miércoles, 28 de febrero de 2024

Mario Borzaga y los mártires de Laos

 

Laos está lejos de mí. Y Mario Borzaga también lo estaba hasta que una conferencia y un libro de Alberto Ruiz González me lo acercaron. Así ocurre siempre. Todo ha existido en el mundo. La Historia ha registrado todo, pero nosotros apenas sabemos nada. Nuestra mirada poco abarca y nuestra inteligencia poco retiene.  El ser humano es ignorante por naturaleza. Solo la curiosidad lo saca de este trastorno.

Mario Borzaga tenía apenas 27 años cuando el martirio vino a su encuentro en la tierra lejana de Laos, donde unos cuantos frailes extranjeros y unos cuantos cristianos nativos intentaban sembrar el evangelio en surcos donde antes sólo había crecido el arroz. Pero a Mario el martirio no le pilló desprevenido, porque en el horizonte de su existencia lo vio como en esbozo, cada vez más perfilado y delineado, a medida que las noticias sobre la penetración de la ideología de odio al extranjero y al cristiano avanzaba.

En 1957, Mario Borzaga con otros compañeros llega a Laos. Este país, situado en la península de Indochina y con una extensión equivalente a la mitad del territorio español, estaba atenazado entre Vietnam y Tailandia y era objeto de deseo de las grandes potencias (Estados Unidos, China y Unión Soviética). Entre 1954 y 1970, un grupo de 17 mártires, religiosos extranjeros, sacerdotes nativos, catequistas laicos, sufrieron el martirio por causa de su fe. De este grupo, destaca el joven Mario Borzaga, tal vez porque, con sinceridad inaudita, fue anotando en un diario lo que le sucedía en los adentros y en 'las afueras': “El diario de un hombre feliz”. Un diario íntimo ("escribir es lo que más me gusta") que inició poco antes de partir para Laos desde su patria, Italia. 

Había nacido en Trento, en agosto de 1932. Muy pronto comenzó sus estudios en el seminario de los Oblatos de María Inmaculada (omi), una congregación fundada por Eugenio de Mazenod en 1816. Esta congregación, de origen francés, conoció el martirio como pocas órdenes religiosas en el siglo XX (cinco mártires en la Francia ocupada por los nazis; veintidós mártires en Pozuelo de Alarcón durante la persecución religiosa de 1936 y otros seis mártires en Laos, a manos de las guerrillas comunistas) 

Mario, sacerdote recién ordenado, llega a un país extranjero donde el catolicismo está poco extendido, y en un momento en que el auge del comunismo aumenta la hostilidad a los extranjeros y a los cristianos, vistos como miembros de una religión extraña a la cultura laosiana. Y cuando Mario llega a la misión laosiana, lleno de entusiasmo juvenil, de fervor religioso y acaso de un sueño vanidoso de convertir laosianos, choca con una realidad bien distinta. Aunque la lengua oficial es el francés, casi nadie lo habla.  Dedica mucho tiempo al estudio de la lengua local, pero los progresos apenas se ven. Quiere transmitir el evangelio y comunicar la fe, pero siente la impotencia del mudo y del sordo: nadie le entiende y él no entiende a nadie. Cuando los feligreses quieren confesarse buscan a otros curas y se alejan de su lado, porque él no les comprende en su lengua nativa. El sueño se ha quebrado. Y en su diario, en el silencio de la noche, va anotando esta batalla diaria. Por otro lado, los lugareños de acuden a él, como acuden a los otros religiosos blancos, en busca de remedio para las enfermedades de sus cuerpos, pero él nada sabe de medicina. A lo más se atreve a distribuir algunos medicamentos simples,  aún a riesgo de equivocarse. Tiene afición por el tabaco, algo que a él le parece un vicio a erradicar. Sus propósitos de dejar de fumar duran poco, lo que le produce una nueva sensación de fracaso.

Solamente cuando se sabe frágil es cuando su alma se resquebraja, y por las grietas de ese desmoronamiento personal empieza a entrar la luz en su corazón, lo que le permite leer la realidad y el evangelio correctamente. Consciente de su pobreza personal, se sabe “un tipo de poco valor, un ser execrable”, pero mantiene su propósito firme de “no desear otra cosa que hacer la voluntad de Dios”. Y lleno de gratitud puede exclamar: “Dios mío, cuán inmensamente bueno eres conmigo”.

En una memorable página escribe: “Ha pasado el tiempo feliz de la esperanza de ser santos: ha llegado el tiempo de serlo; ha pasado el tiempo dulce de las hermosas promesas: ha llegado el tiempo atroz de cumplirlas. Mi cruz soy yo. Mi cruz es mi timidez que me impide decir una palabra en laosiano. Mi cruz es detestar sordamente a los que debería amar: los laosianos; pero por ellos tendré que dar toda mi vida”. 

Mario Borzaga no encontró en la misión lo que su yo iba buscando: conversión de infieles, transmisión del evangelio, autoridad sacerdotal, una pizca de aventura, un poco de prestigio, un tanto de reconocimiento. Lo que encontró fue su pequeñez, su incapacidad para ejercer el sacerdocio, tal y como él lo había soñado. Pero gracias a ese sufrimiento, encontró sentido a su vida y halló la felicidad. Se abandonó en los brazos de Dios como un niño indefenso. Escribe: “No debemos ayudar a los pobres para hacernos amar, estimar de ellos. Debo amarlos por Jesús, aunque me sean antipáticos”. Y también: “Pertenecemos al grupo de aquellos que luchan desesperadamente contra la tristeza, de aquellos a los que no les es lícito aparentar ni siquiera estar tristes”.

Ante las noticias de las masacres cometidas por las patrullas comunistas del Pathet Lao, Mario siente miedo. Tiene miedo no sólo de los guerrilleros; tiene miedo de no dar la talla, de no estar a la altura cuando las cosas pinten mal, de “no ser capaz de decir sí hasta el final”. Barrunta que la prueba definitiva se acerca, y escribe a su tío  para decirle que “ha dado su dirección en caso de acontecimientos tristes”.

