lunes, 6 de junio de 2022

¡Somos de primera!

 

Un minuto después del ascenso a primera división de fútbol del Real Valladolid, los perfiles y los estados de muchos de mis contactos se tornaron “blanquivioletas”. No soy nada futbolero, aunque entiendo que estar en primera división es un beneficio no pequeño para una ciudad mediana, como lo es la capital de Pisuerga. Y entiendo que los seguidores del Pucela lo hayan celebrado con entusiasmo y algarabía. No me ha costado en absoluto felicitar a mis amigos seguidores del Real Valladolid.

Un cartel, entre todos me ha llamado la atención: La fotografía de los futbolistas y un breve texto: “Somos de Primera”. El cartel en cuestión significa, en efecto, que el equipo del Real Valladolid ha ascendido a primera, y que, por identificación emocional, muchos se “sienten también de primera”.

Dado mi ateísmo futbolero, y puestos a soñar, me gustaría que mi ciudad fuese de primera por alguna otra razón. No estaría mal proclamar:

“Somos de primera”, en lo que se refiere a distribución de la riqueza. “Somos de primera” en el respeto a la naturaleza y a los animales. “Somos de primera” en la falta de prejuicios. “Somos de primera” en la atención a los más vulnerables”. “Somos de primera” en el cuidado de nuestros abuelos. “Somos de primera” en el número de libros leídos y museos visitados. “Somos de primera” en el respeto a las mujeres. “Somos de primera” en el nivel educativo de nuestros alumnos. “Somos de primera” en el voluntariado social y en el sostenimiento de las Ongd’s. “Somos de primera” en la cortesía y en el buen trato a quien se cruza con nosotros.

Por el momento, “somos de primera”, en lo tocante a fútbol. Puede que mañana seamos de primera por alguna otra razón. Solo hay que esperar. 

15.- Las bienaventuranzas (Mt 5, 3-12)

 



La lógica ilógica de Jesús

Como nos ha enseñado la muestra Mons Dei, celebrada en Aguilar de Campoo, algunos de los episodios más importantes del Antiguo y del Nuevo Testamento acontecieron en un monte: el Horeb, el Sinaí, el Carmelo, el Gólgota. Otros acontecimientos muy importantes han ocurrido también en un monte, aunque no sepamos el nombre exacto. Es el caso de la proclamación de las bienaventuranzas, hasta el punto de que el Sermón de la Montaña equivale a decir bienaventuranzas.

Muchos exegetas han llamado a este discurso la Carta Magna de Jesús. En las bienaventuranzas está encerrada y resumida la lógica del evangelio, que es una lógica muy distinta a la del mundo. Por ello, el cristianismo siempre será un signo de contradicción. Y por ello los santos que han vivido hasta sus últimas consecuencias las bienaventuranzas han sido siempre motivo de escándalo.

Bienaventurados los pobres. No los que carecen de bienes materiales, sino aquellos que son conscientes de su pobreza, de su ignorancia, de su insignificancia, de su poca valía, de su radical desvalimiento, de su falta de inteligencia. Los que se saben pobres y se reconocen como tales porque carecen de cosas, de inteligencia, de influencia, de poder, de belleza, de fuerza, de salud. Los que son conscientes de su radical pobreza, y por ello son humildes, porque se sienten incompletos, imperfectos, desvalidos. Se saben pobres, porque se saben pecadores.

 Bienaventurados los que lloran. Los capaces de llorar con los que lloran. Los capaces de hacer suyas las penas y los dolores del mundo. Los que se sienten inclinados hacia los rostros que lloran en lugar de sentirse fascinados por los que ríen o exultan porque las cosas les van a las mil maravillas, porque triunfan a todas las luces, porque suben a todos los pódiums. Bienaventurados los que lloran no sólo con los ojos, sino con el corazón, con las entrañas y con las manos. Bienaventurados los que lloran. No los llorones, los quejicas y los lamentantes, sino los que lloran porque la desgracia, propia o ajena, ha hecho en su carne y en su alma una morada y se sienten aplastados y devastados.

 Bienaventurados los humildes. Bienaventurados los que no se imponen por la fuerza, por la inteligencia o por la riqueza. Bienaventurados los que no van poniendo zancadillas, ni atropellando, los que prefieren sentarse en las últimas sillas y no desean tener nunca la última palabra. Los que piden las cosas por favor y dan gracias por cualquier nonada. Los que deciden ocupar poco espacio. Los que buscan no sentar cátedra. Los que prefieren llevar las de perder, los que no discuten, ni levantan la voz, los que a veces se hacen los sordos para no responder a necedades y los que prefieren que se les tache de tontos a que sus gestos o palabras pongan a alguien en su sitio. Bienaventurados los humildes, es decir los que buscan la verdad, porque en la verdad está la humildad. Los soberbios van con el yo delante, seguro y rotundo. Un yo tan fuerte que, por fuerza, quita el aire a los demás. El yo –que es lo propio de los soberbios- es siempre un crimen. Los humildes son los que han renunciado al yo que es siempre un monstruo insaciable.

