LA OPCIÓN GUANELIANA - Para empezar
El vino de Jesús de Nazaret en un mundo post-cristiano.
“Que tu pensamiento sea puro
como el aire de una hermosa mañana; tu memoria, despejada de cualquier niebla;
y tu corazón, bueno, limpio y ferviente como los rayos del sol” (L.G).
Primero nos
dijeron que Dios había muerto. Y pensamos que se trataba de una provocación de
un tal Nietsche, un tipo algo soberbio, que sentía aversión por las personas
débiles y que abogaba por un ‘superhombre’;
quizás también algo resentido con los cristianos; tal vez, un estratega de la
provocación, lo que no es, en absoluto, una mala campaña publicitaria.
Pero en las últimas décadas hemos
comprobado con nuestros propios ojos cómo, poco a poco, los fieles abandonaban
las iglesias, ridiculizaban los sacramentos y actuaban, en materia moral, al
margen del catecismo. Creer ha dejado de
ser un hábito. Antes, la gente se bautizaba, se casaba o iba a misa, porque eso
formaba parte de los rituales sociales o de las costumbres ancestrales. Por el
hecho de nacer en un determinado rincón del mundo, se era católico y se recibía
una instrucción religiosa en la casa, en la escuela y en la parroquia. Hasta los
usos civiles se acordaban, mal que bien, con la moral católica.
Se puede mirar el fenómeno de las
iglesias vacías con pesimismo o con optimismo. Hay lecturas de todo tipo. Para
algunos, representa un fracaso y una pérdida. Un paisaje desolador. Esa
sensación de que un mundo -¡una civilización!- empieza a tambalearse. Dios ha
dejado de ser una ‘cuestión importante’ para filósofos y pensadores. Dios o el
hecho religioso apenas son fuente de inspiración para los artistas o las gentes
de cultura, por ejemplo para arquitectos, pintores o escritores. Entre los más
jóvenes, la religión ya no es materia de controversia, sino de indiferencia,
como les son indiferentes la Guerra de las Galias o el derrumbe de Wall Street
en 1929. Entre muchos adultos, que vivieron su infancia metidos de hoz y coz en
el catolicismo, se nota un indisimulado rechazo. La Iglesia cuenta poco en las
noticias de un telediario o en los periódicos. Y cuando aparece, es por causa
de sus escándalos, no pocos, y bien magnificados en los media, en estos últimos
años.
Para otros, ya era hora de que se
vaciasen las iglesias, y de que se quedasen únicamente los convencidos que
quieren estar. Era inadmisible que uno se acercase al ‘Club’ solo porque su
padre le trajera de las orejas, o porque todos sus amigos fueran a catequesis.
O porque si no aparecía por el templo, se sentiría un bicho raro. O porque la
Iglesia era aún un lugar de poder y de contactos. Los optimistas piensan que ya
no habrá una mayoría social de católicos, pero sí una minoría comprometida y
concienciada: la sal y la levadura. Habrá que empezar casi de cero muchas
historias. Y esto representa, en el fondo, una magnífica oportunidad.
Veamos el vaso medio lleno o medio
vacío, nadie puede negar que el mundo occidental ya no es, sociológicamente,
cristiano. El humus en el que
estábamos enraizados ha dejado de ser cristiano. Y el aire que respiramos ya no
lo es. Ya no podemos dar por hecho que todo el mundo está bautizado o que todo
el mundo sabe quién es Cristo. Hasta las cosas que parecían tan rudimentarias,
como hacer la señal de la cruz, saber el padrenuestro, desear tener un entierro
religioso, aunque uno llevase treinta años sin pisar la Iglesia, o reconocer una
Anunciación en un cuadro del Museo del Prado… todo eso ya no es así.
A diario, comprobamos cómo la media
de personas que acuden a una misa ronda, o sobrepasa, la edad de jubilación. En
España, el 50% de los niños nacidos no reciben el bautismo y solo un 22% de los
matrimonios se celebran por la Iglesia. Una conclusión rápida: ni antes Europa
era tan creyente como nos parecía, ni ahora es tan atea como nos intentan hacer
creer. Tan necio es creer que aquí no está pasando nada como pensar que el
cristianismo va a desaparecer mañana por la mañana.