A medida que los grupos violentos se acercan, los religiosos se dirigen a otras comunidades más alejadas. Y entonces, con lirismo poético y viva emoción, escribe, a modo de despedida: “¡Adiós, Kiucatian, que tanto quería! Mi pequeña iglesia, las casas de paja, los cerros ventosos. Niñitos que en vano me sonreísteis, mujeres de ojos serenos como oraciones, vosotros amigos… Todo esto ha pasado y nunca volverá a ser para mí. Y tu recuerdo no será más que lágrimas sobre mis días acabados. A las estrellas cada noche rezaré por vosotros, a quienes siempre he amado”

El 25 de abril de 1960, acompañado de un joven catequista laosiano, Shiong, parte para otro lugar, un saco sobre los hombros, una gorra en la cabeza, vestido de negro como un hombre de la etnia hmong. Se pusieron en camino y poco después se encontraron con un grupo de guerrilleros. Como odiaban a los extranjeros y la fe que profesaban, decidieron matarlo, aunque a Shiong le dieron la oportunidad de huir. El catequista intercedió por Mario: “Es un sacerdote italiano muy bueno, muy amable con todo el mundo. Ha hecho muchas cosas buenas”. Pero se negaron a creerle. “No me iré –dijo Shiong- me quedo con él. Si le matáis, matadme a mí también. Donde él muera, moriré yo, y donde él viva, viviré yo”. Mataron a los dos. Un hmong dio testimonio de su final.

El 11 de diciembre de 2016, en Vientián, capital de Laos, conforme a lo establecido por el Papa Francisco, se celebró la beatificación de los 17 mártires de Laos: religiosos y laicos, laosianos y europeos, entre los 16 y los 59 años de edad. Todos ellos habían intentado vivir el ‘martirio de caridad’ en Laos. Y en Laos encontraron el martirio de sangre. La vida se desgasta por amor. Y a veces, amar y creer cuesta la vida.












lunes, 26 de febrero de 2024

Niebla en el sendero

 

         A esta ciudad, situada en un valle, entre el Duero, el Pisuerga y la Esgueva, algunos días al año la niebla la visita. Y así año tras año, década tras década, hasta el punto de que algunos califican a Valladolid como “ciudad de la niebla”. En general la niebla es un fenómeno atmosférico con mala prensa. Los conductores se quejan de la escasa visibilidad; los reumáticos, de acentuar sus dolencias; las señoras, de encresparles el pelo y estropearles el peinado; y otros muchos, de levantarles dolor de cabeza.

Pero yo creo que la niebla es una maravilla y una hermosura. Y de hecho, los días de niebla me parecen los más hermosos para caminar, especialmente si lo haces al lado de un curso de agua. Uno de estos días neblinosos me lanzo a recorrer un tramo del Canal de Castilla, entre la dársena del barrio de la Victoria y el término de Cabezón de Pisuerga, disfrutando en el trayecto de las últimas esclusas de este río artificial, proeza de ingeniería, que nace en Alar del Rey. 

Una niebla densa que apenas me permite ver unos metros por delante. Niebla que, como vaporoso sudario o cendal, envuelve el Canal de Castilla, ese sueño de agua de ingenieros e ilustrados para apagar la sed de las llanuras cerealistas de la infinita Tierra de Campos. Los gansos y fochas se deslizan silenciosos por el agua y unos metros más allá los pierdo de vista, emboscados en la bruma. La niebla, susurro de vapor, se posa leve sobre la tierra, los árboles invernales, las zarzas, los juncos y los musgos, el aire y los edificios, la autovía, los puentes y pasarelas, los campos de labrantío y los surcos removidos, los caminos de sirga por donde anduvieron, cansinas y sonnolientas, las mulas que arrastraban las barcazas con el trigo en un tiempo de asombro.           

El agua salta de las esclusas del canal con una música que nunca cansa al caminante. Solo me cruzo con otras tres personas a lo largo de 14 kilómetros. Sus siluetas se pierden en la niebla difuminada, como en una pintura con sfumato leonardesco. Huele a humedad y a polvo de agua, y los labios avanzan besando un aire de humo frío con sabor a vegetación y poesía. Agustín Acosta decía “estar enfermo de una niebla lejana, oh Dios, y se me torna de humo la palabra. Yo la deseo límpida… Yo la ambiciono diáfana”. Y Charles Bukowsky, con amargura ramplona, habla de que el “amor es una niebla que se quema con el primer sol de la realidad”. Con la niebla, los ojos de los puentes se desenfocan, enfermos de vejez y cataratas, de tanto agua como han visto pasar y de tantos sueños que la corriente disipó y evaporó para siempre.

 Pero son estos días brumosos y emboriados los que ama el caminante. ¿Qué hay más allá de ese recodo, más allá de ese ramaje, más allá del árbol caído, más allá de la casa en ruinas, más allá de esas nubes bajas con miles de gotas en suspensión? ¿Es sueño, sombra, aparición, aquel bulto que anda en lejanía? ¿Son así de evanescentes y neblinosos nuestros sueños, nuestra vida, nuestra alma, nuestros recuerdos y nuestros amores? ¿Es la niebla el paisaje habitual del corazón humano? No lo sé, pero esta niebla que el caminante cruza o atraviesa,  persigue o deja a sus espaldas, le parece hermosa. ¿Qué le vamos a hacer?







sábado, 10 de febrero de 2024

Agricultores en el asfalto

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Los tractores han abandonado los campos y se han metido en el asfalto y en la ciudad. Los agricultores y los ganaderos han dejado los establos y las tierras de labor y se han colado en las calles, para manifestarse y defender un estilo de vida, una forma de pensar y, sobre todo, una forma de producir, precisamente alimentos, algo tan necesario, que cada día compramos en el supermercado y que nos encontramos en el plato a la hora de desayunar, comer y cenar. Tres veces al día necesitamos los frutos del campo. 

En estos últimos días, me he ido fijando en las diferentes pancartas que acompañaban a las tractoradas por las ciudades de España. Las había incisivas, humoristas, ácidas e ingeniosas. Una de ellas captó mi intención. Y se la regalo al Ministerio de Consumo (no sé cuál es su misión): “Junto al precio de los alimentos en los supermercados, deberían poner también el precio que han pagado al agricultor o al ganadero”. Pues sí, sería una idea estupenda: que una vez por todas aprendiésemos que los alimentos no los producen Mercadona, Día, Gadis, Alimerka, Carrefour, Aldi, Lidl y otros tantos. ¡No! Y que los alimentos no aparecen, por arte de birlibirloque, en la nevera o en el armario de la cocina. Los alimentos los producen  el campo y la ganadería, los agricultores y los ganaderos. Y en los últimos años los venden a unos precios tan ridículos e indignos que daría para un memorial de agravios. Precios tan inmorales que en el último año han cerrado tres ganadería cada día (subida de los piensos, subida de los combustibles, sequía, burocracia extenuante…). Y de cientos de tierras no se ha recolectado el fruto porque costaba más sacar las patatas que el precio que ofrecían por ellas.

