Desviarse de los pobres
El
pasaje se abre con la pregunta de un experto. Aunque, a renglón seguido, se nos
dice que era para poner a prueba a Jesús. Y así debe de ser, porque los
expertos saben todo y de todo.
La
pregunta que hace a Jesús es: ¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?
Esta es una pregunta económica. Es la pregunta que podría hacer un rico a un
bancario para asegurar sus ahorros y aumentarlos. Por otro lado, es una
pregunta anticuada. Pura antigualla. Hoy a nadie se le ocurriría una pregunta
sobre la salvación del alma, sino sólo y únicamente sobre la salvación del
cuerpo.
Jesús
le responde con otra pregunta: ¿Qué está escrito en la Ley? Y el experto, como
buen experto, cita de carretilla las condiciones para ganar la vida eterna.
Pero
el experto vuelve a la carga y formula una de las preguntas más importantes del
cristianismo: ¿Quién es mi prójimo? A su vez, Jesús le responde con una
parábola. Le responde para que él mismo se responda. Una hermosa parábola,
probablemente de las más hermosas en la amplísima tradición de literaturas
sagradas.
Cualquier
lector entiende que el prójimo es el ‘samaritano’, porque fue él quien se
apiadó del hombre malherido. El centro del evangelio no lo constituyen largas
reflexiones, amplios razonamientos sobre cuestiones teológicas, cosmológicas y
éticas, sino breves parábolas, bellas imágenes que cualquiera puede entender y
recordar.
Así
que ya sabemos quién es nuestro prójimo, un prójimo siempre diferente y siempre
distinto. El prójimo es aquel que simplemente nos encontramos por los caminos
del mundo y de la vida cotidiana.
Salvo
que podamos hacer algo por ellos, los lejanos no constituyen nuestro prójimo.
Por los lejanos podemos sentir pena, pero no auténtica compasión, porque la
compasión, si no va seguida de la acción y de la cáritas, es pura
sensiblería. Y las sensiblerías están bien para películas de lágrima fácil.
Sentir compasión por los niños del orfanato de Kinshasa y no sentir compasión
por los niños del emigrante pobre que vive en nuestro bloque, es cinismo.
Sentir pena por los ancianos de un asilo de Afganistán y no visitar a nuestros
padres en la residencia, es un sarcasmo. Y así sucesivamente.
Mi
actitud encaja muy bien y muchas veces con la del levita y la del sacerdote:
cuando ven al malherido, se desvían del camino, dan un rodeo y así ni sus ojos
ven ni sus pies tropiezan con el pobre hombre. Yo también desvío la mirada y
los pies muchas veces.
Los
pobres son invisibles. Esa es su esencia. La invisibilidad es lo que les
define. Son invisibles los parados, los amigos sin dinero, los enfermos, los
ancianos, los no influyentes, los insignificantes. Ya lo decía Simone Weil: es
connatural al ser humano identificarse con los poderosos porque imagina que una
parte de ese poder puede alcanzarle, como sucede con los vasos comunicantes. Es
completamente antinatural identificarse con los pobres. Esta identificación es
un don. Y sólo la gracia te la puede conceder.
Y
sin embargo, en mi descargo, tengo que decir que también yo algunas veces no me
he desviado del camino y he ejercido de ‘buen samaritano’. Lo normal es dar un
rodeo; lo natural es desviar la mirada. Pero algunas veces, empujado por la
gracia, he sentido compasión, me he acercado, he curado y vendado las heridas y
he sacado un par de monedas de mi bolsillo. He sido samaritano. Que el Señor,
en su infinita misericordia, recuerde estos momentos.
Y
sin embargo, durante toda mi vida debería haber ejercido de samaritano. Mis
padres me lo enseñaron y me lo inculcaron. Hacer un favor era una norma en su
vida.
Y
me lo inculcaron, sobre todo, los guanelianos para quienes esta parábola
constituía el meollo de su espiritualidad y de su carisma. Pero en fin, me
temo, como ya he escrito otras veces, que no fui un alumno aplicado.
Ante
los pobres, desviar la mirada y dar un rodeo es lo más natural del mundo. Pero
es que lo natural del mundo choca de frente con lo antinatural del mensaje de
Jesús: tener compasión y acercarse.
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