miércoles, 6 de agosto de 2025

Conversación en la Catedral, de Mario Vargas Llosa

 


Al final de la novela de Mario Vargas Llosa no nos queda claro en qué momento se jodió el Perú. Ni en qué momento se jodió Santiago Zavalita ni en qué momento se jodió Ambrosio.

La Catedral es el nombre de un bar de Lima donde conversan Zavalita y Ambrosio, después de un encuentro casual en la perrera municipal a la que acude Zavalita para recuperar a su perro y donde Ambrosio, antiguo chófer de la familia, apalea perros sospechosos de haber contraído la rabia. Una larga conversación de horas, una conversación que es como un río donde llegan arroyos claros, turbios, fangosos o cristalinos. Un río que atraviesa Perú durante el ochenio del general Manuel A. Odría (1948-1956).

         Se trata de una novela coral, de destino trágico y desesperanzado. Una novela de casi 800 páginas -un río de palabras por contraposición a la palabra amordazada de las dictaduras- que exige al lector bastante concentración en las primeras páginas, porque los diálogos de los protagonistas se abren y se cierran, se mezclan con otros diálogos y con otras descripciones, sin ningún cambio tipográfico que lo indique. Por otro lado, y sin solución de continuidad, pasamos de la casa de Cayo Bermúdez a la de Don Fermín, del burdel regentado por Yvonne a la sede del periódico La Crónica, de las calles de Lima a los despachos gubernamentales, del elitista barrio de Miraflores a la cochambre de la perrera. Y en estos escenarios transcurren las vidas de un puñado de personajes que se cruzan y descruzan, se emulsionan o se repelen. Ministros y generales, chóferes y criadas, estudiantes revolucionarios, ociosos pijos, rebeldes sin causa, prostitutas y alcohólicos, cada uno con su ambición y cada una con su frustración. Porque la frustración es la carcoma que ataca a todos los personajes. Se frustra un país, Perú, por las políticas dictatoriales y las corruptelas del general Odría y sus mandamases, y se frustran las pequeñas vidas de sus habitantes, lo mismo la del periodista de La Crónica que la del chófer de una familia bien, lo mismo la de una prostituta que la de un empresario solvente.

Cuando el lector comienza a leer, necesita un poco de tiempo para adaptarse al “clima” del vocabulario peruano o limeño: la lluvia fina es garúa, los desnudos son calatos, los canillitas vocean los periódicos, los cholos son los mestizos o indígenas, y los zambos son los negros, las polillas son las prostitutas y los cafiches, los proxenetas;  los buitres son gallinazos y el overol es un simple mono de trabajo; los bulines son los burdeles; cachaco es el despectivo para militar y arrecharse es enojarse; cojudo es tonto y disfuerzo es exageración; cachar es mantener relaciones sexuales y lisuras son palabras malsonantes; requintar es protestar y huachafo es cursi. Todas ellas palabras sabrosas y tan ricas como un chupe de camarones o un buen ceviche.

         El mandato del general Manuel Odría, que nunca aparece en la novela, es el que pone el marco temporal donde se desarrollan muchas vidas que se han ido jodiendo poco a poco. La corrupción está presente por doquier. Los favores se pagan, el poder económico siempre arrima el ascua a su sardina. El burdel, muy presente en la novela, es una metáfora de la existencia humana: Las vidas aparentemente impolutas de los hombres socialmente respetables no lo son tanto cuando cruzan el umbral de la casa de citas. El cliente, la prostituta, el proxeneta muestran su otra naturaleza. El burdel es también confesionario y manifestación de dominio y poderío. Los vicios son siempre debilidades que son utilizadas para el chantaje.