Hace poco más de un año, se publicó
en Estados Unidos el libro de Rod Dreher,
La Opción benedictina. El autor
proponía una estrategia para una época post-cristiana. Desde entonces, algunos han escrito sobre
otras opciones válidas y valiosas para caminar, mal que bien, en un mundo que,
por primera vez desde que San Agustín puso fin a sus Confesiones, ya no es
cristiano. El pensamiento ya no es, cultural y socialmente hablando, cristiano
El Concilio Vaticano II (1962-1965)
supuso un serio intento de comprender el mundo, quitar el polvo acumulado en
las sacristías y ponerse al día en muchas cuestiones en que la Iglesia había
quedado obsoleta. Fueron los días del aggiornamento
y de “abrir ventanas para que entrara un
poco de aire fresco”, según el deseo de Juan XXIII. Se esperaba que esta
modernización resultase atractiva para las generaciones más jóvenes y para las
personas religiosas más inquietas. El
Concilio fue un acontecimiento en sí (la única confesión religiosa que lo ha
celebrado), pero en seguida muchos le dieron la espalda, o lo cuestionaron.
Otros tantos lo redujeron a una
superficialidad estrambótica: las monjas podían ir en vaqueros, los frailes en
bermudas y las guitarras sustituían al órgano. La renovación profunda en la
forma de seguir a Jesús de Nazaret y la vuelta al Evangelio que auspiciaba el
Concilio fueron postergadas. En cambio, las deserciones en los claustros y en
los presbiterios fueron tan numerosas que la propia Barca de Pedro empezó a
tambalearse. Al mismo tiempo, por doquier, crecía la contestación y el rechazo
a la Iglesia. La indiferencia al hecho religioso se disparaba, mientras que la
cristofobia irrumpía en el seno de Occidente, que hasta ayer mismo no se podía
entender sin sus raíces cristianas.
También es preciso dejar constancia
de esto: La sed de espiritualidad sigue siendo grande y la nostalgia del
Absoluto crece de día en día. Pero ahora, los hombres y mujeres de nuestra
época no creen que la Iglesia pueda dar respuesta a su sed y a su nostalgia.
Algunas de las normas y de los ritos de
la Iglesia ya no dicen nada, se han tornado insípidos y resultan
incomprensibles. Como ovejas sin pastor, hombres y mujeres vagan aquí y allá
buscando corrientes de agua que sacien de una vez por todas su sed. Por primera
vez, muchos piensan que en los templos Jesús ya no es proclamado como una buena
noticia. Como había escrito Franz Jalics: “Cristo
no puede ser comunicado con el conocimiento, sino con la irradiación de la
vida”. Nos sobran maestros y nos faltan testigos. Nos sobran profesionales de
la religión y nos faltan creyentes.
Hace
algo más de cuarenta años, un alumno de la Universidad de Ratisbona interrogó a
su profesor de teología sobre cómo imaginaba él la Iglesia en el siglo XXI.
Esta fue la respuesta: “Quedarán pocos
creyentes. La Iglesia será diezmada y tendrá que empezar todo desde el
principio. Vendrán grandes pruebas que, con la ayuda del Espíritu Santo, le
harán reconocer de nuevo, en la fe y en la oración, su verdadero centro. Y esa
Iglesia de la fe, purificada, será un faro para la Humanidad. Un día los
hombres empezarán a experimentar su absoluta y horrible pobreza por la ausencia
de Dios. Entonces, descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo
totalmente nuevo, y sabrán que ésa era la respuesta que buscaban a tientas”.
El nombre del profesor, Joseph Ratzinger
El mensaje evangélico siempre ha sido
contracultural y a contracorriente. Lo que pasa es que cuando las normas y las
costumbres sociales favorecían o encaminaban a los ciudadanos hacia los templos,
teníamos esa sensación de que todo el mundo era cristiano.