Los precios de los alimentos en el último año, por dar un dato, han subido un 10,5%. Y sin embargo esta riqueza no ha repercutido a los hombres y mujeres del campo. Si pagan 10 céntimos el kilo de tomates a un agricultor y tú lo compras en el supermercado a 2,50 euros, ¿quién se está beneficiando?  Parece que quien pone la tierra, el trabajo, el sudor, quien adelanta el capital, quien da trabajo a los jornaleros, quien mira al cielo para ver si la helada o la sequía acabará con el fruto, no es el agricultor, sino los señores que, desde sus despachos y ordenadores, sin arriesgar nada, hacen el agosto, un agosto que abarca los doce meses del año. Cuando camino por los caminos parcelarios y me adentro en los campos, descubro, al menos en esta tierra de minifundismo castellano, que la gente vive honradamente de su trabajo y que ninguno de ellos se ha hecho millonario vendiendo sus uvas, sus patatas, sus cebollas o su cebada. No vengáis a buscar millonarios en quien ara con el tractor hasta que el día atardece, en quien está subido a una cosechadora hasta las doce de la noche, o cambia los tubos de riego con el sol hiriente, o se desloma recogiendo patatas y llenando sacas. Lo triste de todo esto es que, como decía también una de las pancartas, “por una bolsa de plástico el supermercado me pide 15 céntimos, más de lo que el propio supermercado ha pagado al agricultor por un kilo de naranjas”.

Allá lejos en Bruselas, los políticos y los funcionarios europeos, repartidos por un sinfín de edificios y de hoteles de alto standing, gobiernan para un territorio inmenso, cuyas formas de vida no tienen demasiado en común. Probablemente tiene poco que ver el ganadero asturiano de cuatro vacas y cuatro prados con las ganaderías estabuladas de Centroeuropa. Probablemente el pequeño agricultor de un pueblo de Sicilia no se parece a la forma de producir de los inmensos invernaderos de Almería. Hasta hace no muchas décadas un ganadero podía vivir con sus cuatro vacas y un agricultor con sus cuatro tierras. ¡Hoy es impensable! Europa quiere ir a la vanguardia de la agricultura ecológica y del respeto medioambiental, pero no se puede echar por la borda a miles de pequeños agricultores y ganaderos que, desde que han nacido, no han conocido más que sus cuatro hectáreas y su aprisco de ovejas. No se puede exigir cumplir una burocracia tan estricta a nuestras pisciculturas, establos de ganado, y cultivos, tantos controles en la leche y en la carne, en los invernaderos, y luego importar miles de toneladas de alimentos de países con normativas laxas y con sueldos de hambre a los trabajadores. Este verano un agricultor me decía que había tenido que contratar una gestoría para que le arreglase todos los papeles, porque le llevaba más tiempo rellenar formularios que arar las tierras. La agenda 2030 está muy bien, es muy bonita, pero habrá que aterrizarla en las realidades concretas, que no son lo mismo en Baviera que en el Algarve.

Hay cosas que son verdaderamente desquiciantes. No se entiende que llevemos naranjas españolas a Dinamarca y traigamos naranjas marroquíes a España. No se entiende que un tráfico pesado atasque todas las carreteras internacionales llevando patatas descontroladamente de país en país. No se entiende que entre el 20 y el 40% de la fruta y la verdura acabe en la basura porque su aspecto no es perfecto ni su tamaño standard. No se entiende que un alto porcentaje de la aviación comercial esté dedicada al transporte alimentos. Es decir que los aviones –que contaminan lo que no está escrito- vengan cargados de lechugas, piñas tropicales, mangos, carne, flores, y que luego se nos “catequice” para que pongamos el despertador y encendamos la lavadora a las cuatro y diez de la mañana, o para que nos compremos un coche eléctrico porque el coche de gasóleo (que previamente nos habían animado a comprar) contamina mucho o que se impida el paso al centro de la ciudad de nuestro viejo coche. No se entiende que traigamos el trigo en barcos desde los países bálticos y luego no dejemos a los agricultores de Frómista sembrar trigo. No se entiende que se den ayudas por sembrar, en tierras de secano, girasoles que se secarán antes de tiempo y que no darán ningún fruto. No se entiende que miles de toneladas de naranjas en Valencia estén destinadas, no a las mesas, sino a las fábricas de biodiesel. Resulta increíble que el mayor productor del mundo de aceite haya visto como en el último año el precio de una botella de litro se duplicaba. No se entiende que seamos tan sensibles a la conservación de lobo y tan insensibles a las ovejas que el lobo mata. Hay algo desquiciante en esta política agrícola.

Creo que uno de los males de este país es la falta de sensibilidad hacia los problemas de la ganadería, la pesca y la agricultura. Me gustaría saber cuántos de los políticos que nos gobiernan a nivel nacional, autonómico o municipal han trabajado alguna vez en en el campo. La mayoría de ellos son urbanitas de zapato sin barros que nunca han pisado un establo, ni han ordeñado una vaca, ni han doblado el espinazo para recoger patatas o han faenado para pescar sardinas. Son, en su mayoría, gente que sólo conoce las oficinas, las aulas de la universidad, los despachos de abogados, y los cómodos salones de los partidos políticos y los sindicatos. Gentes que no saben manejar más que el ordenador y el móvil. Y ya se sabe, como rezaba otra pancarta: "La agricultura es muy fácil cuando se ara con un lápiz". Quien ha entrado en un corral de animales o ha vendimiado en pleno mediodía o ha recogido aceituna en el frío de enero ve las cosas distintas y los problemas diferentes. No se entiende que los grandes supermercados ofrezcan cajas de leche (producto anzuelo) por debajo de los costes de producción, y que las autoridades no intervengan o que las multas sean mínimas. Creo que la política agraria europea es la pata coja de la administración del Viejo Contiente. Las ayudas – que las hay- no solucionan el problema. El campo de un país está para ser trabajado. El campo tiene que producir. Una nación necesita ser autosuficiente en materia de alimentos. Un país necesita ser soberano, alimentariamente hablando.