         Cayo Bermúdez, director del gobierno y ministro, encarna el espíritu del régimen del general Odría. Representa el poder corrupto, la manipulación, el ojo que todo lo ve y el oído que todo lo escucha. Nada se le escapa a este tenebroso personaje de cuanto ocurre en Perú, y que podría causar sobresaltos en la seguridad del régimen. Con artería, mueve todos los hilos, puentea a quien sea necesario, sabotea, manipula, chantajea para que el edificio de la dictadura no se venga abajo. Las dictaduras, ya se sabe, acogen bajo su paraguas a los leales sin escrúpulos y a los privilegiados sin moral. A las personas se las sube, cuando son útiles, y se las deja caer abruptamente cuando ya no interesan. Es, por ejemplo, el destino trágico de Hortensia, la amante de Bermúdez.

Entré en la universidad con un libro en la mano de Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo, y desde entonces el escritor peruano me ha dado muchos y buenos momentos de lectura. Conversación en la Catedral era uno de los pocos libros pendientes que tenía del Nobel de literatura. Para el propio autor, fallecido en 2025, era la novela que salvaría de su amplia trayectoria literaria. Estamos, sin duda, ante una obra mayor. No es una novela política en el sentido estricto de la palabra. Los personajes de la novela, Fermín, Zoila, Teté, el Chispas, Zavalita, Hortensia, Ambrosio, Carlitos, Yvonne, Queta, Amalia, Hilario, Ludovico, Hipólito, el general Espina… están ahí con sus miserias, sus vicios y sus frustraciones, pero un contexto político de corrupción generalizada potencia que las vidas sean aún más frustrantes, más corruptas y envilecidas. Poco a poco, al principio esbozados; luego perfectamente delineados, vamos conociendo las existencias de estos protagonistas inolvidables: nacen, trabajan, se enamoran, mienten, sueñan y mueren.

Vargas Llosa se aleja del realismo mágico de algunos escritores del boom americano, para instalarse en el realismo real de las vidas, a veces sórdido y putrefacto. Pocos escritores como Vargas Llosa han hablado tanto y tan profundamente sobre la maldad intrínseca del poder y sus desvaríos y locuras. En el poder, en todo poder, hay una semilla de corrupción, que termina por corromper los cuerpos y las almas. A este respecto baste recordar La Fiesta del Chivo, para mí la mejor novela del escritor peruano.

         Entre trago y trago pasa la vida. Entre trago y trago transcurre la conversación de Zavalita y Ambrosio en ese antro de La Catedral. Caen los dictadores y sus adláteres. Pero el ansia de poder permanece, como permanecen las ganas de corromper y dejarse corromper en el Perú de Odría, y en todos los Perús del mundo. La vida de Santiago Zabalita también se ha jodido, el frustrado revolucionario de la Universidad de San Marcos, el mediocre periodista de la Crónica, el que rompió con su familia adinerada y renunció a la herencia no ha alcanzado, ni mucho menos, la felicidad. Es un ser resignado a su mediocridad, tan estrecha como el apartamento en el que vive un matrimonio insípido y frío. También la vida de Ambrosio se ha jodido. Cedió a los impulsos homoeróticos de su amo, Don Fermín, y gastaba su sueldo en pagar los 500 soles de la tarifa de una prostituta de postín, Queta. Carga a sus espaldas con un crimen, aunque lo cometió por lealtad. Le engañaron en los negocios y perdió a su mujer y se alejó de su pequeña hija. Y rodó por Lima de mal en peor, hasta acabar en una miserable perrera, imagen dramática de un país. 

            El último diálogo que sostienen Zabalita y Ambrosio, y que pone punto y final a la novela nos confirma ese lado fatalista de la existencia humana: 

-         ¿Y cuando se acabe la rabia se acabará tu trabajo en la perrera, Ambrosio? Sí, niño. ¿Y qué haría?

-         Trabajaría aquí, allá, a lo mejor dentro de un tiempo había otra epidemia de rabia y lo llamarían de nuevo, y después aquí, allá, y después, bueno, después ya se moriría, ¿no, niño?


