El grueso de los
refugiados ucranianos está constituido por menores de edad y por mujeres, ya
que a los varones entre 18 y 60 años no se les ha permitido salir del país. En
estos días se ha hablado mucho del drama de las mujeres y de los niños
obligados a iniciar una odisea en busca de un techo y un plato de comida lejos
de la patria, pero muy poco se ha hablado del drama de los hombres (ucranianos
o rusos) que han sido arrastrados a la guerra, a empuñar las armas, sembrar
minas, atacar al enemigo y destruir casas, monumentos, escuelas y hospitales,
obras de artes, que probablemente antes amaron o respetaron, y lo que es más
terrible, hombres obligados a matar, casi siempre a personas que nada les han
hecho y contra las que nada tenían hasta hace no tanto tiempo: no eran sus
enemigos, sino simplemente ciudadanos de otro país, medio hermanos por la
historia, la lengua y la religión. Matar
a otro ser humano, aunque sea el enemigo, aunque sea el invasor, deja una
herida incicatrizable y una marca indeleble. "Matar
hiere el corazón y mancilla el alma" escribió Sebastian Barry en su
novela Días sin final. Quien haya visto los ojos de un soldado o de un civil, poco antes de matarlo, no los
podrá olvidar nunca. Pasados los años, acabada la guerra, difuminado el odio
hacia los habitantes del país extranjero, volverán los ojos de aquel al que se
privó de la existencia.
Es bien sabido que
en las guerras se prohíbe mirar a los ojos, porque difícilmente un soldado
resistiría una petición de clemencia en las pupilas de otro ser humano. Se sabe
también que las tendencias suicidas de los soldados que han vivido una guerra
se multiplican y que muchos acaban quitándose la vida, porque esta les resulta
insoportable, después de haber destruido, herido, torturado o matado.
Vemos
como normal que a los hombres se les retenga en el país para defenderlo, caso
de Ucrania. Y vemos como normal que a los hombres se les ordene subir a un
tanque para invadir otro territorio, caso de Rusia. Vemos como normal que se
les instruya para la guerra, que se les adoctrine en el odio hacia el enemigo,
que se les enseñe a matar sin piedad y sin remordimiento. Pero, ¿esto es
normal?
¿Es
que acaso a los soldados rusos enviados a Ucrania les ha tocado la lotería
porque han ido a invadir un país en el que, con mucha probabilidad, tenían
conocidos, a destruir un país que, anteriormente habían visitado o admirado?
¿Es que acaso los soldados ucranianos y todos los varones retenidos en el
territorio patrio son unos afortunados por participar en la defensa? No lo
creo. Instintivamente el ser humano tiende a protegerse, a cuidarse e incluso a
huir cuando su vida corre peligro.
No sé qué
porcentaje de los soldados que toman parte en la guerra estará ahí por voluntad
propia, por ideales y convenciones personales. Pero muchos -estoy seguro- han
sido obligados a tomar parte, a obedecer ciegamente, que es la marca de los
ejércitos de cualquier época y lugar, con pocas posibilidades para desertar o
huir.
Muchos de los
soldados que se encuentran en suelo ucraniano, ya sean rusos o ucranianos,
preferirían arar los campos, reunirse cada tarde con la familia, compartir una
comida con los amigos o divertirse en cualquier bar de la esquina o acompañar a
sus esposas, madres, e hijas en el camino del exilio. Nunca oiremos las
opiniones y nunca sabremos sus sentimientos, su inmensa tristeza en la tienda
de campaña, su miedo en el barracón, sus lágrimas en la noche (Los soldados
lloran de noche, tituló Ana María Matute una de sus novelas), su añoranza
infinita de los pequeños placeres cotidianos. Sólo nos llegan los discursos y
las razones de Putin o de Zelenski, pero nunca las voces de los combatientes,
de uno y otro bando. ¿Qué sabemos del miedo, de la vergüenza, de las ganas de
salir huyendo de tantos soldados? Svetlana Alexievich nos hizo oír las
voces de los soldados soviéticos enviados a Afganistán en su estupenda novela Los
muchachos de zinc, y resultó una polifonía desoladora y amarga.
Los soldados son
nadie y nada. Y cuando la guerra acabe, y los vendedores de armas hayan hecho
el agosto, y los nuevos reyezuelos y sus adláteres les digan, a unos y a otros,
que “esa
causa ni era justa ni merecía la pena”, y cuando los ciudadanos dejen de considerarlos
héroes y pasen a llamarles villanos, entonces muchos soldados, muchos hombres,
se mirarán al espejo de su conciencia y se sentirán carne de cañón utilizada
sin piedad por la maquinaria de la guerra y sus generales. ¡Esclavos de guerra!
Entonces tendrán que vérselas con sus propios demonios y pesadillas, porque
como decía al principio, “matar hiere el corazón y mancilla el alma”. ¡La verdadera
desdicha de ser hombres!
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