En estos últimos días, los tractores han circulado por nuestras avenidas y el estiércol de los establos ha acabado a veces a las puertas de los impolutos palacios del poder. Estos días hemos entendido que podemos no necesitar nunca un campo de golf, un festival de rock, o un asesor financiero o un arquitecto de renombre. Pero lo que sí que es cierto es que la ciudad siempre necesitará el campo. Los abogados, los funcionarios, los médicos y los maestros necesitan el campo. Los hombres y las mujeres del campo son trabajadores esenciales, también después de la era Covid. No podemos decir lo mismo de otras profesiones, incluida la de los políticos europeos y españoles.

















miércoles, 24 de enero de 2024

Desayuno en La Colonial

         

         Segovia. La ciudad despierta de su somnolencia romana. Todavía no han abierto los monumentos. Pocos y silenciosos transeúntes por las calles. Empieza, tímidamente, el traqueteo metálico de las persianas de las tiendas. El vaho empaña los cristales del café La Colonial.

***

            Mesa 1. Mañana cumplirá 71 años. A las 11 tiene hora en la peluquería. Nunca se dio maña para arreglarse el pelo. Y ahora lo tiene fatal, unos pelos para cada lado, de un rubio apagado y mortecino. Ya lleva 6 años jubilada. Trabajó durante más de veinte años en el Palacio Azpiroz, en Fomento, como ordenanza. Y todavía cuando, al pasar, ve el Palacio, le entra como un remusguillo en el estómago. Siempre la trataron bien. Y a ella le costaba poco ser servicial, esa es la verdad. Desde que dejó de trabajar, se acerca  cada mañana a La Colonial. Es su costumbre diaria, haga frío o calor, nieve o caigan chuzos. En las primeras semanas de jubilada insistió machaconamente a su marido para que la acompañase. Pero él prefiere levantarse más tarde, desayunar sentado en el sofá. Y en el sofá se pasa el marido las horas muertas, viendo deporte tras deporte en un canal de pago. Los primeros meses de jubilada se sintió decepcionada. ¿Así que esto era la jubilación? ¿Llegar sola a la cafetería y pasar prácticamente sola todo el día? Pero decidió hacer su vida y tirar para adelante. Su marido es bueno, a su manera, pero a estas alturas ya no va a cambiar. ¡No hay quién le mueva! Los tres hijos se emplearon en Madrid, y allí formaron sus propias familias. Ella entra cada mañana en La Colonial y pide café con leche y cruasán. Y los viernes –costumbre adquirida en sus años de ordenanza- un chocolate con porras. Cuando termina el desayuno, se levanta y coge el periódico de la barra. Se planta las gafas y, lentamente, pasa página tras página. El desayuno le lleva poco más de una hora. Luego, según los días y los humores, le espera la gimnasia o el yoga, o la misa en la parroquia de San Martín, o el café, ya por las tardes, con dos antiguas compañeras de trabajo y sus correspondientes conversaciones de mujeres, ya sabes, recetas, ropas y maridos aburridos. De vez en cuando se deja caer por la sala de lectura de la Biblioteca. Y al atardecer, de nuevo la casa, el intercambio de breves frases con el marido, que raramente se quita el pijama, las llamadas a los hijos cada dos o tres días, los crucigramas… Y las labores de la casa, esto se sobreentiende. Y así transcurren los días, hasta que llega la hora de acostarse. Y también de rezar a la Virgen de la Fuencisla por la salud de los hijos y de los nietos, de sus seis nietos, que son la cosa más hermosa del mundo.



            Mesa 2. Un matrimonio de italianos con sus tres hijos, adolescentes-jóvenes entre los 16 y los 20 años. Este plan de fin de año con los padres era lo que menos les apetecía a los dos muchachos y a la chica. Hubieran preferido quedarse con sus amigos de Turín, ir a una pizzería, a una discoteca, celebrar la nochevieja con ellos. A los padres les ha costado Dios y ayuda pasar esta semana de vacaciones juntos. Han tenido que amenazarlos con no permitirles la semana de febrero en la nieve. Al final, los hijos se rindieron y aceptaran una semana en Madrid y alrededores. Ha habido que pactar mucho, aunque algunas cosas eran innegociables: visita al Prado y al Palacio Real, a los lugares teresianos de Ávila y a la catedral de Toledo. Todo ha sido pactado al milímetro. “L’ostensorio è la cosa più bella che ci sia al mondo”, dice el padre para referirse a la custodia de Toledo. La madre dice haberse emocionado en los conventos teresianos, por la sencillez y la pobreza. De hecho, lleva una estampa de Santa Teresa en la carcasa del móvil. A la hija lo que más le ha gustado ha sido el bullicio de las calles cuando encienden el alumbrado navideño. El pequeño de la familia se inclina por el Palacio Real. El mayor, solemne, suelta; “para mí, el Primark de la gran Vía es lo mejor de Madrid”. La madre le contesta: “Para de hacer el bobo”. “Bromeaba –se defiende el joven-; lo que más me ha gustado ha sido El Jardín de las Delicias, de El Bosco en el Prado”. Sus dos hermanos están a punto de explotar de risa. Creen que la primera respuesta es la que vale, porque su hermano mayor, presumido donde los haya, salió de Primark con un bolsón de ropa. La hija, que es la mediana de la los tres hermanos, no para de jugar con su pelo: una melena larga y un par de finas trenzas en cada lado del óvalo de su agraciado rostro. Disimuladamente, tiene el móvil activo sobre el muslo, y no para de mirarlo. El más pequeño de la saga devora un pincho de tortilla en menos que canta un gallo, y luego moja un churo tras otro en el café con leche, hasta vaciar el vaso. El mayor, en plan  gamberro, flequillo largo que le tapa los ojos, cuchichea en los oídos de sus hermanos una tontada, algo que el padre, perilla blanca y rostro enjuto, reprueba: “ma smittila. Non fare lo scemo”. La madre resignada: “Mamma mia, che pazienza”.