Estado ruinoso del bar de La Catedral


Un trago en la Catedral 








Al final de su vida, Mario regresó a la Catedral










El sermón del cura de Valdepeñas

 


Emilio Montes, cura de Valdepeñas, en el sermón del pasado domingo defendió los derechos laborales de los temporeros. La homilía en cuestión ha sido difundida hasta la saciedad. Algunos hablan de sermón polémico. No conozco otras homilías de este sacerdote. Pero esta homilía no debería parecernos polémica, sino sensata. Por decirlo con palabras de la liturgia: Es justa y necesaria. Traducir el evangelio y llamar la atención a aquellos empresarios que racanean el jornal a sus trabajadores es llanamente acertado y propio. El cura de Valdepeñas ha venido a decir más o menos esto: Trabajar 12 horas y sólo cobrar 8, no es de recibo. Si se trabaja más de 8 horas, son horas extras, y deben ser pagadas. Lo contrario es tener mucha jeta y ser un sinvergüenza. No dar de alta en la seguridad a los empleados es un delito. Permitir que los temporeros, sean de la nacionalidad que sean, malvivan en viviendas insalubres, carentes de todo, es de malas personas.

En resumen: pagar las horas extras, no hacer trabajar más de 8 horas, dar de alta en la seguridad social. Y ofrecer una vivienda digna en la que yo mismo o mis hijos podríamos vivir… es de pura justicia. Dios no olvida nunca los derechos escatimados al pobre, porque es aprovecharte del más débil. Toda persona, rica o pobre tiene su dignidad. Y nosotros debemos defenderla. Y si alguna vez, alguien para hacerse el listo, comenta: “yo me ahorro la seguridad social, y no pago las horas extras a mis obreros”, deberíamos decirle “¿cómo no se te cae la cara de vergüenza?”.

Ya en el Levítico está escrito: “No oprimirás a tu prójimo, ni le robarás. El salario de un jornalero no ha de quedar contigo toda la noche hasta la mañana”.

Valdepeñas, conocida por su producción vinícola, sabe mucho del mundo de los temporeros, en su mayoría extranjeros. En esta ocasión, el cura del pueblo ha hablado en cristiano. Y también con la sensatez de Sancho Panza y el sentido de justicia de don Quijote. Como no podía ser menos en esa tierra bendita del ingenioso hidalgo.









sábado, 2 de agosto de 2025

Los títulos y másteres de sus señorías

         Cada dos por tres saltan a los titulares noticias de políticos que falsificaron títulos, que hincharon el currículum, que lo engordaron con un máster no realizado, un título nunca obtenido, un diploma falsificado, idiomas que ni siquiera chapurrean. A muchos políticos no los vieron en las universidades, ni en las academias, nunca pagaron pon un máster, nunca elaboraron una tesis, nunca redactaron un trabajo de fin de carrera o, como mucho, copiaron al pie de la letra otros trabajos académicos, pero lograron inflar su currículum con altas notas, títulos, diplomas, másteres, asistencia a congresos, reuniones de trabajo, simposios, publicación de artículos y libros, etcétera, etcétera.

        Estos días corría un chiste: "Probablemente el único título universitario del Congreso de los Diputados sea el del camarero de la cafetería". Y tal vez acierte el chiste. Por un sueldo mísero de mil euros, al chico que sirve cafés y refrescos le habrán exigido títulos, idiomas, informática y varios cursos de hostelería y restauración. 

    ¿Qué pensarán los jóvenes que para un trabajillo de nada les piden ingenierías, diplomaturas, tres idiomas, un máster y más informática que a los trabajadores de Silicon Valley? 

     ¿Qué pensarán los opositores que queman varios años de sus vidas hincando los codos, pagando una academias, sacrificando media juventud para obtener una plaza?

    No es difícil darse cuenta del nivel de mediocridad académica de nuestros políticos. Basta escucharles dos minutos seguidos para darse cuenta del nivel de razonamiento y argumentación, así como las patadas a la Real Academia en el manejo del español. Hay muchos altos cargos cuyo currículum podría reducirse a una línea: "sabe leer y escribir, aunque con dificultad". Se entiende cada vez más ese lenguaje barriobajero, ese matonismo verbal, ese tufo de garrulismo que desprenden sus parlamentos.  

