa. Y este episodio, leyenda o florecilla la vi
plasmada en una hermosa escultura de madera: Fray Juan y a su lado un manojo de
espárragos.
En el convento
de Úbeda se encontró con un superior poco dado a la misericordia con el enfermo
y pronto le espetó “que eran pobres y que
una boca más no convenía al convento”. Juan aceptó la reprimenda. Pero poco
a poco la humildad y la bondad de un fray Juan postrado y enfermo fue
conquistando a todos los frailes, también al superior, arrepentido de su
aspereza. Y en sus últimas horas, toda la comunidad se hallaba en su celda, con
lágrimas en los ojos y ternezas en el corazón. Quisieron leerle las
recomendaciones del alma, muy apropiadas para los moribundos, pero él les rogó
que le leyesen por caridad el Cantar de
los Cantares, que es propio de los enamorados. Justo a las doce de la noche
entre el 13 y 14 de diciembre, Juan partía a “decir maitines en el cielo”, mientras sus ‘calenturillas’ dejaban
de desprender el hedor, y un perfume suave de flores llenaba toda la estancia y
todo el convento. Tenía 49 años.
Había peregrinado
en pos de la nada, pero una nada que le iba a permitir poseer el Todo: “Míos son los cielos y mía es la tierra;
mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son
míos, y la Madre de Dios es mía y todas las cosas son mías, y el mismo Dios es
mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí.
Se comprende
ahora que, nada más llegar a Úbeda, fuese al encuentro de Juan de Yepes o Juan de la Cruz. Los palacios de Las Cadenas, de
Vela de los Cobos, de los Marqueses de Bussianos, de los Medinillas, de los
Anguís, de los Porceles, del Marqués de Mancera bien podían esperar hasta el
día siguiente.
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