            Mesa 3. Se divorció cuando la pequeña tenía apenas unos meses. Esta semana de vacaciones le tocan los niños: un chiquillo de cuatro añitos y una chica de siete. Los tres comparten mesa con la novia que, hace poco más de medio año, se ha echado el padre de los pequeños. El hombre busca mesa, acomoda a los niños,  les ayuda a quitarse el abrigo, el gorro y la bufanda. Acerca a la barra las tazas vacías de los que ocuparon anteriormente la mesa. Limpia con servilletas de papel el tablero. Pide los desayunos, contesta las preguntas de los pequeños. Se ve que quiere ganarse a los niños, que quiere que los hijos se sientan bien y cómodos con su novia. Han venido desde Guadalajara a pasar un par de días a Segovia. Es el primer viaje que hacen los cuatro juntos. ¡Qué difíciles son los viajes! Es un continuo ejercicio de pactos, desde que el sol se levanta hasta que se acuesta. Ella parece envarada, casi a disgusto, como si este viaje no fuera con ella. Aceptó a regañadientes, después de mucha insistencia y súplica por parte del divorciado. Y ahora se arrepiente. No para de dar vueltas al café con leche, al que por cierto no ha echado ningún sobre de azúcar que desleír. La niña, más seriecita, se ensimisma en su desayuno desde el momento en que se lo sirven. Pero el pequeño, blanco de piel, pelo oscuro, mira repetidamente a la novia del padre, sin obtener ni una sola vez su mirada, una aprobación, una sonrisa o una carantoña. El silencio se instala por unos minutos entre los cuatro. El divorciado, guapo, tal vez algo decepcionado por el resultado del viaje, no tira la toalla sin embargo. Intenta animar el cotarro: el castillo al que entrarán dentro de un rato es el más bonito de España; desde él se ven montañas, ríos y torres a mucha distancia, en él vivieron reyes y príncipes, los soldados lo defendieron valientemente a cañonazos. Se aviva la atención de los pequeños. Y el niño se dirige a la novia del padre, guapa y tal vez infeliz, y sonriendo le dice una cosa al oído, al mismo tiempo que busca su mano. Y por un momento ella destensa los músculos de la cara y hace un repelús en la cabeza del pequeño. El divorciado pone cara de dar gracias al Universo por este gesto.



            Mesa 4. Felices las felices. Dos mujeres todavía jóvenes que aún no han alcanzado los cuarenta. Y una niña, cuatro añitos; una preciosa niña rubia, de sonrisa encantadora con hoyito en la barbilla. Se levanta de su silla y se sienta alternativamente sobre las piernas de la una y de la otra. No deja de sonreír. No para de hablar, y cuando lo hace es para mordisquear con gracia y aplicación su madalena. Sus madres la miran embobadas y no es para menos. Su ‘cielo’, su ‘tesoro’, su ‘amor’ les ha salido bien. Es una niña sana, alegre, simpática, sin ser empalagosa, y lista, sin ser resabiada. Una madre, pelo moreno a lo garçon, unos ojos grandes y negros que el rímel resalta, y el mismo hoyito que ha heredado la pequeña. La otra madre, más alta, lleva una cola de caballo y parece ligeramente más joven. Tuvieron que vencer dificultades y contrariedades. Los padres de la chica con el pelo corto no admitían, ni por asomo, que su hija fuese como fuese y amase a quien amase. ¿Qué iban a pensar los de la parroquia del Salvador de Cuenca cuando se supiese por toda la ciudad este romance? Les suplicaron que no hicieran pública su relación, que disimulasen, que se fuesen a vivir a Madrid, donde pasarían desapercibidas. Pero se quedaron en su ciudad, regentando una floristería que marcha viento en popa, en pleno centro de la ciudad. El soponcio llegó cuando anunciaron que la del pelo corto se encontraba embarazada. Y no de ningún maromo conquense, sino de unos mililitros de semen anónimo, tal vez un descreído o un extranjero. Ahora es la otra, la de la cola de caballo, la que está embarazada de otro ‘anónimo”. Con el primer ‘anónimo’ parece que hubo suerte. Esperemos que con el segundo también. Se las ve felices con lo que han vivido y con lo que aún les queda por vivir. A la pequeña le han prometido que van a ver muchos nacimientos, algo que la embelesa. La pequeña es la alegría de los abuelos. Y ahora ya ni imaginan el mundo sin la niña de sus ojos. No hubo ningún escándalo en la parroquia cuando la noticia se supo, porque la gente está ya de vuelta. Las aguas han vuelto a su cauce y la paz familiar ha regresado. La niña llegó a un hogar donde las dos madres tienen alegría y felicidad para dar y repartir. Siempre es así: felices las felices.



            Mesa 5. Los dos son de Segovia. Y sin embargo –y mira que es difícil- no se conocieron en la ciudad del Acueducto. Fue en la Universidad de Salamanca donde se descubrieron y se gustaron. Y ya llevan casi dos años saliendo juntos. Son jóvenes y son guapos. Yo diría que demasiado guapos los dos, y altos y bien proporcionados. Y los dos practican deporte y vida saludable. Melena larga ella, cutis fino, ojos grandes, piel tostada. Moreno él, barba descuidada-cuidada, corte de pelo de universitario oxoniano. Y ambos muy bien vestidos, con ropa cara. Pero también son aplicados y responsables. Están en tercero de matemáticas. Y el noviazgo no les ha hecho perder ni un minuto de tiempo. Ambos son prácticos. Son acicate y empujón el uno para el otro. Estudian muchas horas juntos. También ahora en navidades. Se levantan pronto. Desayunan en la Colonial y después marchan para la Biblioteca. Sobre una silla han dejado las carpetas de los apuntes, más algún voluminoso libro. Acercan sus rostros alguna vez: besos leves, besos finos como papel de fumar. Y hablan de nonadas y de planes para la Nochevieja. Y todavía se escuchan. El mundo aún está por estrenar para ellos. Dividen el cruasán y el ocho y lo comparten como dos enamorados románticos y bien educados. Ella cree que su chico gusta a todas las chicas, y que sería  un peligro dejarle solo en medio de una jauría de estudiantes universitarias que se le comería en un santiamén. Le ata corto. Él cree que su novia levanta pasiones, pero sabe enfriar con una mirada de hielo la mínima confianza de otro hombre. Los padres de ambos están encantados con esta perfección de hijos, y ya les imaginan cruzar la nave central de la catedral con vestido de Caprile y chaqué serio, con olor a incienso y lirios, y cuarteto de música con su Ave María de Schubert. E imaginan un futuro prometedor en cualquier empresa solvente de la capital del Reino, y nietos hermosos como sus padres, y un piso grande en la ciudad y un chalé en la sierra. Y viajes y, de vez en cuando, ambas familias se reunirán para una comida de postín en el Parador, en Casa Duque o en el Mesón Cándido. Por soñar que no quede.



