La lógica ilógica de Jesús
Como
nos ha enseñado la muestra Mons Dei,
celebrada en Aguilar de Campoo, algunos de los episodios más importantes del
Antiguo y del Nuevo Testamento acontecieron en un monte: el Horeb, el Sinaí, el
Carmelo, el Gólgota. Otros acontecimientos muy importantes han ocurrido también
en un monte, aunque no sepamos el nombre exacto. Es el caso de la proclamación
de las bienaventuranzas, hasta el punto de que el Sermón de la Montaña equivale
a decir bienaventuranzas.
Muchos
exegetas han llamado a este discurso la Carta Magna de Jesús. En las
bienaventuranzas está encerrada y resumida la lógica del evangelio, que es una
lógica muy distinta a la del mundo. Por ello, el cristianismo siempre será un
signo de contradicción. Y por ello los santos que han vivido hasta sus últimas
consecuencias las bienaventuranzas han sido siempre motivo de escándalo.
Bienaventurados
los pobres. No los
que carecen de bienes materiales, sino aquellos que son conscientes de su
pobreza, de su ignorancia, de su insignificancia, de su poca valía, de su
radical desvalimiento, de su falta de inteligencia. Los que se saben pobres y
se reconocen como tales porque carecen de cosas, de inteligencia, de
influencia, de poder, de belleza, de fuerza, de salud. Los que son conscientes
de su radical pobreza, y por ello son humildes, porque se sienten incompletos,
imperfectos, desvalidos. Se saben pobres, porque se saben pecadores.
Bienaventurados
los que lloran. Los
capaces de llorar con los que lloran. Los capaces de hacer suyas las penas y
los dolores del mundo. Los que se sienten inclinados hacia los rostros que
lloran en lugar de sentirse fascinados por los que ríen o exultan porque las
cosas les van a las mil maravillas, porque triunfan a todas las luces, porque
suben a todos los pódiums. Bienaventurados los que lloran no sólo con los ojos,
sino con el corazón, con las entrañas y con las manos. Bienaventurados los que
lloran. No los llorones, los quejicas y los lamentantes, sino los que lloran
porque la desgracia, propia o ajena, ha hecho en su carne y en su alma una
morada y se sienten aplastados y devastados.
Bienaventurados
los humildes. Bienaventurados
los que no se imponen por la fuerza, por la inteligencia o por la riqueza.
Bienaventurados los que no van poniendo zancadillas, ni atropellando, los que
prefieren sentarse en las últimas sillas y no desean tener nunca la última
palabra. Los que piden las cosas por favor y dan gracias por cualquier nonada.
Los que deciden ocupar poco espacio. Los que buscan no sentar cátedra. Los que
prefieren llevar las de perder, los que no discuten, ni levantan la voz, los
que a veces se hacen los sordos para no responder a necedades y los que
prefieren que se les tache de tontos a que sus gestos o palabras pongan a
alguien en su sitio. Bienaventurados los humildes, es decir los que buscan la
verdad, porque en la verdad está la humildad. Los soberbios van con el yo
delante, seguro y rotundo. Un yo tan fuerte que, por fuerza, quita el aire a
los demás. El yo –que es lo propio de los soberbios- es siempre un crimen. Los
humildes son los que han renunciado al yo que es siempre un monstruo insaciable.
Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de justicia. Bienaventurados los que intentan ser justos en todo momento.
Los que tratan con justicia a todos. Los que anhelan que la justicia reine en
la casa, en el pueblo, en la nación y en el mundo. Los que se sienten
indignados cuando la justicia se pone del lado del fuerte. Los que hacen algo
para compensar, en lo posible, a aquellos que la vida ha tratado injustamente.
Los que claman por todos los medios para que se haga justicia en el mundo. Y
más bienaventurados los que, mientras aguardan y anhelan que la justicia sea
realidad en todos los rincones, intentan curar los destrozos y las heridas que
causa la injusticia allá donde se ejerce como algo natural, como algo normal, o
con premeditación. Tienen hambre y sed de justicia los que luchan contra todos
los hijos bastardos de la injusticia: los hambrientos, los esclavos, los
maltratados por ser de otra raza, de otro sexo, de otra nación, de otra
religión. Los desechos que la injusticia va dejando a su paso sólo pueden ser
dignificados y restaurados en su grandeza humana por aquellos que están
sedientos y hambrientos de justicia.
Bienaventurados
los misericordiosos.
Bienaventurados los que no llevan la cuenta de los tropiezos de los demás, ni
de sus caídas. Bienaventurados los que son capaces de ponerse en lugar del
otro. Los que tratan como ellos mismos quisieran ser tratados. Los que no
apuntan nada en la página del ‘debe’. Los que conjugan cada mañana y cada tarde
los verbos apiadarse y compadecerse. Los que no hacen pagar a sus deudores
hasta el último centavo. Los que no pronuncian nunca “ya me las pagarás”, ni
“ya te espero”. Bienaventurados los que saben que ser misericordiosos, a
pesar de conocer las miserias ajenas, significa tratar a los demás con corazón.