   

viernes, 18 de julio de 2025

La parroquia de Gaza herida

 


La única parroquia católica de Gaza ha sido bombardeada. El ataque ha causado tres muertos y nueve heridos, entre estos últimos el párroco Romanelli, con quien el Papa Francisco hablaba casi a diario para sostenerlo en el calvario de la guerra.

La parroquia de la Sagrada Familia se había convertido en una verdadera Arca de Noé en estos largos meses de diluvio universal de bombas y hambres. En la parroquia habían encontrado refugio unas seiscientas personas y, entra ellas, un grupo de chicos con discapacidad. Sin diferencia de credo, cristianos y musulmanes, se sentían seguros en este espacio sagrado.

Pero si la vida de las personas no es sagrada en ninguna guerra, ¿podemos esperar que lo sean los templos, que lo sean las piedras? La parroquia católica de la Sagrada Familia, también en este aspecto, ha compartido idéntica suerte e idéntico destino al de toda la Franja de Gaza. Un destino de bombas y de escombros, de ruina, de heridas y de muertes.

La bomba que ha derruido varios puntos de la iglesia, ha dejado intacta la pequeña cruz de piedra. Acaso una imagen poética: la cruz permanece firme en los territorios del dolor, como único estandarte de esperanza. “O crux, spes única”. Oh, Cruz, única esperanza.

Ante las numerosas protestas internacionales por este bombardeo a la parroquia, el señor Netanyahu, ha dicho que “ha sido un error”. Nos hubiera gustado más que hubiera dicho: “Toda la violencia desatada contra la población ha sido un error”.

El párroco de Gaza entre los heridos





lunes, 14 de julio de 2025

Gaza: el hambre entre las ruinas

Hubo momentos en que parecía posible que dos pueblos, como el israelí y el palestino, pudiesen convivir con un mínimo de civilidad y de seguridad. Estuvo cerca de conseguirse. Ahora parecen cosas lejanas, lejanísimas incluso.

La Franja de Gaza ya no existe. No existen las casas ni los mercados. No existen los hospitales ni las escuelas. No existen las carreteras ni los puentes. Sólo escombros sobre escombros. Ciudades y aldeas trituradas por la furia del ejército israelí, con Netanyahu a su cabeza, el apoyo incondicional de Estados Unidos, el desentendimiento de Europa, el abandono de los países árabes y la indiferencia del resto del mundo.

Ahora sólo quedan los escombros. Y el hambre. Y los disparos contra  los gazatíes desesperados que buscan algo que llevarse a la boca cuando un camión de víveres pasa cerca. ¡Y que imploran con sus cacerolas vacías a un cielo que parece haberlos olvidado!

Mikel Ayestaran hubiera querido estar ahí, para contar, como periodista, lo que allí sucede, pero no le ha sido posible, porque los periodistas no pueden entrar. Y cuando los periodistas no pueden entrar difícilmente podemos enterarnos de las víctimas concretas con sus nombres, sus rostros y sus historias personales. El continuo goteo de muertos desde que empezó el ataque a Gaza es un goteo de números, sólo números, diez, veinte, cuarenta. Mikel Ayestaran conoce bien la zona y ha escrito mucho al respecto. En una entrevista reciente declaraba: “La palabra “guerra” no define lo que pasa en Gaza. ¿Cuál es esa palabra? No lo sé, me quedo sin ellas. Pero una guerra no es, no hay un ejército enfrentándose a otro ejército. Gaza es un lugar que antes ya estaba cercado, ahora está totalmente cercado y tenemos un superejército que… Yo ya no sé qué está bombardeando, bombardea sobre lo bombardeado”.