            Mesa 6. Llega como quien llega a su casa. Tal vez este sea su hogar, o el hogar que a él le gustaría tener. Pide un café con leche y un pincho de tortilla, que casi deja entero. Después pide una copa de aguardiente. Lleva en sus mejillas algunos puntitos rojos que son como los sedimentos o las marcas inequívocas de quien homenajea su cuerpo con alcohol, puede que más de lo aconsejable por el médico de cabecera. Lleva poco tiempo jubilado. Trabajó toda la vida de contable en una empresa de la ciudad. Aprendía rápido las novedades y se fue adaptando, sin gran esfuerzo, a los nuevos programas de contabilidad. Pero nunca fue capaz de trabajar en equipo, porque tiende a la hurañía y a la sequedad en el trato. Y la querencia del alcohol y de la soledad siempre caminaron a la par en su existencia.  Sin embargo, no recuerda haber hecho el canelo por culpa una copa de más. Bebe. Lo reconoce. Fuma, lo reconoce, si bien mucho menos que antes. Y ya no va de putas desde hace medio año. Y no porque no haga su función de hombre, sino porque tiene el alma como acorchada de un tiempo para acá. Y le da pereza llegarse hasta el club, elegir prostituta, dar conversación, desvestirse, y acabar la faena con tristeza y sin cariño. En eso ha cambiado; ya no es el de antes. Antes un polvo semanal no se lo quitaba nadie, siempre en miércoles, para evitar el mogollón del fin de semana.  Y, además, piensa, esta es una maldita ciudad de provincias, maldita ciudad levítica, donde cada vecino lleva la ficha en la cabeza de todos los habitantes y sus pecados. Se tenía que haber largado a Madrid o al fin del mundo, pero ya es tarde. Para todo es tarde. Su único amigo murió hace seis meses, de cáncer. Era su compañero en la empresa, y su compañía en desayunos de oficina, y algunas cenas sin cadencia fija que terminaban con un gintonic y algunas confidencias en el bar de copas La Guagua. Su amigo era también un consejero al que respetaba. Y cuando él amigo decía “esta es tu última copa”, él le obedecía sin rechistar, como si se lo ordenase su madre. Desde que le llegó la jubilación pasa muchas horas en las cafeterías, siempre en una mesa. Piensa que el día en que se quede horas acodado en la barra, ese día ya será alcohólico sin remedio. De momento sólo es un opositor a alcohólico. Y pasa muchas horas haciendo cábalas para las quinielas. Anota en una libreta combinaciones, números, series. Las quinielas y la lotería son otros de sus vicios. Si un día gana la lotería, se marchará de la ciudad y no volverá ni siquiera para visitar el uno de noviembre a los muertos del cementerio. Y eso que en el camposanto segoviano es donde crían malvas las tres personas por las que sintió algún afecto: sus padres y su compañero de oficina. Chasca los dedos. Se acerca la camarera. “Otra copa de aguardiente y otro café solo, por favor”. Y así pasan los días.



            Mesa 7. Entran en la cafetería cediéndose el paso el uno al otro. Con su mochila en la espalda y su bufanda al cuello, mismos cuadros, diferentes tonos. Han llegado hace unos minutos a la estación del Ave. Han tomado el autobús 11 que hace el trayecto entre la estación y el Acueducto. Los dos alrededor de los 45 años. Uno de ellos, más alto, pelo ligeramente fosco y mejillas rasuradas. El otro, más bajo, pelo al uno con las primeras canas y barbita de una semana, lleva una antología de Antonio Machado, en edición bilingüe,  que en seguida introduce en la mochila. Se miran embobados, con ese arrobo de los inicios, y no les falta tema de conversación. Están pasando la última semana del año en Madrid. Ayer hicieron una excursión al Escorial. Y hoy, toca Segovia. Ambos llegaron al Lycée Édouard Gand, de Amiens, como profesores de español en septiembre pasado. Ya en el primer claustro de profesores, no pararon de mirarse, si bien furtivamente. Fue un flechazo a primera vista. Uno ya había encontrado casa en Amiens y buscaba compañero de piso. Él otro se alojaba temporalmente en un hotel y buscaba habitación. Todo fue fácil. Al tercer día ya compartían almohada, y convirtieron la habitación sobrante en trastero. El más alto había estado casado durante diez años y tiene un hijo pequeño. El más bajo había estado unido a otro hombre durante otros diez años. La ruptura para el primero fue amarga y devastadora. La ruptura para el segundo fue serena y civilizada. Y todavía se llaman o quedan para una cerveza. Han rehecho sus vidas, como se dice. ¿Pero es verdad que la vida puede rehacerse? Han decidido hacer su primer viaje juntos al extranjero. Y han elegido Madrid, porque es la capital mundial gay y una ciudad abierta. Todo es bonito para ellos. Y todo lo admiran: la ciudad, la cafetería, las flores de plástico en la mesa, la simpatía de la camarera, el vendedor de lotería del Niño que circula por las mesas anunciando premios para el día de Reyes, el chocolate y los churros, que toman como si fuese una delicatessen. Todo es bonito pare ellos: también la catedral que verán, el alcázar que verán, la casa de Antonio Machado que verán, por algo son profesores de español, el acueducto que ya han visto. El enamoramiento sólo tiene ojos para la belleza del mundo. 



