LA OPCIÓN GUANELIANA
2.- El pobre, ese otro
Cristo.
Cada vida humana es
sagrada por su dignidad, su historia y su rostro.
“Al más abandonado de todos, acogedlo y sentadlo a vuestra mesa; que sea
uno más entre vosotros, porque es Jesucristo” (L.G.)
En 2017, la palabra aporofobia fue elegida como neologismo del año en España (aporós, pobre; fobia, miedo). La palabra fue un hallazgo de la profesora de ética, Adela Cortina, para hablar de nuestro miedo o de nuestro desprecio por los pobres. Puede que no seamos xenófobos, homófobos y otras fobias, pero todos somos aporófobos. Nada tenemos en contra de un gran futbolista negro, o en contra de un jeque árabe musulmán. Los que nos molestan son los negros pobres, los musulmanes pobres que deambulan por nuestras calles o plazas.
La
aporofobia parece que está inscrita en nuestro ADN, como una forma de autodefensa.
Si me junto a un pobre, mi riqueza disminuye. Si mi alío a un rico, probablemente
aumente. Sentir simpatía y empatía por los pobres es un don. Un don que sólo
puede otorgarnos la gracia. Por naturaleza estamos inclinados a identificarnos
y a acercarnos al rico. Y cuando digo rico, digo fuerte, sano, influyente,
inteligente, y otro sinfín de cualidades. ¿Qué puede aportarnos un enfermo, un
donnadie, un viejo, un discapacitado?
Nadie lo ha dicho mejor que Simone
Weil: “La simpatía del
débil por el fuerte es natural, pues el débil, proyectándose en el fuerte,
adquiere una fuerza imaginaria. La simpatía del fuerte hacia el débil es
contraria a la naturaleza”. Y también: “Aquel que trata como iguales a
quienes la relación de fuerzas coloca por debajo de él, les hacer realmente el
don de la condición de seres humanos”.
Hay una frase enigmática en el
Evangelio. “Siempre habrá pobres entre
vosotros”. La pronunció Jesús de Nazaret, sin duda el mejor lector del
corazón humano. En este sentido, Jesús aceptaba, de antemano, el fracaso del
cristianismo como solución a los problemas terrenales. Mientras haya hombres
sobre la faz de la tierra, habrá pobrezas. Ahora sabemos bien a qué nos han
llevado las utopías nazista y comunista en el siglo XX que prometían la
plenitud de la Historia y el advenimiento de un paraíso de mil años. Todos los
recelos son pocos ante quien nos promete paraísos.
La pobreza es una desgracia y es un
sufrimiento. Pero es una revelación. El corazón humano se revela en la pobreza.
El pobre refleja nuestra esencia de hombre. El pobre es el hombre sin aditamentos
o añadidos que el poder, el dinero, los cuidados externos, las influencias o el
prestigio pueden darle, y de hecho le dan. El pobre (material, física,
espiritual, mental, afectivamente) está desnudo y está a la intemperie. Los
pobres, en sí, no son “amables’. Solo la gracia puede obrar el milagro de amar
a los pobres.
El libro de Job es la más hermosa
escritura sobre la revelación que la pobreza causa en un hombre. Job maldice el
día que nació y el día que fue engendrado. Pero al final reconoce que la pobreza
le ha permitido ver a Dios cara a cara y no sólo de oídas.
Los pobres no pueden ser solo objeto
de beneficencia. El pobre necesita nuestro reconocimiento como persona con toda
su dignidad. “Los pobres nos evangelizan
y nos educan; su presencia desencadena amor y es determinante para transformar
nuestra realidad humana en la civilización del amor” (Proyecto Educativo
Guaneliano).
La palabra justicia estuvo bastante
apartada del lenguaje de la Iglesia, tal vez por miedo a ser tachada de
marxista. Y sin embargo la lucha por la justicia ha sido una continua tarea en
el mundo de los cristianos.
Se ha hablado mucho de la caridad de
Don Guanella. Y bastante menos de su sentido de la justicia. Pero si uno hace
menos caso a sus palabras y lee correctamente sus obras, descubrirá que el
anhelo de justicia estaba en lo más profundo de su corazón.