La matanza de 1200 personas y el secuestro de otras 250, a manos del grupo terrorista Hamás (7 de octubre de 2023), ofreció la excusa perfecta a Netanyahu para lanzar su ofensiva total contra los terroristas, pero también contra la población civil, contra sus casas, sus tierras, sus animales y sus pertenencias.

Ya no queda piedra sobre piedra en esa franja. La última fase de esta sinrazón y de esta impiedad es conseguir una victoria total y definitiva rindiendo a la población por hambre, obligando a Palestina a la capitulación e imponiendo el control militar israelí en todo ese territorio.

Los camiones cargados de víveres son detenidos en la frontera, mientras que los niños lloran de hambre. Los pocos camiones a los que se permite el acceso, se las ven y se las desean para distribuir los alimentos en medio de la balacera y de todo tipo de obstáculos por parte del ejército de Israel. Muchas panaderías y más de un centenar de comedores, gestionados por asociaciones humanitarias, y que proporcionaban pan y un plato de comida diaria, han tenido que cerrar por falta de harina y otros alimentos. En Gaza se han llegado a pagar 500 dólares por un saco de 25 kilos de harina.

De nada valen las súplicas de la ONU o del Vaticano. De nada sirven los lloriqueos de las autoridades de tantos países que con la boca pequeña dicen sentirse avergonzados. De nada sirven las resoluciones internacionales que deben aplicarse en tiempos de guerra con los enemigos. León XIV ha dicho una frase muy elocuente: “Matar de hambre a la población es una forma muy barata de hacer la guerra”.

Palestina pudo ser otra cosa. Estuvo a punto de serlo. Luego, el grupo terrorista de Hamás se hizo con las elecciones, con las armas, fanatizó al pueblo y empezó a tomar decisiones verdaderamente nefastas. Palestina no sólo tiene un enemigo en Israel, lo tiene también en Hamás. Tal vez por todo ello, Palestina es un pueblo sin amigos. Palestina es un territorio indeseable para sus propios vecinos, para los países árabes que deberían compartir con ella un destino común de fe, lengua e ideales.

Pero condenar el terrorismo de Hamás no puede justificar en ningún caso esta hambruna deliberada y planificada”, como ha declarado un responsable de la Ong Oxfam. ¿Son acaso los ciudadanos corrientes y molientes de Gaza culpables de las decisiones de unos gobernantes fanáticos o corruptos? Cuando se identifica a los ciudadanos con los que tienen el poder y las armas, se llega a estas situaciones inhumanas. Un niño, un anciano, una mujer que tienen hambre no pueden ser castigados por crímenes de los que no son autores. Por esa misma razón, me niego a identificar a los ciudadanos israelíes con la práctica genocida del Gobierno de Netanyahu.

¿Dónde están los justos de Israel de los que se habla a menudo en los Salmos o en el Libro de la Sabiduría? ¿Dónde están las mujeres y hombres judíos justos que deberían llevar en su corazón la misericordia y la compasión de los patriarcas y profetas del Antiguo Testamento? ¿No les dirá nada José que perdonó a sus hermanos que lo habían vendido como esclavo y llenó los sacos de trigo para saciar su hambre en tiempo de sequía? ¿No les dirá nada David que, aunque tuvo la oportunidad de matar a Saúl que lo perseguía a muerte, no lo hizo por el temor sagrado a Dios? ¿No les dirá nada Ruth, la moabita, que no abandonó a su suegra por compasión y que junto a ella salía a espigar cada mañana de verano? ¿No les dirán nada Tobías, Zacarías y otros tantos, hombres justos que practicaron la misericordia y ayudaron a los necesitados?

Hemos pasado de la paz de los valientes, implorada por Rabin y Arafat, a la guerra de los cobardes. Parece que el objetivo de Netanyahu es hacer de Gaza un inmenso solar, sin vida y sin habitantes, y recluir a todos los gazatíes en campos de refugiados de los que luego tendría que encargarse la ONU. Los gazatíes tendrían –cruel sarcarsmo- la libertad de escoger entre la muerte o la deportación al campo de refugiados. A estas alturas, da la sensación de que estamos asistiendo a la ejecución milimétrica de un plan de destrucción total. Hacer desaparecer Gaza. Hacerla invisible. Reducirla a polvo y ceniza. Desde muchas sensibilidades e instancias se habla claramente de genocidio.