 


Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia. Bienaventurados los que intentan ser justos en todo momento. Los que tratan con justicia a todos. Los que anhelan que la justicia reine en la casa, en el pueblo, en la nación y en el mundo. Los que se sienten indignados cuando la justicia se pone del lado del fuerte. Los que hacen algo para compensar, en lo posible, a aquellos que la vida ha tratado injustamente. Los que claman por todos los medios para que se haga justicia en el mundo. Y más bienaventurados los que, mientras aguardan y anhelan que la justicia sea realidad en todos los rincones, intentan curar los destrozos y las heridas que causa la injusticia allá donde se ejerce como algo natural, como algo normal, o con premeditación. Tienen hambre y sed de justicia los que luchan contra todos los hijos bastardos de la injusticia: los hambrientos, los esclavos, los maltratados por ser de otra raza, de otro sexo, de otra nación, de otra religión. Los desechos que la injusticia va dejando a su paso sólo pueden ser dignificados y restaurados en su grandeza humana por aquellos que están sedientos y hambrientos de justicia.

 Bienaventurados los misericordiosos. Bienaventurados los que no llevan la cuenta de los tropiezos de los demás, ni de sus caídas. Bienaventurados los que son capaces de ponerse en lugar del otro. Los que tratan como ellos mismos quisieran ser tratados. Los que no apuntan nada en la página del ‘debe’. Los que conjugan cada mañana y cada tarde los verbos apiadarse y compadecerse. Los que no hacen pagar a sus deudores hasta el último centavo. Los que no pronuncian nunca “ya me las pagarás”, ni “ya te espero”. Bienaventurados los que saben que ser misericordiosos, a pesar de conocer las miserias ajenas, significa tratar a los demás con corazón. Los que saben que cuanto más miserable es el otro, más necesitado estará de nuestra misericordia. Los que prefieren el perdón a la venganza. Los que tienen memoria sólo para agradecer, pero nunca para recordar las ofensas recibidas. Los que saben que la misericordia beneficia sobre toda al que la utiliza, mucho más que al que la recibe. Porque los misericordiosos son los ricos de corazón, los sanos de corazón.

 Bienaventurados los limpios de corazón. Los que leen el mundo y el corazón de los hombres en clave de inocencia. Los que no son malpensados, aunque a veces se equivoquen. Los que creen en las razones y en las explicaciones de los demás. Los que preguntan sin afán de sonsacar, ni sin afán de pillar en un desliz. Los que no ven las segundas intenciones. Los que hablan llanamente, sin indirectas, sin dobles sentidos, sin dardos envenenados. Los que aun viendo venir al lujurioso, al mentiroso, al necio o al hipócrita, le dan una oportunidad, porque creen que en cualquier momento una persona puede cambiar y modificar su conducta. Los que miran con inocencia a los demás. Los que no temen a  quien pueda infamarles, o mentirles, o aprovecharse de ellos.  Bienaventurados los limpios, es como decir bienaventurados los niños sin cálculos y si oficio de mentir. Los limpios de corazón son capaces de ver una estrella en una noche oscura, un rasgo de belleza en el rostro estragado, una pizca de bondad en el asesino. No juzgan al mundo, ni lo condenan porque creen que en el corazón de todo ser humano hay semillas de bondad y de ternura.

 Bienaventurados los constructores de paz. ¿Hay alguien que no desee la paz? Todos hablan de ella y todos dicen actuar por razones de paz. ¿Pero quienes la construyen? Sólo los pacíficos, es decir lo que hacen con sus manos, sus lenguas, sus corazones, sus dedos y sus pies la paz día a día. ¡Los constructores de paz! Los que evitan cualquier conversación y cualquier acción que pueda sembrar la discordia y la turbación. Cualquier gesto que provoque en el otro la ira, la agresividad y la violencia. Los que calman, los que se interponen entre los elementos discordantes. Los que ponen bálsamo allí donde otros han puesto arenas en el engranaje de la complicada maquinaria doméstica, comunitaria, mundial. Los que disculpan al otro. Los que no contestan para no echar más leña al fuego. Los que bajan el tono cuando alguien grita. Los que saben cómo calmar al otro, como curar sus heridas aún sangrantes. Los que actúan serenando ambientes y tranquilizando comunidades. Los que tratan con justicia a todos para que nadie se sienta perdedor. Los que perdonan porque comprenden que alguien, en algún momento, tiene que parar la espiral de violencia. Los que construyen puentes, aun cuando sean muchos los que les inciten a, con esos mismos adobes, levantar barreras y muros.

 


Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia. La justicia se repite como fondo en dos bienaventuranzas. En la primera alude al hambre de justicia, a la sed de ser justos. La segunda alude a los que asumen que su lucha por la justicia, por los derechos, por las libertades, por la igualdad, por la fraternidad, lleva aparejada casi siempre la persecución, la deshonra, la infamia, el descrédito, el escarnio, la cárcel y hasta la vida. Cuando se busca la justicia, se corre un riesgo, y se endeuda uno con un mundo que, por muy justo que parezca en algunas latitudes, no querrá oír nunca hablar de un reino de igualdad y de libertad para todos. Defender la causa de los sin voz, de los pobres, de los que están en franca minoría, de los desechos, conlleva un riesgo y una condena. La búsqueda de la justicia no sale gratis.

 Las bienaventuranzas, pronunciadas una tarde cualquiera de hace dos mil años en la ladera de un monte, dejaron atónitos a los primeros discípulos, como nos siguen dejando ahora mismo a nosotros. ¿Quién quiere sentirse pobre, y llorar, y ser humilde, y estar devorado por la sed de justicia?

El mundo nos dice todo lo contrario: sé el primero, no te dejes pisar, defiéndete, cada uno que saque sus castañas del fuego, no seas tonto, no seas crédulo, porque el mundo es de los que vencen, de los astutos, de los que tienen vista, de los que nadie se la da, de los que llevan la navaja en el bolsillo, por si acaso.

