Cada
cierto tiempo, el telediario nos sacude con la noticia de un tiroteo en una
escuela de Estados Unidos. No por frecuente es menos escalofriante. En esta
ocasión, un joven, recién cumplidos los 18 años, entró en la escuela de la
pequeña localidad de Uvalde y la emprendió a tiros con todo lo que se movía.
Resultado: 2 profesoras y 19 niños abatidos. Poco antes había disparado contra
su abuela, con la que convivía.
La
maquinaria informativa se puso en marcha y, por ese interés por explicar los
comportamientos aparentemente inexplicables, se empezó a indagar en la vida del
joven Salvador Ramos para buscar alguna razón a tamaña matanza. Salvador era un
niño tímido que sufrió acoso por parte de sus compañeros en esa misma escuela. Hijo
de padres separados, mantenía una relación tormentosa con su madre, consumidora
habitual de drogas. Después de una fuerte discusión con ella, porque le había
cortado el wifi, Salvador abandonó su casa y se instaló en la de sus abuelos. A
su padre le veía poco últimamente y se lo reprochaba. No tenía amigos. En una
ocasión publicó en redes una foto en la que llevaba pintada la línea de los
ojos, razón por la cual algunos de sus compañeros empezaron a tacharle de gay…
En fin, todo un historial complejo y marginal. Esto explicaría su conducta
asocial y, finalmente, la compra de armas de precisión militar y su irrupción en
la escuela donde se había sentido desgraciado.
No
quiero entrar en el asunto de la venta de armas, algo que a muchos en este lado
del mundo nos parece verdaderamente inexplicable, aunque por lo visto en
Estados Unidos forma parte de su cultura/incultura, que hace de cada ciudadano
un “vaquero con revólver”. Los periódicos ya se encargado, como cada vez
que se produce un tiroteo en el país del tío Sam, de llenar cientos de páginas
sobre la oportunidad o no de la venta y tenencia de armas.
Yo
quiero hacer otra reflexión. Compruebo que crece cada día la tendencia a
victimizarse, a echar la culpa de todos nuestros males y desgracias a la
sociedad, la tecnología, las redes, los padres, las autoridades, las malas
compañías. En el caso que nos ocupa, los problemas familiares y de acoso
explicarían la conducta de Salvador Ramos y de otros muchos que le han
precedido en este catálogo de “películas de tiros”. Un fatalismo social
determinaría nuestra conducta y nuestros actos. Una infancia de privaciones,
abusos y falta de afecto justificaría, cuando se alcanza la juventud y la madurez,
las borracheras, el coqueteo con las drogas, dar una paliza a quien vive bajo
nuestro techo, ya sea mujer o hijo, e incluso emprenderla a tiros con unos
niños. Pero esto no es una verdad absoluta, y hay que matizar mucho.
Echar
al mundo la culpa de todos nuestros fracasos es negar que existen la libertad y
la responsabilidad. No seré tan ingenuo como para pensar que hay gente que lo
tiene muy difícil y complicado. La novela de El gran Gatsby, de Scott
Fitzgerald empieza con una frase muy sensata: “Cuando sientas deseos de
criticar a alguien, recuerda que no todo el mundo tuvo las mismas oportunidades
que tú tuviste”. Y es verdad.
Pero
negar al ser humano el espíritu de superación, perdón, esfuerzo, sacrificio y
reacción frente a la adversidad es privarle de lo más grande de su alma: la
capacidad para ser el piloto de su propia vida, incluso por derroteros no
previstos y por sendas no determinadas. Nadie nace con el guion de su existencia ya escrito.
A
los 18 años leí y memoricé una frase que Pablo VI escribió en la
encíclica Populorum progressio: “Ayudado,
y a veces estorbado, por los que lo educan y lo rodean, cada uno permanece
siempre, sean los que sean los influjos que sobre él se ejercen, el artífice
principal de su éxito o de su fracaso: por sólo el esfuerzo de su inteligencia
y de su voluntad, cada hombre puede crecer en humanidad, valer más, ser más”.
En
Georgetown o en Harvard hay estudiantes que tuvieron un padre ausente y una
madre adicta a las sustancias. Entre las mujeres y hombres más destacados de la
política, las finanzas, la cultura, la ciencia, las Ongd’s… hay personas con historias
de desarraigo y de abusos, de pobreza y de alcohol. Entre las familias
corrientes, hay padres y madres que han construido nidos de afecto y de
esperanza, hogares felices, aunque ellos recibiesen muy poco en sus infancias.
Entre los amigos y compañeros que más apreciamos, hay infancias de marginalidad
y carencias.
Explicar
las acciones inmorales por el infortunio o la desdicha en la infancia resulta
altamente periodístico o novelístico, pero no explica todo, porque cada ser
humano es libre y es responsable de sus actos, y no un mero juguete movido por
las circunstancias ambientales o los hados del destino. Las razones profundas
de la maldad no siempre se pueden explicar por las carencias, los sufrimientos
o la marginalidad, al igual que tampoco todo es explicable por un trastorno o
alteración mental. El mal existe y habita en cada uno de nosotros. Si lo
alimentamos, fácilmente se convierte en un monstruo. Nunca sabremos los motivos
que impulsaron a Salvador Ramos a hacer lo que hizo. Cayó abatido por la policía
y se llevó su negro secreto a su negra tumba.
Lo
que sí es cierto es que los 19 niños y las dos profesoras de la escuela de
Uvalde merecían muchos días más de vida y un horizonte de futuro delante de
ellos. Pero alguien -¿por qué?- decidió cortar el hilo de sus existencias.
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