Solo cabe esperar que aún queden justos en Israel. Y que cuando pase esta “generación perversa”, ellos sean levadura, para hacer crecer la convivencia pacífica en la tierra que habitó Jesús, porque en el Salmo 1 está escrito:

Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos,

Ni entra por la senda de los pecadores,

Ni se sienta en la reunión de los cínicos

Será como un árbol plantado al borde de la acequia.

Da fruto a su tiempo y no se marchitan sus hojas.

Y cuanto emprende tiene buen fin.

Porque el Señor protege el camino de los justos.

Pero el camino de los impíos acaba mal.























viernes, 11 de julio de 2025

David Lafoz: ¡no aguanto más!

 


David Lafoz Gimeno, un agricultor zaragozano de 27 años, ha tirado la toalla. No sólo la toalla de su lucha por defender su oficio de agricultor, su tierra, su trabajo, o por ir en contra de la agenda 2030, sino la toalla de la vida y del vivir.

Este joven agricultor probablemente sabía algo del campo. Tal vez un poco más  que los políticos, los asesores, los expertos que en cómodas salas de reuniones de Nueva York, Bruselas o Madrid dicen lo que tiene que ser o dejar de ser la agricultura y la ganadería. Gente que no ha pisado nunca un establo, que no ha pasado una noche en vela para facilitar el parto de una vaca, que no ha vareado un olivo, que no conoce la picazón del tamo en el cuello sudoroso, o que no distingue el olor inconfundible de la fermentación del mosto…redactan normas, leyes y decretos, con admirables buenas intenciones, pero sin tener en cuenta a los millones de agricultores y ganaderos que cada día trabajan duramente para abastecer los supermercados y los frigoríficos.

David ha tirado la toalla, ha dejado el arado, el tractor, la pala y la cosechadora y ha decidido irse, como él mismo ha escrito… "Lo siento por despedirme de esta manera tan cobarde, pero no aguanto más presión, no aguanto estar discutiendo todos los días con gente, no aguanto más inspecciones de Hacienda ni de trabajo, no aguanto trabajar 18 horas para vivir".

En las inmediaciones de la iglesia donde se ha celebrado su funeral unos dos mil compañeros de lucha han querido acompañarlo. Junto al templo estaba su tractor con el que aró, sembró y cosechó, con el que recorrió caminos parcelarios y carreteras para llamar la atención sobre la causa del campo, que él creía importante para ganarse su pan. Fue con este tractor, el Case, con el que se plantó en el puente de acceso a la Aljafería, sede de las Cortes de Aragón, durante las protestas del año 2024.

Con razón o sin ella, creyó en la causa del campo, en la causa de la agricultura y la ganadería. En medio de tantos ecologistas y animalistas de salón, de tantos discursos buenistas sobre el bosque, las nubes, las mascotas, los árboles y el universo, hay también muchos que trabajan las tierras, se suben al tractor, ordeñan las vacas… Conocen la belleza de los campos en la sementera y en la cosecha, pero también la dureza de los horarios, la frustración de las malas cosechas y las exigencias enloquecidas de los formularios e impresos de la Administración.

Frente a tanto activista de pancarta y megáfono, hay agricultores y ganaderos a los que las protestas les han salido caras. Parece que David, por su actitud reivindicativa y sus protestas, fue hostigado desde varios frentes por los que detentan el poder y no admiten la mínima disidencia.

En estos días se ha recordado que David Lafoz utilizó su tractor y su pala para quitar el barro en las localidades devastadas que dejó la Dana. Otros -no es necesario poner nombres- huyeron cobardemente de la Dana y su barro. O nunca hicieron acto de presencia.  