No caben medias tintas. O se apuesta por Jesús o se apuesta por el Mundo. Dios vomita siempre a los tibios.



jueves, 2 de junio de 2022

La desdicha de los hombres



El grueso de los refugiados ucranianos está constituido por menores de edad y por mujeres, ya que a los varones entre 18 y 60 años no se les ha permitido salir del país. En estos días se ha hablado mucho del drama de las mujeres y de los niños obligados a iniciar una odisea en busca de un techo y un plato de comida lejos de la patria, pero muy poco se ha hablado del drama de los hombres (ucranianos o rusos) que han sido arrastrados a la guerra, a empuñar las armas, sembrar minas, atacar al enemigo y destruir casas, monumentos, escuelas y hospitales, obras de artes, que probablemente antes amaron o respetaron, y lo que es más terrible, hombres obligados a matar, casi siempre a personas que nada les han hecho y contra las que nada tenían hasta hace no tanto tiempo: no eran sus enemigos, sino simplemente ciudadanos de otro país, medio hermanos por la historia, la lengua y la religión.  Matar a otro ser humano, aunque sea el enemigo, aunque sea el invasor, deja una herida incicatrizable y una marca indeleble. "Matar hiere el corazón y mancilla el alma" escribió Sebastian Barry en su novela Días sin final. Quien haya visto los ojos de un soldado o de un civil, poco antes de matarlo, no los podrá olvidar nunca. Pasados los años, acabada la guerra, difuminado el odio hacia los habitantes del país extranjero, volverán los ojos de aquel al que se privó de la existencia.

Es bien sabido que en las guerras se prohíbe mirar a los ojos, porque difícilmente un soldado resistiría una petición de clemencia en las pupilas de otro ser humano. Se sabe también que las tendencias suicidas de los soldados que han vivido una guerra se multiplican y que muchos acaban quitándose la vida, porque esta les resulta insoportable, después de haber destruido, herido, torturado o matado.

            Vemos como normal que a los hombres se les retenga en el país para defenderlo, caso de Ucrania. Y vemos como normal que a los hombres se les ordene subir a un tanque para invadir otro territorio, caso de Rusia. Vemos como normal que se les instruya para la guerra, que se les adoctrine en el odio hacia el enemigo, que se les enseñe a matar sin piedad y sin remordimiento. Pero, ¿esto es normal?  

            ¿Es que acaso a los soldados rusos enviados a Ucrania les ha tocado la lotería porque han ido a invadir un país en el que, con mucha probabilidad, tenían conocidos, a destruir un país que, anteriormente habían visitado o admirado? ¿Es que acaso los soldados ucranianos y todos los varones retenidos en el territorio patrio son unos afortunados por participar en la defensa? No lo creo. Instintivamente el ser humano tiende a protegerse, a cuidarse e incluso a huir cuando su vida corre peligro.

No sé qué porcentaje de los soldados que toman parte en la guerra estará ahí por voluntad propia, por ideales y convenciones personales. Pero muchos -estoy seguro- han sido obligados a tomar parte, a obedecer ciegamente, que es la marca de los ejércitos de cualquier época y lugar, con pocas posibilidades para desertar o huir.

Muchos de los soldados que se encuentran en suelo ucraniano, ya sean rusos o ucranianos, preferirían arar los campos, reunirse cada tarde con la familia, compartir una comida con los amigos o divertirse en cualquier bar de la esquina o acompañar a sus esposas, madres, e hijas en el camino del exilio. Nunca oiremos las opiniones y nunca sabremos sus sentimientos, su inmensa tristeza en la tienda de campaña, su miedo en el barracón, sus lágrimas en la noche (Los soldados lloran de noche, tituló Ana María Matute una de sus novelas), su añoranza infinita de los pequeños placeres cotidianos. Sólo nos llegan los discursos y las razones de Putin o de Zelenski, pero nunca las voces de los combatientes, de uno y otro bando. ¿Qué sabemos del miedo, de la vergüenza, de las ganas de salir huyendo de tantos soldados? Svetlana Alexievich nos hizo oír las voces de los soldados soviéticos enviados a Afganistán en su estupenda novela Los muchachos de zinc, y resultó una polifonía desoladora y amarga.

Los soldados son nadie y nada. Y cuando la guerra acabe, y los vendedores de armas hayan hecho el agosto, y los nuevos reyezuelos y sus adláteres les digan, a unos y a otros, que “esa causa ni era justa ni merecía la pena”, y cuando los ciudadanos dejen de considerarlos héroes y pasen a llamarles villanos, entonces muchos soldados, muchos hombres, se mirarán al espejo de su conciencia y se sentirán carne de cañón utilizada sin piedad por la maquinaria de la guerra y sus generales. ¡Esclavos de guerra! Entonces tendrán que vérselas con sus propios demonios y pesadillas, porque como decía al principio, “matar hiere el corazón y mancilla el alma”. ¡La verdadera desdicha de ser hombres!





miércoles, 1 de junio de 2022

La vida: un guion no escrito


Cada cierto tiempo, el telediario nos sacude con la noticia de un tiroteo en una escuela de Estados Unidos. No por frecuente es menos escalofriante. En esta ocasión, un joven, recién cumplidos los 18 años, entró en la escuela de la pequeña localidad de Uvalde y la emprendió a tiros con todo lo que se movía. Resultado: 2 profesoras y 19 niños abatidos. Poco antes había disparado contra su abuela, con la que convivía.

