De repente se tiene la sensación
de que uno de los problemas que hay que resolver con urgencia en España es la
exhumación de los restos de Franco. Parece que este país no volverá a tener paz
y progreso hasta que sus restos mortales no hayan abandonado el Valle de los
Caídos.
Cuando llegó a la democracia, de
la mano de la monarquía, un hecho que muchos olvidan ahora, se produjo un pacto
entre caballeros: la historia para los historiadores, pero no para los
políticos. Todos cabían bajo la gran cúpula de la democracia. Y por lo tanto,
una norma básica de civilidad y de buena educación iba a ser la de no utilizar
la historia como arma arrojadiza. Carrillo se podía sentar en el Congreso de
los Diputados sin ningún problema. Y sin ningún problema podía pasear por la Carrera de San Jerónimo la
viuda y la familia de Franco. Se decidió no tomar represalias contra nadie. Los
presos políticos salieron de la cárcel y los que durante el Régimen Franquista
ocuparon altos puestos podían seguir tranquilos en sus despachos o en sus
casas. Nadie los iba a molestar.
Los españoles, civilizada e
inteligentemente, pensaron que era más importante el futuro luminoso que nos
esperaba que el pasado sombrío que dejábamos atrás.
Y este respeto y esta entente cordiale funcionaron mal que
bien durante largos años. Pero luego se empezó a hablar de Memoria Histórica, y con ella se destapó la caja de los truenos. La Memoria
se convirtió en un elenco de agravios, que es otra de las características de la
posmodernidad. Si la Memoria
hubiera servido para enterrar como dios manda a los que yacían en las cunetas,
fusilados durante la Guerra Civil
o en los primeros meses de la posguerra, hubiera sido algo entendible y
respetable. Un gesto de piedad y de dignidad. Pero en seguida se convirtió en
una ‘memoria’ partidista que glorificaba a un bando y que acusaba
manifiestamente al otro. La memoria no se conformaba con enterrar dignamente a
los que no lo habían sido, sino que se quisieron desenterrar odios, agravios y
culpas. La Memoria no se convirtió en un instrumento más de reconciliación,
sino en una revancha.
Durante la Transición se quiso pensar
- se prefirió pensar- que en los dos bandos se habían cometido tropelías y que
los dos bandos habían tenido su cuota de responsabilidad en los terribles
acontecimientos del 36-39.
Pero ahora, gente política que no
ha conocido a Franco, ni ha vivido durante su mandato, quiere ajustar cuentas a
lo bruto, como se suele hacer en España. La Historia ha dejado de ser asunto de los
historiadores para ser asunto de los políticos. Mala cosa. La Historia no se puede
cambiar. La historia solo se puede estudiar y, en todo caso, extraer lecciones
morales para no repetir lo que no se debe repetir. El respeto a la Historia es
la elegancia de los no rencorosos. Dejar a un país sin los monumentos, las
estatuas y los nombres de un largo periodo de Historia sólo servirá para la
amnesia, y para la rescritura tergiversada de la propia Historia. No habremos
aprendido nada en absoluto.
Ahora hemos vuelto a dejar la
Historia en manos de los políticos que con sus soflamas incendiarias sólo
buscan la confrontación. España fue capaz, en 1975 y años sucesivos, de compartir la misma mesa y
el mismo pan de un futuro democrático. Pero determinados políticos quieren a
toda costa revolver las cosas, cargar las culpas, absolver a unos y condenar a
otros. Franco llevaba enterrado y bien enterrado bajo una losa de una tonelada
de granito. No suponía ni un problema ni una preocupación para los españoles. Yo
diría que ya nadie se acordaba de él. Mientras que ahora ha vuelto de nuevo a
la palestra. Pero hete aquí que algunos políticos iluminados piensan que revolviendo
los huesos del dictador van a ganar un puñado de votos entre los radicales de
su ala, y se han lanzado a la tarea. No buscan ni la justicia ni la
reconciliación. En este momento histórico de sentimientos tan exacerbados y de
apasionamientos tan ácidos, en parte azuzados por un nacionalismo histérico,
este trasiego de huesos no augura nada bueno.
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