La Iglesia estuvo durante décadas
obsesionada por el comunismo y no se dio cuenta de que el verdadero adversario
(uno de los nombres de Lucifer es Adversario) estaba en la idolatría (y el
consumismo es, probablemente, la mayor de ellas). Decía Chesterton que “la descristianización no vendría de Moscú
sino de Manhattan”.
Nos cuesta aceptar una Iglesia de
templos vacíos, pero así va a ser. Las muchedumbres agolpadas en un viaje papal
o en una Jornada Mundial de la Juventud son un espejismo. O si nos parece
mejor, un bello y estético ocaso. Y el drama de una sociedad suele ser
confundir un ocaso con un amanecer. En este horizonte de minorías y de pequeños
grupos, ¿Qué podemos hacer para seguir viviendo como cristianos en un mundo que
ya no lo es ni tiene el mínimo interés en serlo? Y además, ¿Qué debemos hacer
para vivir un cristianismo con color guaneliano? En las próximas páginas, trataré
de esbozar algunos rasgos que podrían ser de interés en el entorno guaneliano.
Tal vez, alguna persona, después de experimentar la sed, desee buscar la
fuente. Día tras día, aún resuenan en Taizé los hermosos versos de Luis Rosales que nos aseguran que sólo
la sed alumbra el camino hacia la fuente:
De noche, cuando la sombra
de todo el mundo se junta,
de noche, cuando el camino
huele a romero y a juncia,
de noche iremos, de noche,
sin luna iremos, sin luna,
que para encontrar la fuente
sólo la sed nos alumbra.
En Memorias
de una joven católica, Mary Mc
Carthy dice que hay personas que juegan a ser religiosas, es decir que
cumplen los ritos (ir a misa, pasar por la vicaría, bautizar a los hijos y
celebrar el funeral de sus seres queridos). Adquieren, de esta manera, un falso
barniz de religiosidad, pero no son religiosas. Hay personas a las que la
religión vivida públicamente otorga una pátina de respetabilidad y de
honorabilidad a los ojos de otros practicantes. Y Mary Mc Carthy dice que
solamente las personas buenas deberían ser religiosas, porque las que no son
buenas hacen un flaco servicio a la religión. Cosa distinta es los que se
reconocen frágiles, pero no intentan, al igual que el publicano del evangelio,
aparentar que son buenos y espirituales. El fariseísmo es la eterna tentación de
los creyentes.
No hace falta ser un experto, para darse
cuenta de que los avances tecnológicos y científicos y –hay que admitirlo- los
progresos hechos en el campo de los derechos humanos, no han disminuido demasiado
las sangrantes injusticias ni han conseguido el progreso moral de buena parte
de los ciudadanos. Por el contrario, constatamos, al igual que el personaje de
Fiódor Dostoievski, que “Si Dios no existe, todo está permitido”.
Y cuando todo está permitido, son los más vulnerables los que pagan la abultada
factura de la ausencia de Dios. Cuando el “hombre
es el ser supremo para el hombre”, sin ninguna instancia superior,
prevalece la fuerza del fuerte sobre el débil. También la nada, que es lo que
siente cada ser humano en este ‘paraíso de plástico’ que nos han vendido. La
nada igual a la vida. Así lo expresó el poeta José Hierro en un inolvidable soneto.
Vida
Después de
todo, todo ha sido nada,
a pesar de que
un día lo fue todo.,
después de
nada, o después de todo
supe que todo
no era más que nada.
Grito
“¡Todo!”, y el eco dice “¡Nada!”
Grito
“¡Nada!”, y el eco dice “¡Todo!”.
Ahora sé que
la nada lo era todo,
y todo era
ceniza de la nada.
No queda nada
de lo que fue nada.
(Era ilusión
lo que creía todo
y que, en
definitiva, era la nada).
Qué más da que
la nada fuera nada
si más nada
será, después de todo,
después de
tanto todo para nada
Próximo domingo: Capítulo 1: “Tú eres un Padre de verdad”
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