Recuerdo que en los días calientes de las protestas agrícolas de 2024 se celebró la gala de los Goya  en Valladolid, concretamente el 10 de febrero. Por temor a que los agricultores pudiesen deslucir la gala, el Ministerio del Interior desplegó efectivos de la policía nacional y de la guardia civil por todos los pueblos de la provincia, desde primeras horas de la mañana, para impedir que los agricultores sacasen de sus naves y corrales los tractores. No había convocada ninguna protesta para ese día, pero por si acaso. Y cuando los agricultores intentaban razonar diciendo que sólo querían ir a arar o sembrar a sus fincas, se les dijo que había órdenes estrictas para no permitírselo. Los ministros pudieron llegar tranquilos y sonrientes con su esmoquin y sus vestidos largos a la Gala. Y el presidente Sánchez hizo en avión el cortísimo trayecto entre Madrid y Valladolid. Ninguno de los hombres o mujeres del cine -normalmente muy reivindicativos- hizo mención alguna a los trabajadores del trigo y del viñedo, de los olivos y los establos.

David Lafoz Gimeno. Ni un héroe. Ni un maldito. Solamente un muñeco roto. Uno más de esta maquinaria que hace girar, a veces con demasiada crueldad, el mundo. Entre los engranajes de esta maquinaria, algunos hombres quedan triturados y como hechos papilla.




Durante las tareas de la Dana


Inmediaciones de la iglesia donde se ha celebrado su funeral















martes, 8 de julio de 2025

Matteo Balzano: el suicidio de un sacerdote

 

Italia es un país donde las noticias religiosas aún tienen cabida en el día a día informativo, más allá de la muerte de un Papa y la elección de otro. El pasado 5 de julio la noticia del suicidio de un joven sacerdote fue recogida ampliamente por todos los medios y comentada ad infinitum en las redes sociales del país transalpino y más allá aún.

Ha sido la propia diócesis de Novara la que ha preferido contar la verdad, cancelando rumores e hipótesis descabelladas, y confirmando el suicidio de Matteo Balzano, de apenas 35 años, y párroco de Cannobbio.

Si un suicidio es siempre un misterio que deja un sabor a ceniza en la boca de todos los amigos y conocidos, tal vez lo sea más en el caso de un sacerdote que ha predicado cada domingo que Dios no abandona nunca a sus hijos, que la esperanza es un virtud teologal, que la vida no nos pertenece, que Dios es el único Señor de nuestra vida y de nuestra muerte...  

No sabemos –ni necesitamos saber- que es lo que condujo a Matteo a quitarse la vida. Sólo podemos intuir que en su personal noche oscura no vio, ni siquiera en lejanía, una pequeña candela que le animase a dar un paso más en el camino de su corta existencia.

Los sacerdotes, como los consagrados, no son superhéroes con alzacuellos o hábito. Y la unción sagrada y la gracia no les convierte, por arte de magia, en personas de una sola pieza, inasequibles al desaliento, inalterables en su carácter, impasibles ante el sufrimiento. Como todo hijo de vecino, los sacerdotes conocen la vulnerabilidad de su cabeza y de su corazón, las costuras rotas de su túnica, las frustraciones y los periodos de bajón y de inestabilidad. Como todos, necesitan la gratitud, la sonrisa y el abrazo y el café de la amistad. Con el resto de los humanos, comparten el mismo barro del día de la creación.  

Cuento entre mis amigos a varios sacerdotes. Más de una vez he hablado de educadores sacerdotes que me han marcado con su bondad y su alegría. Conozco también las debilidades y las soledades de algunos. Y por esto mismo, más cercanos a mi amistad.

El suicidio de este joven sacerdote italiano me ha dado que pensar y me ha hecho reflexionar:

¿En qué inmensa soledad vivimos, nos movemos y existimos? ¡Qué inmensa es la pobreza de alguien que no encuentra un hombro sobre el que llorar, unos oídos para confesar su fragilidad, y unos brazos para sentirse abrazado! Una vez un cura me comentó: “Ha habido momentos en mi vida en que hubiera necesitado algo más que la absolución de mis pecados en el confesionario. Hubiera querido tener un amigo ante el que poder llorar y que luego me abrazase y me dijese: “quédate, porque el día atardece”.