***

Unos clientes abandonan La Colonial. Otros los remplazan. Las calles se llenan de turistas en una mañana invernal pero apacible. Mientras esperan en la cola a que la catedral abra sus puertas, el matrimonio italiano intenta explicar a sus tres vástagos la historia de la seo segoviana. Cruzan el foso del Alcázar el hombre divorciado -y vuelto a ennoviarse- con sus dos niños y su novia. La pareja de profesores de Amiens sube las escaleras de la pensión en la que vivió Antonio Machado. La niña rubia y sus dos madres muestran su asombro y felicidad ante el nacimiento hecho con figuras de trapo y papelón, de tamaño natural, en la iglesia de San Andrés. Los novios guapos y estudiantes de matemáticas extienden sus apuntes, el uno al lado del otro, en la Biblioteca Pública de la capital. La antigua ordenanza llega con algunos minutos de retraso a la clase de gimnasia en el centro Cívico de San Lorenzo. El hombre solitario anota en un viejo cuaderno números para esa quiniela que un día, tal vez, le haga millonario. La camarera de La Colonial se dirige a su mesa con un chupito de aguardiente en la mano. Es viernes, 29 de diciembre del Año del Señor 2023.









sábado, 13 de enero de 2024

Bendición a los “irregulares”

 


En Roma o en el avión que le llevaba de viaje, el Papa Francisco dejaba caer aquí allá, aunque siempre con diplomacia de sotana, su postura a favor de la acogida pastoral a los homosexuales y a las parejas ‘irregulares” en el seno de la Iglesia Católica. Finalmente, el pasado 18 de diciembre el Dicasterio para la Doctrina de la Fe publicó la Declaración Fiducia suplicans sobre el valor de la bendición, que incluía a los divorciados vueltos a casar y a las parejas del mismo sexo. Los eclesiásticos y medios de comunicación afines a Francisco lanzaron la noticia a toda página. Los anti-Francisco pusieron el grito en el cielo y se rasgaron las vestiduras. Muchos episcopados nacionales optaron por un gélido silencio. Otros muchos, en franca desobediencia, dijeron claramente que no lo aplicarían. Y los grupos a los que, supuestamente, iba dirigido el documento (es decir, divorciados vueltos a casar y parejas del mismo sexo), lo recibieron con absoluta indiferencia.

El breve texto de Fiducia suplicans da vueltas y revueltas entre un buenismo moderno, de color arcoíris, y  un gatopardismo de “es preciso que todo cambie para que todo permanezca igual”. En el fondo, al documento se le podría comparar con el caramelo de barro envuelto en papel de colorines: un “sí, pero no, aunque, sin embargo, mientras que, por el contrario…”. Es decir, un empate técnico entre dos tendencias enfrentadas en el orbe católico.  

Se pueden leer expresiones como “son inadmisibles ritos y oraciones que puedan crear confusión entre lo que es constitutivo del matrimonio”. O también. “La Iglesia (…) no tiene potestad para conferir su bendición litúrgica cuando ésta, de alguna manera, puede ofrecer una forma de legitimidad moral a una unión que presume de ser un matrimonio o a una práctica sexual extramatrimonial”. Ante tantos ‘peros’ se tiene la sensación de “bendiciones sí, pero a oscuras y a escondidas, para que nadie vea nada”. Para unos esta bendición es raquítica; para otros, intolerable. Unos piensan que responde al deseo del Papa de que la ternura de Dios alcance a todos, todos, todos. Otros creen que es un guiño al espíritu del tiempo y un reclamo de popularidad en tiempos de pérdida de masas. Lo cierto es que este documento se ha convertido en piedra de escándalo, pues ha ahondado aún más la fragmentación de la Iglesia Católica, y  ha obligado al propio Vaticano a dar marcha atrás y a aceptar que muchos obispos no apliquen la Declaración en sus respectivos territorios (algo que suele ocurrir muy pocas veces con los documentos papales).

A uno le deja perplejo esa manía de muchos monseñores por enmendar la plana al mismo Cristo y hablar en su nombre sobre cualquier tema. Y me deja aún más perplejo saber que la bendición a los ‘irregulares’ vaya a depender del territorio donde uno viva. ¡Pobre Dios que debe bendecir con entusiasmo a los irregulares belgas o alemanes! ¡Pobre Dios que debe abstenerse de bendecir a los ‘irregulares’ de regiones o provincias de América o Europa! ¡Pobre Dios que debe seguir ‘maldiciendo’ a los ‘irregulares” africanos (los obispos de este continente no sólo se han negado, sino que en muchas ocasiones no han levantado un dedo cuando algunos gobiernos de sus países aprobaban leyes implacables contra los gays, como es el caso de Uganda).

Yo, la verdad sea dicha, soy bastante indiferente a esta cuestión de las bendiciones ‘autorizadas’.  Algo me dice que esta Declaración vaticana no es sincera del todo. ¿Ha sido el fruto de una conversión evangélica en la Iglesia, o ‘las migajas’ que se arrojan a los pajarillos, al acabar la merienda y sacudir el mantel?

Siempre he desconfiado de quienes apuestan por los caballos ganadores (en este momento la bandera lgtbiq+ lo es en Occidente), y de repente se hacen los más modernos de la tribu. En esta Europa nuestra, hubiera sido muy valiente que hace unos cuantos años un cura hubiera defendido desde el púlpito al ‘mariquita’ del pueblo al que hacían la vida imposible, o que un obispo abrazase a divorciados vueltos a casar a los que hacían en vacío en la propia parroquia?.  

            Por otro lado, no sé cuántos matrimonios irregulares o cuantas parejas del mismo sexo han acelerado el paso para ‘suplicar una bendición’ eclesiástica, nada más conocer el documento vaticano. No creo equivocarme si digo que unos y otros hace ya muchos años que están en el ‘atrio de los gentiles’ o “en los umbrales de las iglesias”, como bellamente había dicho Simone Weil.

            En nombre de Dios se bendicen las casas, las fábricas, los coches, los souvenirs de los negocios, las figuras de barro, los ejércitos que van a la guerra, y hasta los perros y los gatos… ¿era mucho pedir que se bendijese abiertamente también a todos los seres humanos “irregulares”?

            ¿Es difícil entender que Dios nos bendice cada vez que hacemos más fácil la vida a los demás, cuando sentimos compasión por los que sufren, compartimos nuestros bienes con los pobres y a nuestro alrededor somos capaces de crear un hogar y un pequeño edén? ¿Es difícil entender que Dios nos ‘maldice’ cada vez que nos mostramos vengativos, cuando mentimos para sacar provecho, cuando nos enriquecemos a costa de los demás, cuando con nuestra maledicencia hundimos vidas ajenas, cuando maltratamos, herimos o matamos aunque sea una pequeña ilusión?

