Salvo
en algún medio católico, poco tratamiento informativo ha merecido la noticia que paso a comentar. Hace unos días, Deborah Yakutu fue apaleada, lapidada y
quemada viva por sus propios compañeros de la Universidad nigeriana de Sokoto.
Al parecer, la joven cristiana había escrito en su whatsapp algunos comentarios
supuestamente insultantes para Mahoma. Esta acusación de blasfemia fue su
sentencia de muerte. Sin el menor sentido de culpa, sus agresores grabaron el
asesinato y lo colgaron en las redes, como parte de su alto heroísmo y de su
alta ‘religiosidad’. Así están las cosas.
En
algunos estados de Nigeria se aplica de facto la sharía, o ley islámica, lo que
se traduce en destrucción de iglesias, secuestros, ataques y asesinatos a
cristianos. En medio de un clima cada vez más radicalizado y exaltado entre los
musulmanes nigerianos, a los cristianos sólo les queda la huida, vivir como
ciudadanos de segunda clase o ser víctimas de la furia musulmana.
El
asesinato de Deborah Yakutu, cometido en un ambiente universitario, y con una
crueldad inaudita, ha conmovido a todas las personas de bien. Las propias
autoridades universitarias trataron de impedir la agresión de los estudiantes
exaltados. Una tragedia que la propia comunidad musulmana local ha lamentado y
tachado de ‘injustificable’. Ahora está por saber si la policía irá al fondo de
la cuestión y si la justicia condenará a los culpables.
Caben
algunas reflexiones o preguntas antes esta noticia.
¿Qué
idea tendrían de Dios y de los seres humanos los agresores? ¿Qué significará
para ellos vivir religiosamente la vida? ¿En qué Dios y en qué profeta creen?
¿Qué monstruo produce la aleación de política y religión?
Cuando
al populacho se le adoctrina en el odio al diferente, en este caso al que
profesa una religión distinta, hay un momento en que ya no se le puede frenar.
Es fácil encender la mecha, pero resulta difícil apagar el incendio.
Este
hecho y otros similares nos enseñan que el valor de la vida es distinto según su
procedencia o según la oportunidad política de cada momento. Si Deborah hubiera
sido una mujer ucraniana y sus asesinos de nacionalidad rusa, es fácil imaginar
la repercusión planetaria y la indignación universal.
El
caso de Deborah ha reunido dos circunstancias que cotizan a la baja,
informativamente hablando, por no decir a la indiferencia total: su africanidad
y su cristianismo.
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