La maquinaria informativa se puso en marcha y, por ese interés por explicar los comportamientos aparentemente inexplicables, se empezó a indagar en la vida del joven Salvador Ramos para buscar alguna razón a tamaña matanza. Salvador era un niño tímido que sufrió acoso por parte de sus compañeros en esa misma escuela. Hijo de padres separados, mantenía una relación tormentosa con su madre, consumidora habitual de drogas. Después de una fuerte discusión con ella, porque le había cortado el wifi, Salvador abandonó su casa y se instaló en la de sus abuelos. A su padre le veía poco últimamente y se lo reprochaba. No tenía amigos. En una ocasión publicó en redes una foto en la que llevaba pintada la línea de los ojos, razón por la cual algunos de sus compañeros empezaron a tacharle de gay… En fin, todo un historial complejo y marginal. Esto explicaría su conducta asocial y, finalmente, la compra de armas de precisión militar y su irrupción en la escuela donde se había sentido desgraciado.

No quiero entrar en el asunto de la venta de armas, algo que a muchos en este lado del mundo nos parece verdaderamente inexplicable, aunque por lo visto en Estados Unidos forma parte de su cultura/incultura, que hace de cada ciudadano un “vaquero con revólver”. Los periódicos ya se encargado, como cada vez que se produce un tiroteo en el país del tío Sam, de llenar cientos de páginas sobre la oportunidad o no de la venta y tenencia de armas.   

Yo quiero hacer otra reflexión. Compruebo que crece cada día la tendencia a victimizarse, a echar la culpa de todos nuestros males y desgracias a la sociedad, la tecnología, las redes, los padres, las autoridades, las malas compañías. En el caso que nos ocupa, los problemas familiares y de acoso explicarían la conducta de Salvador Ramos y de otros muchos que le han precedido en este catálogo de “películas de tiros”. Un fatalismo social determinaría nuestra conducta y nuestros actos. Una infancia de privaciones, abusos y falta de afecto justificaría, cuando se alcanza la juventud y la madurez, las borracheras, el coqueteo con las drogas, dar una paliza a quien vive bajo nuestro techo, ya sea mujer o hijo, e incluso emprenderla a tiros con unos niños. Pero esto no es una verdad absoluta, y hay que matizar mucho.

Echar al mundo la culpa de todos nuestros fracasos es negar que existen la libertad y la responsabilidad. No seré tan ingenuo como para pensar que hay gente que lo tiene muy difícil y complicado. La novela de El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald empieza con una frase muy sensata: “Cuando sientas deseos de criticar a alguien, recuerda que no todo el mundo tuvo las mismas oportunidades que tú tuviste”. Y es verdad.

Pero negar al ser humano el espíritu de superación, perdón, esfuerzo, sacrificio y reacción frente a la adversidad es privarle de lo más grande de su alma: la capacidad para ser el piloto de su propia vida, incluso por derroteros no previstos y por sendas no determinadas. Nadie nace con el guion de su existencia ya escrito.

A los 18 años leí y memoricé una frase que Pablo VI escribió en la encíclica Populorum progressio: “Ayudado, y a veces estorbado, por los que lo educan y lo rodean, cada uno permanece siempre, sean los que sean los influjos que sobre él se ejercen, el artífice principal de su éxito o de su fracaso: por sólo el esfuerzo de su inteligencia y de su voluntad, cada hombre puede crecer en humanidad, valer más, ser más”.

En Georgetown o en Harvard hay estudiantes que tuvieron un padre ausente y una madre adicta a las sustancias. Entre las mujeres y hombres más destacados de la política, las finanzas, la cultura, la ciencia, las Ongd’s… hay personas con historias de desarraigo y de abusos, de pobreza y de alcohol. Entre las familias corrientes, hay padres y madres que han construido nidos de afecto y de esperanza, hogares felices, aunque ellos recibiesen muy poco en sus infancias. Entre los amigos y compañeros que más apreciamos, hay infancias de marginalidad y carencias.

Explicar las acciones inmorales por el infortunio o la desdicha en la infancia resulta altamente periodístico o novelístico, pero no explica todo, porque cada ser humano es libre y es responsable de sus actos, y no un mero juguete movido por las circunstancias ambientales o los hados del destino. Las razones profundas de la maldad no siempre se pueden explicar por las carencias, los sufrimientos o la marginalidad, al igual que tampoco todo es explicable por un trastorno o alteración mental. El mal existe y habita en cada uno de nosotros. Si lo alimentamos, fácilmente se convierte en un monstruo. Nunca sabremos los motivos que impulsaron a Salvador Ramos a hacer lo que hizo. Cayó abatido por la policía y se llevó su negro secreto a su negra tumba.

Lo que sí es cierto es que los 19 niños y las dos profesoras de la escuela de Uvalde merecían muchos días más de vida y un horizonte de futuro delante de ellos. Pero alguien -¿por qué?- decidió cortar el hilo de sus existencias.






lunes, 30 de mayo de 2022

14.- Las tentaciones de Jesús (Mt. 4)

 


La religión como tentación

Es una página enigmática, al menos para mí, ésta de las tentaciones. Los primeros 30 años de Jesús transcurren en el más absoluto anonimato, en una discreción total en la pequeña aldea de Nazaret.