            Dios, gracias a Dios, (así me ha parecido leer en el Evangelio), sólo mira el corazón, su ternura, su compasión, su perdón y su alegría. Dios mira nuestras obras y los sentires que brotan del corazón humano. Quien cuida al padre enfermo, quien hace la compra al emigrante, quien habla bien de todos, quien es honesto en el trabajo, quien lucha por el bien común, quien, en definitiva, ama, independientemente de que sea un hombre o una mujer, un hetero o un gay, un casado o un divorciado, un creyente o un agnóstico, un joven o un viejo, un portorriqueño o un holandés… Dios solo mira nuestro corazón, y nunca nuestra bragueta. Así es Dios. Y así es, aun cuando todos los obispos y los sínodos del mundo digan lo contrario.

            A los 15 años aprendí de memoria (en francés se dice aprender ‘par coeur’, es decir, de corazón) las últimas palabras del gran escritor Víctor Hugo, poca antes de morir: “Lego cincuenta mil francos a los necesitados. Deseo ser llevado al cementerio en el carro fúnebre de los pobres. Rehúso la oración de todas las iglesias. Suplico una oración a todas las almas. Creo en Dios”. 

            Y esto mismo valdría también para las bendiciones. Solo cabe esperar que a todos vosotros, a cada uno, vuestra familia, vuestros amigos y las personas de buen corazón que os rodean, os bendigan a manos llenas y a corazones rebosantes.












jueves, 11 de enero de 2024

Ser ‘Reyes’ después de Reyes

          


             La mayoría de los regalos que recibimos no los recibimos el 6 de enero. Y al mismo tiempo, nosotros, cualquier día, somos regalo para alguien, aunque no vayamos por ahí con luengas barbas, mantos reales y coronas sobre nuestras cabezas.

            En el recién concluido periodo navideño, bastante propenso al sentimentalismo y la cursilería, me han llegado muchos vídeos y mensajes dulzones, pero también algunas reflexiones que valían la pena.

            Un poema de Gloria Fuertes (¡siempre nos quedará Gloria!) es un clásico de cada cinco de enero, y nos invita a incluir en nuestra carta a los Magos, cosas más necesarias que una camisa o un peluche.

Yo pido a los Reyes Magos

las cosas que hay en el cielo:

un vestido de ternura,

una cascada de besos,

la hermosura de los ángeles,

sus villancicos y versos,

y una sonrisa del Niño.

El regalo que yo quiero.

 

            Otro poema recibido fue el que escribió Miguel Hernández. Versos tristes de quien recuerda amaneceres del Día de Reyes sin encontrar nada en sus humildes abarcas de pastor. Y esto nos pone sobre aviso: no todos los niños buenos reciben un juguete, y a veces los niños que no lo merecen en encuentran en sus zapatos infinidad de regalos:

Por el cinco de enero,
cada enero ponía
mi calzado cabrero
a la ventana fría.

Y encontraban los días,
que derriban las puertas,
mis abarcas vacías,
mis abarcas desiertas.

             Otro vídeo resumía muy bien un sentir que, a medida que uno cumple años, se va haciendo más certero. Cuando descubrimos, de pequeños, que los Reyes Magos son los padres es un duro golpe, el primer desengaño (luego vendrán muchos más), una decepción, una frustración. Pero con los años descubrimos que, no es que los padres fueran los Reyes Magos, es que los padres son el ‘regalo’, un regalo para siempre. Que nuestra existencia sea razonablemente feliz o razonablemente desdichada dependerá de la calidad del “regalo” que hayan sido nuestros padres.

            En estos días he pensado mucho sobre la gratitud y sobre la donación. Creo que, en cierta manera, somos y existimos en relación a nuestro sentido de donar y a nuestro sentido de agradecer.

            Si pienso por un momento cuántas personas han sido ‘regalo’ para mí a lo largo de todo el año anterior (y no solamente el 6 de enero), me salen muchas personas, muchas situaciones y muchas cosas. ¡Personas  que nos han acariciado con sus dedos, sus palabras o sus sonrisas! ¡Cuántas personas nos han tenido en cuenta, han valorado o reconocido nuestra persona, nuestras obras o nuestro consejo! ¡Cuántas personas nos han llamado, se han interesado por nosotros, nos han mandado un abrazo o un beso! ¡Cuántas personas nos han ofrecido un obsequio, una disculpa, un café, una comida, una larga conversación, una confidencia! ¡Cuántas personas nos lo han puesto fácil en la oficina, en la familia, en la comunidad de vecinos, en la tienda, en el pueblo, en el grupo de amigos!

            ¡Cuántas situaciones o experiencias ha puesto la vida a lo largo de los últimos 365 días! Cosas sencillas o cosas únicas: una taza de café caliente en nuestras manos frías. La niebla como cendal en la caminata de un sábado cualquiera. Las hermosas pinturas de una exposición. El viaje a una ciudad amada. El paseo por la playa al amanecer. La visita a un enfermo que agradece nuestra presencia. El hombro firme de un amigo en un día siniestro. La ropa de abrigo en una madrugada heladora. El plato amoroso sobre una mesa en un mediodía de apetito. El descubrimiento de un nuevo escritor que nos seduce. El sofá cómodo en tarde extenuante. La película que nos hace reír o llorar. El encuentro con un antiguo compañero que creíamos perdido para siempre. Una disculpa a tiempo. Media hora de natación… Y tantas cosas, personas y experiencias.

            Pero sólo quien tiene el corazón listo para la gratitud experimentará lo placentero y lo dichoso de cada encuentro y de cada vivencia. Sólo cuando caemos en la cuenta de las personas-regalo que las horas y los días nos ofrecen, podremos paladear y saborear que la ‘vita è bella’.

            Y de esta forma, también nosotros nos esforzaremos por ser “persona-regalo” para el otro. Empezaremos a hacer donación de nosotros mismos. Porque a veces es cuestión de poner atención, de fijarse en lo que el otro necesita o lo que al otro le agrada, de hacer cosas que no cuestan tanto y que producen mucha satisfacción a quien las recibe. Empezando por la sonrisa y los buenos días. Ponerse en lugar del otro, y querer tratar al otro como nos gustaría ser tratado en similares circunstancias.

            Agradecer los regalos recibidos nos empuja a hacernos persona-regalo. Y ser consciente que el otro es regalo para mí, nos lleva a imitarlo.  Los verdaderos regalos nos llegan después del 6 de enero. El frasco de colonia o el foulard del Día de Reyes, son bonitos, pero sólo eso.  Los ‘frascos’ que perfuman nuestra vida o los ‘fulares’ que hacen cálida nuestra existencia, se reciben todo el año y tienen nombres y apellidos.



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