Hambre y sed de justicia sintió don
Guanella desde pequeño. No había justicia en su valle, donde algunas familias
tenían que emigrar a Suiza o a América, a comer el amargo pan del exiliado. No
había justicia en quien enfermaba y no podía costearse medicinas caras y
alimentos nutritivos y, por ello, era destinado a la muerte, como le ocurrió a
su compañero de seminario, atacado por una enfermedad contagiosa y al que él
mismo, en contra de opiniones prudentes, cuidó hasta el final. No había
justicia en Traona donde muchos adultos aún eran analfabetos y, por esa razón,
en un viejo convento abandonado, improvisó una escuela nocturna y dominical, para
que estos campesinos, uncidos como animales de carga a la ignorancia secular,
pudieran aprender a leer y a escribir. No había justicia en la semiesclavitud a
la que eran sometidas las hilanderas de la seda que trabajaban jornadas
maratonianas y que perdían la vista en talleres oscuros de la ciudad de Como.
No había justicia en el atraso secular en que vivían los hombres del campo que
cultivaban un escaso huerto de supervivencia y que, en los años de sequía, se
quedaban sin su maíz, el ingrediente de su polenta diaria, y, por ello, ideó y
realizó una canalización de agua para asegurar el riego de esos campos. No
había justicia en la forma en que eran abandonados tantos chicos y chicas con
discapacidad, y eso le llevó a construir aquí y allá casas que los atendiesen y
los cuidasen como los ‘buenos hijos’ que eran. No había justicia cuando las
ayudas estatales no llegaban a los damnificados por el terrible terremoto de
Avezzano, ese sur irredento dejado de la mano de Dios y de la mano de Roma. Y
por ello, él y sus religiosos se presentaron en la ciudad destruida para
socorrer y consolar, al mismo tiempo que ordenaba que se abriesen sus casas
para acoger heridos, huérfanos y viudas.
La opción por la justicia no son sólo
bellos discursos, brillante oratoria que invita a la lucha, especialmente si
hay micrófonos y cámaras. La justicia se defiende, con pies y manos, con
corazón y con entrañas, allí donde la injusticia crece, desde siempre, como las
malas hierbas. Ocurre con demasiada frecuencia que los que sostienen las
pancartas de las manifestaciones no sostienen los pucheros en las chabolas.
El sentido de justicia estuvo siempre
en la actitud y en el hacer de don Guanella. Nunca quiso que a los chicos con
discapacidad se les diese solo de comer y se les mantuviese aparcados como
muebles en un pabellón. Quería que trabajasen, que viesen los frutos de su
trabajo. Les enseñó a cultivar los campos, a cuidar el ganado, cada uno según
sus posibilidades. Levantó talleres de carpintería o imprenta para aquellos
muchachos que ya sobraban en el campo pero a los que la ciudad industrial
tampoco acogía. Quiso que las mujeres empleadas en las hilanderías aprendiesen
a leer y a escribir. No había justicia en esa ignorancia católica en la que se
mantenía al pueblo fiel. Y por ello don Guanella escribió pequeños libros que ofrecían
instrucción religiosa a los feligreses y parroquianos. Caridad y justicia,
compañeras inseparables.
Hace unos años con motivo de la
fiesta del Corpus Christi, se divulgó una viñeta en la que aparecía una custodia
procesional. Si uno ampliaba la foto, se daba cuenta de que esa pieza de orfebrería
no estaba hecha con oro, plata y piedras preciosas, sino con los cuerpos y las manos
mendicantes de los pobres, componiendo una escena abigarrada y suplicante.
Existe una transubstanciación en la
eucaristía. Y existe una transubstanciación
en los pobres. Y es esta transubstanciación
la que torna sagrada cada vida humana, especialmente las descartadas o
destinadas, según la mentalidad de cada época, a la marginación. Se puede
comulgar en misa y se puede comulgar en las casas y en las calles de nuestras
ciudades. Comulgar en la atención al enfermo en la Uci, en el lavado de un niño
con lepra, en la lucha por la dignidad de una mujer objeto de trata. Como bien
ensañaba Luis Guanella: “Es preciso
educar a todos en un verdadero sentimiento de compasión hacia los que sufren,
porque un corazón compasivo es un corazón bueno que Dios bendice”.
Próximo domingo: Cap. 2.- La ley del
samaritano.
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