Conozco y también intuyo la soledad afectiva en la que viven algunos sacerdotes. Les enseñaron en el seminario a ser perfectos, a no dejarse arrastrar por las emociones, a no mostrar nunca sus debilidades, a no parecer demasiados cercanos, a mostrarse siempre impecables, ejemplares, “superiores”, para no dar mal ejemplo, para hacerse respetar, para ser admirados, para no dar qué hablar, para no ser objeto de murmuración.

Conozco y también intuyo esa presión que los sacerdotes sienten sobre sus vidas y sus conductas. Si van de vacaciones, parecen holgazanes; si se toman una copa, son un vivalavirgen; si se muestran cariñosos, pecan de sentimentales; si acarician a un niño, se les mete en el saco de la pederastia; si pasean junto a una mujer, se cree que tienen la querida; si reciben a un amigo en casa, se sospecha que le pueden gustar los chicos. Si la misa es larga, es un pesado. Si la misa es corta, va con el acelerador puesto. Si el cura es joven, está verde. Si es mayor, ya chochea. Si dice no a alguien, es un intransigente; si dice sí a todos, es un pasota. Y así sucesivamente: que si juega a hacerse el simpático, que si es muy serio, que si es carca, que si es progre, que si no es como el anterior, que si no predica bien… Muchas veces su comportamiento es escudriñado hasta el extremo, y todas sus acciones son vistas con una lupa de aumento.

Y entre esa formación recibida para ser héroes de Cristo en el mundo y esa presión social que les juzga con poca misericordia, algunos sacerdotes se van aislando cada vez más en su soledad no compartida ni abrazada, hasta el punto de vivir y habitar una cárcel. Una jaula de ¡tanto decoro y tan intachable  conducta! que les impide compartir con un amigo de verdad sus heridas, sus rasguños y sus hemorragias internas.

Quizás la tragedia de Matteo Balzano no es ajena a ese malestar en el que transcurre la vida de muchos jóvenes y a esa fragilidad psicológica en la que ha crecido la última generación. La sociedad actual empuja a vivir en estado de permanente felicidad y dicha, en sublime autorrealización, con sonrisa permanente en los labios, con éxito en el trabajo, en las redes sociales, entre los amigos. En un ambiente así, no es de extrañar que los más frágiles y débiles se vayan rompiendo poco a poco, sin que nadie se dé cuenta, sin que nadie perciba nada, obligados hasta el último minuto de la vida a sonreír, a aparentar felicidad y a salir guapos y jóvenes en el selfie nuestro de cada día.

Tal vez Matteo Balzano -y otros muchos jóvenes como él- son los eslabones débiles. Las cadenas siempre se rompen por el eslabón más débil. La mañana del 5 de julio el cuerpo sin vida de este joven sacerdote fue encontrado muerto en los locales de la parroquia. La noche anterior había compartido con sus feligreses una tómbola solidaria que él mismo había organizado. Nadie notó nada. Nadie se dio cuenta de nada. ¿Tan disfrazados vamos por la vida que los demás sólo ven nuestra máscara y no las llagas de la vida sobre nuestro rostro? ¿Tan malos lectores del corazón somos que el otro se ha convertido en una escritura ilegible, en un jeroglífico indescifrable?

Sin duda, “Nuestro Padre de las vidas rotas” habrá estado aquella noche a su lado en el momento más oscuro de su existencia de apenas 35 años.  Una semana antes de su muerte, comentando con una parroquiana del pueblo el suicidio de otro joven de una localidad cercana, Matteo Balzano, el rostro ensombrecido, le había dicho: “Nadie sabe qué infierno se puede llevar dentro para llegar a ese extremo”.









 

 




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