Los que saben que cuanto más miserable es el otro, más necesitado estará de
nuestra misericordia. Los que prefieren el perdón a la venganza. Los que tienen
memoria sólo para agradecer, pero nunca para recordar las ofensas recibidas.
Los que saben que la misericordia beneficia sobre toda al que la utiliza, mucho
más que al que la recibe. Porque los misericordiosos son los ricos de corazón,
los sanos de corazón.
Bienaventurados
los limpios de corazón. Los que leen el mundo y el corazón de los hombres en clave de
inocencia. Los que no son malpensados, aunque a veces se equivoquen. Los que
creen en las razones y en las explicaciones de los demás. Los que preguntan sin
afán de sonsacar, ni sin afán de pillar en un desliz. Los que no ven las
segundas intenciones. Los que hablan llanamente, sin indirectas, sin dobles
sentidos, sin dardos envenenados. Los que aun viendo venir al lujurioso, al
mentiroso, al necio o al hipócrita, le dan una oportunidad, porque creen que en
cualquier momento una persona puede cambiar y modificar su conducta. Los que
miran con inocencia a los demás. Los que no temen a quien pueda infamarles, o mentirles, o aprovecharse
de ellos. Bienaventurados los limpios,
es como decir bienaventurados los niños sin cálculos y si oficio de mentir. Los
limpios de corazón son capaces de ver una estrella en una noche oscura, un
rasgo de belleza en el rostro estragado, una pizca de bondad en el asesino. No
juzgan al mundo, ni lo condenan porque creen que en el corazón de todo ser
humano hay semillas de bondad y de ternura.
Bienaventurados
los constructores de paz. ¿Hay alguien que no desee la paz? Todos hablan de ella y todos dicen
actuar por razones de paz. ¿Pero quienes la construyen? Sólo los pacíficos, es
decir lo que hacen con sus manos, sus lenguas, sus corazones, sus dedos y sus
pies la paz día a día. ¡Los constructores de paz! Los que evitan cualquier conversación
y cualquier acción que pueda sembrar la discordia y la turbación. Cualquier
gesto que provoque en el otro la ira, la agresividad y la violencia. Los que
calman, los que se interponen entre los elementos discordantes. Los que ponen
bálsamo allí donde otros han puesto arenas en el engranaje de la complicada
maquinaria doméstica, comunitaria, mundial. Los que disculpan al otro. Los que
no contestan para no echar más leña al fuego. Los que bajan el tono cuando
alguien grita. Los que saben cómo calmar al otro, como curar sus heridas aún
sangrantes. Los que actúan serenando ambientes y tranquilizando comunidades. Los
que tratan con justicia a todos para que nadie se sienta perdedor. Los que
perdonan porque comprenden que alguien, en algún momento, tiene que parar la
espiral de violencia. Los que construyen puentes, aun cuando sean muchos los
que les inciten a, con esos mismos adobes, levantar barreras y muros.
Bienaventurados
los perseguidos por causa de la justicia. La justicia se repite como fondo en dos bienaventuranzas.
En la primera alude al hambre de justicia, a la sed de ser justos. La segunda
alude a los que asumen que su lucha por la justicia, por los derechos, por las
libertades, por la igualdad, por la fraternidad, lleva aparejada casi siempre
la persecución, la deshonra, la infamia, el descrédito, el escarnio, la cárcel
y hasta la vida. Cuando se busca la justicia, se corre un riesgo, y se endeuda
uno con un mundo que, por muy justo que parezca en algunas latitudes, no querrá
oír nunca hablar de un reino de igualdad y de libertad para todos. Defender la
causa de los sin voz, de los pobres, de los que están en franca minoría, de los
desechos, conlleva un riesgo y una condena. La búsqueda de la justicia no sale
gratis.
Las
bienaventuranzas, pronunciadas una tarde cualquiera de hace dos mil años en la
ladera de un monte, dejaron atónitos a los primeros discípulos, como nos siguen
dejando ahora mismo a nosotros. ¿Quién quiere sentirse pobre, y llorar, y ser
humilde, y estar devorado por la sed de justicia?
El
mundo nos dice todo lo contrario: sé el primero, no te dejes pisar, defiéndete,
cada uno que saque sus castañas del fuego, no seas tonto, no seas crédulo,
porque el mundo es de los que vencen, de los astutos, de los que tienen vista,
de los que nadie se la da, de los que llevan la navaja en el bolsillo, por si
acaso.
No
caben medias tintas. O se apuesta por Jesús o se apuesta por el Mundo. Dios
vomita siempre a los tibios.
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