jueves, 2 de junio de 2022

La desdicha de los hombres



El grueso de los refugiados ucranianos está constituido por menores de edad y por mujeres, ya que a los varones entre 18 y 60 años no se les ha permitido salir del país. En estos días se ha hablado mucho del drama de las mujeres y de los niños obligados a iniciar una odisea en busca de un techo y un plato de comida lejos de la patria, pero muy poco se ha hablado del drama de los hombres (ucranianos o rusos) que han sido arrastrados a la guerra, a empuñar las armas, sembrar minas, atacar al enemigo y destruir casas, monumentos, escuelas y hospitales, obras de artes, que probablemente antes amaron o respetaron, y lo que es más terrible, hombres obligados a matar, casi siempre a personas que nada les han hecho y contra las que nada tenían hasta hace no tanto tiempo: no eran sus enemigos, sino simplemente ciudadanos de otro país, medio hermanos por la historia, la lengua y la religión.  Matar a otro ser humano, aunque sea el enemigo, aunque sea el invasor, deja una herida incicatrizable y una marca indeleble. "Matar hiere el corazón y mancilla el alma" escribió Sebastian Barry en su novela Días sin final. Quien haya visto los ojos de un soldado o de un civil, poco antes de matarlo, no los podrá olvidar nunca. Pasados los años, acabada la guerra, difuminado el odio hacia los habitantes del país extranjero, volverán los ojos de aquel al que se privó de la existencia.

Es bien sabido que en las guerras se prohíbe mirar a los ojos, porque difícilmente un soldado resistiría una petición de clemencia en las pupilas de otro ser humano. Se sabe también que las tendencias suicidas de los soldados que han vivido una guerra se multiplican y que muchos acaban quitándose la vida, porque esta les resulta insoportable, después de haber destruido, herido, torturado o matado.

            Vemos como normal que a los hombres se les retenga en el país para defenderlo, caso de Ucrania. Y vemos como normal que a los hombres se les ordene subir a un tanque para invadir otro territorio, caso de Rusia. Vemos como normal que se les instruya para la guerra, que se les adoctrine en el odio hacia el enemigo, que se les enseñe a matar sin piedad y sin remordimiento. Pero, ¿esto es normal?  

            ¿Es que acaso a los soldados rusos enviados a Ucrania les ha tocado la lotería porque han ido a invadir un país en el que, con mucha probabilidad, tenían conocidos, a destruir un país que, anteriormente habían visitado o admirado? ¿Es que acaso los soldados ucranianos y todos los varones retenidos en el territorio patrio son unos afortunados por participar en la defensa? No lo creo. Instintivamente el ser humano tiende a protegerse, a cuidarse e incluso a huir cuando su vida corre peligro.

No sé qué porcentaje de los soldados que toman parte en la guerra estará ahí por voluntad propia, por ideales y convenciones personales. Pero muchos -estoy seguro- han sido obligados a tomar parte, a obedecer ciegamente, que es la marca de los ejércitos de cualquier época y lugar, con pocas posibilidades para desertar o huir.

Muchos de los soldados que se encuentran en suelo ucraniano, ya sean rusos o ucranianos, preferirían arar los campos, reunirse cada tarde con la familia, compartir una comida con los amigos o divertirse en cualquier bar de la esquina o acompañar a sus esposas, madres, e hijas en el camino del exilio. Nunca oiremos las opiniones y nunca sabremos sus sentimientos, su inmensa tristeza en la tienda de campaña, su miedo en el barracón, sus lágrimas en la noche (Los soldados lloran de noche, tituló Ana María Matute una de sus novelas), su añoranza infinita de los pequeños placeres cotidianos. Sólo nos llegan los discursos y las razones de Putin o de Zelenski, pero nunca las voces de los combatientes, de uno y otro bando. ¿Qué sabemos del miedo, de la vergüenza, de las ganas de salir huyendo de tantos soldados? Svetlana Alexievich nos hizo oír las voces de los soldados soviéticos enviados a Afganistán en su estupenda novela Los muchachos de zinc, y resultó una polifonía desoladora y amarga.

Los soldados son nadie y nada. Y cuando la guerra acabe, y los vendedores de armas hayan hecho el agosto, y los nuevos reyezuelos y sus adláteres les digan, a unos y a otros, que “esa causa ni era justa ni merecía la pena”, y cuando los ciudadanos dejen de considerarlos héroes y pasen a llamarles villanos, entonces muchos soldados, muchos hombres, se mirarán al espejo de su conciencia y se sentirán carne de cañón utilizada sin piedad por la maquinaria de la guerra y sus generales. ¡Esclavos de guerra! Entonces tendrán que vérselas con sus propios demonios y pesadillas, porque como decía al principio, “matar hiere el corazón y mancilla el alma”. ¡La verdadera desdicha de ser hombres!





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