Durante esos 30 años, Jesús vivió en el humilde taller de su padre, José. La suya no fue la soltería del comodón que no quiere formar una familia ni tampoco la del que se ha quedado sin novia. Los 30 años de carpintería fueron para Jesús una escuela del silencio, trabajo y oración.  En esos años, Jesús fue un buscador. ¿Quién soy? ¿Cuál es mi misión? ¿Qué quiere Dios de mí? Al acabar su trabajo diario, entre virutas, sierras y escoplos, lo podemos imaginar caminando entre los campos, los olivares, los trigales, los viñedos, cerca de un pozo, o a la sombra de una higuera. Observaría al sembrador, al viñador, a las mujeres amasando el pan, a los pájaros en el cielo, a una oveja perdida y a los lirios a la orilla del río. Observaría, sobre todo, a los seres humanos que le rodeaban: las cargas insoportables que escribas y fariseos cargaban sobre los hombros de los judíos devotos, la marginación a la que eran sometidos los leprosos y los enfermos, el apartamiento en el que vivían locos y trastornados (“endemoniados”), la exclusión en la que se movían las mujeres, el odio que mutuamente se profesaban judíos y romanos, la humillación de los pobres, la tiranía de los reyezuelos, la mirada perdida de los huérfanos y las viudas, la muerte atroz de alguna adúltera…

Durante 30 años de escondimiento, Jesús se hizo una buena idea de los dolores y las angustias de los hombres de su tiempo, pero también de sus más profundas aspiraciones. Y lo que es más importante, se hizo una acertada y veraz idea de cómo los sacerdotes y el clero habían convertido la fe de Abrahán y de Moisés en una serie de normas imposibles de cumplir, en una carga insoportable, en un ritualismo supersticioso, en una religión muy lejana de la verdadera fe (la fe siempre lleva las de perder ante la religión). Se había matado la vida y había surgido el rito vacío y huero. De la religión judía había desaparecido la fe, la fides, en un Dios cuyo primer nombre es Padre. De la religión había desaparecido la cáritas, porque los más pobres eran vistos como culpables de su pobreza, en lugar de como víctimas. De la religión judía había desaparecido la spes, porque ya no había un futuro en que creer, ni un Mesías que esperar. Únicamente esperaban un rey más fuerte que el de los romanos. Esperaban a un caudillo, pero no a un Salvador.

Y en este sentido Jesús toma conciencia de que él ha venido al mundo para cumplir una misión. Quiere contribuir a cambiar los corazones de los creyentes, a que crean en un Padre que ama. Dios ha había sido convertido, con el paso de los siglos, en el gran mudo, en el gran silencio. Jesús quiere que Dios hable de nuevo a su pueblo. Jesús quiere ser la Palabra de Dios.

El desierto de Jesús son los 30 años de vida escondida. El autor del Evangelio resume en una experiencia de 40 días de silencio, ayuno y oración lo que fue todo el periodo de Nazaret.

Y yo creo que las tentaciones de Jesús tuvieron que ver con la manera en que Jesús quería relacionarse con Dios y con la manera de presentar a Dios a los demás.

El Antiguo Testamente jugaba mucho con la noción de que, si tú tenías riquezas, ganados, hijos y salud, eso significaba que Dios te había bendecido. El Primer Testamento coqueteaba con la idea de que el cumplimiento (cumplo y miento) del rito te acercaba a Dios, aunque tu corazón estuviese lejos.

La primera tentación del cristiano es convertir a Dios en el solucionador de problemas: que Dios convierta las piedras en pan. Por el solo hecho de creer y pronunciar su nombre, nosotros tendríamos resueltos los problemas materiales. Un Dios mágico.

La segunda tentación es la utilización de la religión como un colchón de seguridad, como un quitapenas, como una red de protección. Un Dios que nos ahorraría el sufrimiento.

La tercera tentación –y probablemente la más perversa- es creer que la religión es poder, que los reinos del mundo nos pertenecen, que las llaves de las naciones deberían estar en nuestras manos. Es hacer política de la religión. La religión como juego de poder, como conquista, como imposición, como batalla y sometimiento.

Cuando Jesús tuvo clara su misión, cuando Jesús en lo profundo de su ser llegó a la conclusión de que la relación con el Padre estaría basada en el amor y en la confianza, y que serían estas las facetas que enseñaría a sus futuros discípulos, las tentaciones se acabaron, porque Jesús no estaba dispuesto a creer que la fe era la solución a los problemas materiales o un prestigio mundano o un poder político.

La fe en Dios no nos asegura ni el pan de cada día, ni el éxito en nuestras empresas, ni el prestigio ante los demás, ni las buenas relaciones familiares o de amigos.

La fe sólo nos asegura que Dios estará siempre a nuestro lado, pero no como nosotros quisiéramos, un talismán mágico en nuestro bolsillo. El hombre no a imagen de Dios, sino Dios a imagen del hombre. La fe nos asegura que solamente en el servicio y en el amor encontraremos la paz y la serenidad interiores, aunque a nuestro alrededor todo sea violencia o infamia contra nuestra persona, a veces por el simple hecho de pertenecer a la ‘secta de Jesús’.


 






miércoles, 25 de mayo de 2022

Africana + cristiana = invisible



            Salvo en algún medio católico, poco tratamiento informativo ha merecido la noticia que paso a comentar. Hace unos días, Deborah Yakutu fue apaleada, lapidada y quemada viva por sus propios compañeros de la Universidad nigeriana de Sokoto. Al parecer, la joven cristiana había escrito en su whatsapp algunos comentarios supuestamente insultantes para Mahoma. Esta acusación de blasfemia fue su sentencia de muerte. Sin el menor sentido de culpa, sus agresores grabaron el asesinato y lo colgaron en las redes, como parte de su alto heroísmo y de su alta ‘religiosidad’. Así están las cosas.

