Hay mil leyendas y mil historias sobre estos niños diferentes, sobre estos hijos que no
tienen la mirada inteligente, la cabeza despierta, la respuesta rápida, el
habla clara, el entendimiento completo, las piernas ágiles y veloces y los
brazos alados. Hay mil historias, a cual más terrible o cruel y, en cualquier
caso, supersticiones nefastas. A veces el mito, la leyenda y la superstición
ahondan su raíz en una realidad dramática e insoportable. La venida al mundo de
un niño diferente, discapacitado, en el seno de una familia paupérrima, supone
una carga no pequeña. Puede que el mito lo único que haga sea maldecir esta
mala suerte y buscar al posible culpable: la terrible necesidad del ser humano
de explicar, por el mito, las desdichas que le acontecen.
Los igbos creen que el nacimiento de un niño discapacitado es
simplemente un castigo de los dioses. Si en la familia hubo un antepasado homicida,
se cree que el espíritu del asesino se ha encarnado en el pequeño. Sería la
venganza divina para pagar el pecado del antepasado. Entre los tiv, otra etnia, creen que los niños con alguna minusvalía intelectual son como serpientes. Y, cuando nacen, son depositados en las
orillas de los ríos o en la profundidad de los bosques. Aseguran los tiv que, en un tiempo remoto, una familia,
convencida de que su pequeño discapacitado era una serpiente, lo abandonó dormido junto a un gallo blanco, a la orilla de un río. Cuando el gallo cantó, el niño se
despertó y se tragó al gallo, para después sumergirse en las aguas.
Por todas estas creencias y
supercherías, el nacimiento de un ser diferente
es saludado con terror y espanto. Y en no pocas ocasiones, la familia se
deshace del pequeño en el bosque, o le permite que viva, pero medio abandonado
y sin ofrecerle lo que un niño de estas características necesita. En general estos niños reciben el
nombre, en igbo, de efulefu, worthless person, en inglés; alguien sin
valor, en castellano.
Y sin embargo, un buen día, mira por
dónde, unos hombres blancos abren una preciosa casa, recorren los poblados para
recoger estos "desechos humanos", los acogen como si fueran príncipes, juegan con
ellos, los alimentan, les hacen sonreír y los bendicen día y noche, como si de
un premio celestial se tratase, como se bendice la lluvia, la escudilla de garri, la prosperidad familiar. Esta
actitud provocadora desconcierta a las gentes sencillas, víctimas de la
superstición y la ignorancia, que nunca han visto un comportamiento así hacia
los efulefu.
Los misioneros recuerdan que las
primeras veces que salían a pasear con estos niños, las gentes se metían en
casa, y las madres llamaban a sus hijos para que no se mezclaran con ellos ni
los tocasen, porque nada bueno podía acarrear su trato y compañía. También me dice un misionero que cuando los guanelianos anunciaron que iban a construir una casa para chicos con discapacidad, los jefes de las aldeas les suplicaron que "abrieran una escuela, un ambulatorio, pero no una casa para efulefu, porque estos niños no eran nadie ni nada ni tenían valor". Pero estas
actitudes han ido cambiando poco a poco. Las gentes de las aldeas empezaron a darles la mano cuando los chicos salían de paso. Un discapacitado no es una serpiente,
ni una maldición por un pecado de un antepasado, ni un castigo divino, es un
ser humano, puede que más lento, puede que más tardo, puede que más necesitado,
pero con la misma capacidad de amar y de recibir ternura.
Los primeros misioneros recuerdan
que, cuando preguntaban a la gente, por estos niños, nadie sabía nada, nadie
los conocía, nadie los había visto. Tuvieron que ir de poblado en poblado,
mirando aquí y allá, como quien va en busca de un tesoro. Los había, claro que
los había. A veces sobreviviendo en condiciones penosas, abandonados, al borde
de la indignidad y de la muerte.
Éste es, por ejemplo, el caso de
Chibiken, un niño con una fuerte lesión cerebral, con un cuerpecillo delgado en
extremo, culebrinamente alargado y resbaladizo, de expresión apagada y
mortecina, un claro 'niño serpiente'
para cualquier tiv. Lo recogieron
cuando ya estaba en las últimas. ‘Si no
hubiésemos llegado los guanelianos, Chibiken habría muerto en seguida’. Me
lo confiesa Franco Lain, un misionero de larga experiencia y con sana satisfacción por la historia de Chibiken. El alimento, el
aseo, los cuidados médicos, los ejercicios terapéuticos, pero sobre todo el
cariño, la protección, el respeto, el afecto recibidos obraron ese milagro. El cuerpo de Chibiken esponjó; su alma se vivificó. El pequeño Chibiken aprendió a
sonreír, a dar a su mirada una expresión de agradecimiento o de necesidad, de
bienestar o de llamada. Lo veo ahora sonreír sonoramente en medio de la
capilla, como una forma clara y limpia de dar gracias a Dios y al mundo por tantos
beneficios.
Y así, Chibiken, y otros tantos niños con discapacidad pasaron de ser considerados "efulefu" (persona sin valor) a ser" considerados "buonfiglio" (el hijo bueno y predilecto).
Puentes: 25 Años de una corriente solidaria.
Nnebukwu-Nigeria, 2005
No hay comentarios:
Publicar un comentario