El pasado verano, en una cena en la que
estaba presente, dos comensales con lazos de parentesco y amigos, para más
señas, se enzarzaron acaloradamente defendiendo y atacando la gestión pública
de la pandemia. Del aplauso y del ataque a la gestión del coronavirus, pasaron
a la defensa a ultranza y sin peros de los líderes de dos partidos, los dos
extremistas, uno por la izquierda y otro por la derecha. Los dos comensales ni
vivían de la política, ni siquiera militaban en esos partidos. Eran simples
ciudadanos. Y sus apasionadas defensas y alabanzas de los líderes políticos procedían
de lo visto en la televisión y de lo leído en redes sociales.
Me quedé atónito, un poco sin saber qué
decir y dónde mirar, ni qué baza meter, asombrado por este rifirrafe entre,
hasta ese momento, dos avenidos comensales que rompían las meras formas de la
cortesía y de la civilidad, por defender a unos señores de los que no dependía
su corto salario.
Y me hice algunas reflexiones: ¿Qué veneno de ira y de rabia nos están inoculando para estar dispuestos a romper la amistad, la buena
convivencia con un amigo o un familiar, por cuestiones políticas? ¿Se nos ha
borrado de la cabeza que las ideas, las opiniones pueden no ser respetables (es
más, algunas no lo son en absoluto), pero los seres humanos sí lo son? ¿Sabemos
conversar sobre ideas sin faltar el respeto al adversario? ¿Defenderíamos con
la misma pasión a nuestro hermano, a nuestro amigo, a nuestro compañero de
trabajo? Es más, ¿Daríamos la cara por un amigo -e incluso por nuestra pareja-,
si continuamente nos mintiese, nos hiciese promesas que no cumple, nos pidiese
hacer una cosa, pero él hiciera justo lo contrario? ¿Seguiríamos defendiendo a
un compañero al que hemos sorprendido en mil trampas y engaños?
¿Somos conscientes de que los políticos y
también los periodistas nos están llenando la cabeza de rabia y de veneno? ¿No
nos damos cuenta de que políticos y medios de comunicación están subrayando y
magnificando las diferencias, los escándalos, los agravios, los insultos? ¿No
percibimos, acaso, que se está produciendo una adhesión peligrosa a las ideas políticas?
Una persona vale más que todas sus ideas.
Porque lo que configura a un ser humano son sus acciones, su rostro y su
historia. Las ideas van y vienen. Se llevan y se traen. Se ponen de moda y
desaparecen. El ser humano permanece. El rostro y la voz de quien nos cae bien
no pueden, de repente, convertirse en el rostro y la voz de quien nos cae mal,
por el hecho de opinar de forma distinta en política, religión, cuestiones de
trabajo, medioambiente o cultura.
La adhesión inquebrantable a una ideología
nos convierte en esclavos, tal vez en seres patéticos que defienden a
machamartillo, sin matices, su opción política. Creer que uno está en el lado
correcto y que el otro, por votar a determinado partido, es un descerebrado, no
deja de ser un poco peligroso, pues nos lleva a pensar que somos superiores e
incapaces de admitir algo de verdad o de bondad en el contrario, y algo de
mentira en mis postulados. Admitir que caben muchos matices en mi
posicionamiento y en el de mi adversario, es el primer paso para no caer en el
fanatismo.
¿Hasta qué punto nos están haciendo dóciles
y acríticos? El poder siempre busca nuestro amén y, encima, nuestro gracias. La
pandemia no ha hecho más que reforzar la mentira y el adoctrinamiento cotidianos.
Así que dentro de muy poco creeremos que, si nuestros políticos lo dicen o
nuestros medios de referencia lo proclaman, la verdad incuestionada está de
nuestra parte. Podemos llegar a creer que el sol enfría y la lluvia seca, y
quedarnos tan campantes. En este momento el razonamiento y la autocrítica son antiguallas.
Raramente, creemos la verdad. En cambio, la mentira es sumamente creíble.
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