La carrera
artística de Juan Guraya Urrutia dio
un vuelco un día de 1942, cuando la cofradía vallisoletana de la Sagrada Cena,
le encargó su paso titular. Juan Guraya (Bilbao 1899 - Las Arenas,1965) era hijo de un reconocido
ebanista bilbaíno. Siendo un niño de apenas 11 años, Juan tuvo que abandonar la escuela para
ayudar a su padre en el taller. Ahí pasaría cuatro años hasta que la marquesa
de Lezama-Leguizamón se dio cuenta de las habilidades artísticas del adolescente y se comprometió a pagar sus estudios. Entró en el colegio de los salesianos
que pronto advirtieron la valía de Juan y le aconsejaron que ingresase en su
prestigioso colegio catalán de Sarriá para formarse como escultor.
Barcelona,
Bilbao, Madrid, París y La Habana fueron sucesivas etapas en su formación y en
sus primeros encargos. Su carácter independiente, poco dado a admitir las
rigidices de escuelas y grupos artísticos, hizo de él un artista ‘por libre’,
de difícil clasificación. Lo cierto es que, aunque él se encontró en ciudades
como París donde se cocían todos los 'ismos', las vanguardias artísticas que pugnaban
por romper esquemas e invalidar la tradición, decidió mirar a otra parte, lo
mismo que el humilde artesano que confía más en sus manos que en los libros
leídos. Miquel Blay, Mateo Inurria, Juan de Ábalos, Victorio Macho o el ruso-francés Droucker,
con el que colaboró en el Capitolio de la Habana, fueron más amistades
personales que maestros que le influyeron.
Y de repente,
en 1942, Guraya es elegido para hacer la Cena para la procesión de Valladolid.
La Semana Santa de la capital del Pisuerga atesoraba grandiosos pasos de Gregorio Fernández, obras que estaban
en cualquier libro de arte y que directamente salían del Museo Nacional de
Escultura para procesionar por las calles. El gran barroco español estaba ahí.
Y la Semana Santa ahí estaba también, congelada en el siglo XVII. Juan Guraya
decidió no ser un ‘copista’ de los grandes imagineros castellanos, aunque de
ellos tomó ese espíritu que parece alentar la madera y dar vida a los ‘pasos’
destinados a conmover por calles, plazas e iglesias.
Dieciséis años
tardó el escultor en realizar las trece monumentales figuras que componen la
Sagrada Cena (realizó dos Cristos, porque el primero no le acababa de convencer). La mala salud del artista y la economía maltrecha de la cofradía comitente podrían explicar
esta larguísima tardanza. La ciudad vivió expectante este largo proceso
creativo. Cuando Juan Guraya concluía la figura de un apóstol, la obra era
expuesta en Valladolid, ante el pasmo general. Y así año tras año. Hasta que, finalmente,
en la Semana Santa de 1958, la Sagrada Cena recorrió las calles de Valladolid. Cofrades
y penitentes quedaron impactados y boquiabiertos ante este paso ‘moderno pero a
la altura’. Y así, Juan Guraya pudo medirse con las gubias de Gregorio Fernández, Juan de Juni, Pompeo
Leoni, Francisco del Rincón, Pedro de Ávila, Andrés de Solanes…
En las últimas
décadas han proliferado los encargos de obras para las Semanas Santas de
España, con resultados bastante mediocres y, en algún caso, ínfimos, por lo que
a calidad se refiere. Todo el mundo considera que esta Sagrada Cena de Juan Guraya es una de las buenas obras
religiosas del siglo XX español.
De pie, la
majestuosa figura de Jesús, sostiene en una mano la Sagrada Forma y en la otra
un racimo de uvas. Juan Guraya solía servirse de modelos para dar rostro a las
imágenes que le encargaban. En este caso fue su hijo el que posó para el rostro
de Jesús.
Buscó modelos para los apóstoles, y viajó a Extremadura y a Tetuán para tomar apuntes al
natural de rostros de fuerte expresividad. Árabes, judíos y bereberes posaron
para el artista y sirvieron para caracterizar a los personajes de la Sagrada
Cena. Solo para un apóstol no encontró modelo: Judas Iscariote. El hombre que
había compartido las enseñanzas del Maestro, el que había recibido todo el
cariño de Jesús, al final lo delató y lo vendió a las autoridades que querían eliminarle, como de hecho
sucedió. ¿Qué facciones dar a quien ha sido amado y ha defraudado con la
traición ese amor? Decidió no darle rostro. Colocó a Judas en el extremo del tablero, con la cabeza cubierta por el manto y pegada al suelo, pero sin rostro. Un
vacío en lugar de cara: ¿quizás porque, en un momento dado, podemos ser todos y cada uno de los
creyentes o de los espectadores?
El gran acierto del gran imaginero vasco es
que no dispuso a los apóstoles sentados alrededor de la mesa, sino en
diferentes posturas, de rodillas, de bruces, en actitud de incorporarse, de pie,
sentados en el suelo... De esta forma, alrededor de la mesa, se forman dos
arcos de apóstoles, lo que permite al espectador ver los rostros y las manos, y
no sólo las espaldas como en otras cenas procesionales.
En el momento
de la institución de la Eucaristía, doce
hombres se sienten arrebatados por un viento huracanado interior. El aire no mueve
los ropajes sino las entrañas. Y cada uno de ellos reacciona de una forma:
incredulidad, adoración, éxtasis, turbación, confusión, crispación, abandono, desesperación... Sus rostros
y sus manos llevan la impronta de la tortura interior que late bajo su piel.
Arrobamiento y dolor, lucidez e idiocia parecen esculpir los rostros de madera.
Pero el espíritu hace latir el leño seco y lo anima con una fuerza que solo los
grandes artistas consiguen. Hay vida, sufrimiento y gloria en los árboles
talados que la “gubia religiosa” de Juan Guraya supo herir y sajar. Lo mismo
que había experimentado Henri Matisse cuando pintó la capillita de Vence, lo
experimentó Juan Guraya: ese `plus’ que es otorgado al artista cuando afronta
el misterio de lo sagrado.
A la serenidad
de Cristo –la majestuosidad de la eternidad- se contrapone, teatralmente, el
torbellino que convulsiona los cuerpos de los Doce Apóstoles. La agitación y el
pasmo que cada uno de ellos siente ante el hecho inefable e inhumano de un Dios
que da a comer su carne y da a beber su sangre. La sobria policromía de la
escultura (colores de las campos castellanos al final del otoño), en clara contraposición a los colores de los grandes artistas del
barroco de la Semana Santa vallisoletana, no hace sino duplicar la tensión y
obligarnos a fijarnos en lo esencial: la pura emoción de un momento único
golpea a cada apóstol. Y esa emoción a flor de piel se contagia al visitante, al cofrade, al
devoto y al incrédulo.
He visto La sagrada cena, pero mañana iré a verla de nuevo y será con los ojos y el corazón, gracias amigo,
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