            En algunos estados de Nigeria se aplica de facto la sharía, o ley islámica, lo que se traduce en destrucción de iglesias, secuestros, ataques y asesinatos a cristianos. En medio de un clima cada vez más radicalizado y exaltado entre los musulmanes nigerianos, a los cristianos sólo les queda la huida, vivir como ciudadanos de segunda clase o ser víctimas de la furia musulmana.

            El asesinato de Deborah Yakutu, cometido en un ambiente universitario, y con una crueldad inaudita, ha conmovido a todas las personas de bien. Las propias autoridades universitarias trataron de impedir la agresión de los estudiantes exaltados. Una tragedia que la propia comunidad musulmana local ha lamentado y tachado de ‘injustificable’. Ahora está por saber si la policía irá al fondo de la cuestión y si la justicia condenará a los culpables.

            Caben algunas reflexiones o preguntas antes esta noticia.

            ¿Qué idea tendrían de Dios y de los seres humanos los agresores? ¿Qué significará para ellos vivir religiosamente la vida? ¿En qué Dios y en qué profeta creen? ¿Qué monstruo produce la aleación de política y religión?

            Cuando al populacho se le adoctrina en el odio al diferente, en este caso al que profesa una religión distinta, hay un momento en que ya no se le puede frenar. Es fácil encender la mecha, pero resulta difícil apagar el incendio.

            Este hecho y otros similares nos enseñan que el valor de la vida es distinto según su procedencia o según la oportunidad política de cada momento. Si Deborah hubiera sido una mujer ucraniana y sus asesinos de nacionalidad rusa, es fácil imaginar la repercusión planetaria y la indignación universal.

            El caso de Deborah ha reunido dos circunstancias que cotizan a la baja, informativamente hablando, por no decir a la indiferencia total: su africanidad y su cristianismo.

            No obstante, unos pocos cristianos desafiaron a los intolerantes y se atrevieron a dar sepultura cristiana a Deborah Yakutu. Descanse en paz.




Saberse amado



    "Saberse amado da más fuerza que saberse fuerte", alguien ha escrito, y con toda razón. Saberse amado, estimado, valorado, reconocido, apreciado hace a cualquier ser humano prácticamente invulnerable. La percepción por parte de un sujeto de que no es amado, sino odiado, de que no es estimado, sino temido, de que no es valorado, sino obedecido, sólo puede crear una apariencia de fría entereza, de frío valor. Pero, en el fondo, se siente desarmado, se sienta desnudo, se siente, sobre todo, vulnerable. Hará de todo para suplir con energía e ira la falta de eco afectuoso en sus interlocutores. Pero hay también quien no sintiéndose amado, tampoco es capaz de hacer que se le obedezca o se le tema. Y estos seres son los más débiles y los más frágiles, los más dignos de compasión. Son seres sin la seguridad de los afectos, sin el equilibrio de los amados, sin la armonía de los estimados. Son seres dependientes e inseguros, que mendigan una aprobación, un afecto, una caricia, lo mismo que hace el perro cien veces apaleado y que vuelve a su dueño, incluso para recibir otro palo, por que lo peor que puede recibir un ser humano es la señal del desprecio, de la indiferencia, de la invisibilidad. En los que no se saben amados, la marca de la invisibilidad es su destino. Una batalla perdida de antemano.

martes, 24 de mayo de 2022

Juanjo, una vida feliz y valiosa.




            
       Hace algunas semanas, me entró un whatsapp anunciándome que Juanjo había muerto. Juanjo Nieto Pastor era un chico con síndrome de Down que vivía en Villa San José-Palencia. Hay una fotografía, tal vez tomada en 1976, en la que aparece el P. Mario Bellarini con cinco ‘chiquitos’, como él solía llamar a los primeros niños con algún tipo de discapacidad que empezó a cuidar y a querer en una finca agrícola, a las afueras de Palencia. Uno de esos cinco niños era Juanjo Nieto.

Era apenas un niño en esa fotografía. Falleció el pasado 19 de abril, a la edad de 57 años. Entre sus familiares y amigos, en Villa San José, en la cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno de Palencia a la que pertenecía, la muerte de Juanjo provocó honda consternación. De los muchos mensajes que me llegaron en esos días, destaco un vídeo en youtube que colgó un sobrino suyo, Mario Nieto García, y que tituló “Mi tío favorito”. Una entrevista en toda regla a su admirado tío Juanjo: “una de las personas más sabias que conozco”. Y allí Juanjo, en plan filósofo tranquilo va desgranando ilusiones y recuerdos, vivencias y añoranzas, nombres de personas que, al evocarlos, le emocionan hasta las lágrimas ¡dichosas!. Juanjo era un hombre fácil a la emoción y a la lágrima, y también un ‘escritor’ que, por cualquier motivo y circunstancia, escribía un billete de felicitación, agradecimiento o plegaria.

    En aquel momento de su muerte, me vino a la cabeza un reportaje que El Confidencial había publicado sobre el “apocalipsis Down” en 2019, y que recogía, entre otras, las declaraciones de Victoria Camps, catedrática, filósofa y miembro del Consejo de Estado. Una personalidad relevante de nuestro país que hablaba del síndrome de Down, de la eugenesia, y otras cosas de alta ética. Me llamó la atención una frase: “No está bien traer al mundo a un niño que no va a poder disfrutar de la vida”.

     Una breve sentencia que encierra verdades, cuando menos, discutibles. Por un lado, la autora insinúa que los padres que deciden seguir con el embarazo, después de saber que al nasciturus le ha sido detectada una copia extra del cromosoma 21 (síndrome de Down) son algo así como personas de escasa altura moral. Lo segundo que da por sentado la importante autoridad académica y política es que las personas con síndrome de Down no pueden disfrutar de la vida ni ser felices.  

            Pensaba en Juanjo y en otros chicos y chicas que conozco de Villa San José (Palencia) o de Casa Santa Teresa (Madrid), y me parecen todo, menos desdichados. Creo que, a su manera, Juanjo fue una persona feliz, en el seno de su familia que le quería, en Villa San José donde vivía, en la cofradía, en las fiestas, las excursiones, el trabajo, los amigos, la misa…

            ¿Qué es la felicidad y quiénes son más felices? No es una pregunta banal en una sociedad que enloquecidamente la persigue y sufre depresivamente cuando no se topa con ella cincuenta veces al día. No sé si alguien pueda afirmar categóricamente, y con datos en la mano, que una persona con síndrome de Down es menos feliz que una persona sin él, en circunstancias similares de país, estatus económico, familia, relaciones personales, edad, etc. Si leemos los informes actuales sobre juventud e intentos de suicidio, depresiones e insatisfacciones, difícilmente se sostiene la tesis de que los síndrome de Down tienen escasa capacidad para disfrutar de la vida.

       

    Recuerdo haber asistido, hace años, a una conversación en el jardín de casa Santa Teresa entre Sor Carmen Rodríguez y el padre de una chica con síndrome de Down. El padre (brillante ejecutivo) insistía una y otra vez en que su hija tenía un problema y que ello no le permitía alcanzar a él una cierta serenidad en la vida. La monja, después de dejarle hablar, le dijo con sonrisa amplia: “Tu hija no tiene ningún problema, pero ninguno, créeme, eres tú el que tienes un problema porque tu hija no es como tú habías soñado. El problema lo tienes tú. Y solamente cuando aceptes la situación, podrás comprender la realidad de tu hija y disfrutar de la vida. Pero no te equivoques, el problema está en ti, y sólo tú lo puedes resolver”.

            Apenas nacen ya niños con síndrome de Down en España. La prueba de amniocentesis en la embarazada detecta la anomalía en los cromosomas y, normalmente, los médicos pintan ante los padres un horizonte desolador que les lleva, casi en el cien por cien de los casos, a interrumpir el embarazo. En 40 años la población Down ha descendido en nuestro país un 88% y según las previsiones, en 2050 no nacerá ninguno. Hoy por hoy, España es el país donde menos niños con síndrome de Down vienen al mundo. En los años ‘70, se estimaba que vivían en nuestro país unos 300.000 individuos con síndrome de Down; hoy en día, apenas quedan unos 35.000. Para algunos, un triunfo de la medicina. Para otros, el resultado de una eugenesia.

            Se da la paradoja de que cuando algún joven con síndrome de Down alcanza una cierta notoriedad, la gente lo jalea, como señal de una sociedad inclusiva y tolerante, una sociedad que cuida y protege a las personas con alguna discapacidad. Estoy pensando por ejemplo en los actores protagonistas de la premiada película Campeones, o en Ángela Bachiller, concejala del Ayuntamiento de Valladolid, y primera edil con síndrome de Down, o en Sujeet Desai, un excelente violinista, en Pablo Pineda, primer licenciado europeo, además de escritor y conferenciante, o Marian Ávila, modelo que desfiló en la semana de la moda de Nueva York. Como dice Agustín Matía, director de Down España: “La sociedad española, al tiempo que tiene muy buena imagen de las personas con Down, desprecia la discapacidad. Con el descenso de la natalidad, los hijos son la cosa más importante que se tiene en la sociedad, un tesoro que hay que cuidar al máximo. Las parejas quieren que su hijo sea ideal, se imaginan el mejor de los futuros, y un niño con discapacidad no entra en estos planes”.

   

    
Por su parte, el profesor Jaime Villarroig, de la Universidad CEU, que ha estudiado el tema, se atreve con un término maldito: eugenesia. "Sí, podemos hablar de eugenesia encubierta. No se quiere mencionar el concepto porque recuerda al nazismo, pero la eugenesia es una práctica mucho más amplia de lo que parece, que comenzó en el siglo XIX y que se ha llevado a cabo abiertamente en países como Estados Unidos y la zona norte de Europa. Hay medidas eugenésicas blandas, como limitar el matrimonio entre las personas con discapacidad, pero en este caso estamos hablando de eugenesia dura: la eliminación de individuos humanos antes de nacer".

            Sin entrar en cuestiones de mayor calado, no me atrevería a afirmar que una persona Down no es capaz de disfrutar de la vida. Creo que es el miedo -lógico y comprensible, por otra parte- que sienten los padres ante su propia infelicidad lo que está en la base de este problema.

   Sería un temerario si afirmase que Juanjo Nieto ha sido menos feliz en su vida que cualquier hombre o mujer de su edad. “Me siento satisfecho y contento” repetía una y otra vez en la entrevista a la que he hecho alusión más arriba. Fue y se sintió feliz, una felicidad nada abstracta, sino hecha de cosas concretas y de nombres propios: los viajes que había hecho a Italia, volver cada verano a Canarias, la ilusión por la sobrina que estaba por llegar, el cariño de sus hermanos, Luis Ángel, Begoña, Jesús María, María del Mar, los espaguetis con tomate, chorizo y jamón, asistir a clases de surfeo, aprender a bailar jotas, la seguridad que le brindaba su familia, poner la mesa, mirar las fotos de su álbum, el recuerdo de una madre que fue para él “cariño, amistad y felicidad”, la añoranza por un padre que “sentía que me quería un montón y que me metió en la Cofradía”, la gratitud hacia Villa San José en la que pasó más de 40 años y que para él era sinónimo de “alegría y amistad”, las bromas que le hacían en casa cuando le escondían el plato o los cubiertos, salir a caminar con su hermano o pasar a limpio sus escritos, y “sentirme bien tal y como soy”… ¿Podría afirmar lo mismo cualquiera de nosotros en una entrevista a corazón abierto?

            La vida de Juanjo Nieto fue valiosa porque se sintió querido por muchos y, a su vez, supo dar amor a muchos y disfrutar cada día de la vida y de sus mil momentos. Fue feliz e hizo feliz. Gracias, querido Juanjo. Tu vida fue una buena lección sobre la felicidad.

             https://www.youtube.com/watch?v=SK1Eek7J1Y4













lunes, 23 de mayo de 2022

13.- El buen samaritano (Lc 10, 25-37)

 

Desviarse de los pobres

El pasaje se abre con la pregunta de un experto. Aunque, a renglón seguido, se nos dice que era para poner a prueba a Jesús. Y así debe de ser, porque los expertos saben todo y de todo.

La pregunta que hace a Jesús es: ¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? Esta es una pregunta económica. Es la pregunta que podría hacer un rico a un bancario para asegurar sus ahorros y aumentarlos. Por otro lado, es una pregunta anticuada. Pura antigualla. Hoy a nadie se le ocurriría una pregunta sobre la salvación del alma, sino sólo y únicamente sobre la salvación del cuerpo.

Jesús le responde con otra pregunta: ¿Qué está escrito en la Ley? Y el experto, como buen experto, cita de carretilla las condiciones para ganar la vida eterna.

Pero el experto vuelve a la carga y formula una de las preguntas más importantes del cristianismo: ¿Quién es mi prójimo? A su vez, Jesús le responde con una parábola. Le responde para que él mismo se responda. Una hermosa parábola, probablemente de las más hermosas en la amplísima tradición de literaturas sagradas.

Cualquier lector entiende que el prójimo es el ‘samaritano’, porque fue él quien se apiadó del hombre malherido. El centro del evangelio no lo constituyen largas reflexiones, amplios razonamientos sobre cuestiones teológicas, cosmológicas y éticas, sino breves parábolas, bellas imágenes que cualquiera puede entender y recordar.

Así que ya sabemos quién es nuestro prójimo, un prójimo siempre diferente y siempre distinto. El prójimo es aquel que simplemente nos encontramos por los caminos del mundo y de la vida cotidiana.

Salvo que podamos hacer algo por ellos, los lejanos no constituyen nuestro prójimo. Por los lejanos podemos sentir pena, pero no auténtica compasión, porque la compasión, si no va seguida de la acción y de la cáritas, es pura sensiblería. Y las sensiblerías están bien para películas de lágrima fácil. Sentir compasión por los niños del orfanato de Kinshasa y no sentir compasión por los niños del emigrante pobre que vive en nuestro bloque, es cinismo. Sentir pena por los ancianos de un asilo de Afganistán y no visitar a nuestros padres en la residencia, es un sarcasmo. Y así sucesivamente.

Mi actitud encaja muy bien y muchas veces con la del levita y la del sacerdote: cuando ven al malherido, se desvían del camino, dan un rodeo y así ni sus ojos ven ni sus pies tropiezan con el pobre hombre. Yo también desvío la mirada y los pies muchas veces.

Los pobres son invisibles. Esa es su esencia. La invisibilidad es lo que les define. Son invisibles los parados, los amigos sin dinero, los enfermos, los ancianos, los no influyentes, los insignificantes. Ya lo decía Simone Weil: es connatural al ser humano identificarse con los poderosos porque imagina que una parte de ese poder puede alcanzarle, como sucede con los vasos comunicantes. Es completamente antinatural identificarse con los pobres. Esta identificación es un don. Y sólo la gracia te la puede conceder.

Y sin embargo, en mi descargo, tengo que decir que también yo algunas veces no me he desviado del camino y he ejercido de ‘buen samaritano’. Lo normal es dar un rodeo; lo natural es desviar la mirada. Pero algunas veces, empujado por la gracia, he sentido compasión, me he acercado, he curado y vendado las heridas y he sacado un par de monedas de mi bolsillo. He sido samaritano. Que el Señor, en su infinita misericordia, recuerde estos momentos.

Y sin embargo, durante toda mi vida debería haber ejercido de samaritano. Mis padres me lo enseñaron y me lo inculcaron. Hacer un favor era una norma en su vida.

Y me lo inculcaron, sobre todo, los guanelianos para quienes esta parábola constituía el meollo de su espiritualidad y de su carisma. Pero en fin, me temo, como ya he escrito otras veces, que no fui un alumno aplicado.

Ante los pobres, desviar la mirada y dar un rodeo es lo más natural del mundo. Pero es que lo natural del mundo choca de frente con lo antinatural del mensaje de Jesús: tener compasión y acercarse.















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