domingo, 21 de marzo de 2021

El pobre, ese otro Cristo

 

LA OPCIÓN GUANELIANA

2.- El pobre, ese otro Cristo.

Cada vida humana es sagrada por su dignidad, su historia y su rostro.

 

“Al más abandonado de todos, acogedlo y sentadlo a vuestra mesa; que sea uno más entre vosotros, porque es Jesucristo” (L.G.) 

 


En 2017, la palabra aporofobia fue elegida como neologismo del año en España (aporós, pobre; fobia, miedo). La palabra fue un hallazgo de la profesora de ética, Adela Cortina, para hablar de nuestro miedo o de nuestro desprecio por los pobres. Puede que no seamos xenófobos, homófobos y otras fobias, pero todos somos aporófobos. Nada tenemos en contra de un gran futbolista negro, o en contra de un jeque árabe musulmán. Los que nos molestan son los negros pobres, los musulmanes pobres que deambulan por nuestras calles o plazas.

La aporofobia parece que está inscrita en nuestro ADN, como una forma de autodefensa. Si me junto a un pobre, mi riqueza disminuye. Si mi alío a un rico, probablemente aumente. Sentir simpatía y empatía por los pobres es un don. Un don que sólo puede otorgarnos la gracia. Por naturaleza estamos inclinados a identificarnos y a acercarnos al rico. Y cuando digo rico, digo fuerte, sano, influyente, inteligente, y otro sinfín de cualidades. ¿Qué puede aportarnos un enfermo, un donnadie, un viejo, un discapacitado?

Nadie lo ha dicho mejor que Simone Weil: “La simpatía del débil por el fuerte es natural, pues el débil, proyectándose en el fuerte, adquiere una fuerza imaginaria. La simpatía del fuerte hacia el débil es contraria a la naturaleza”. Y también: “Aquel que trata como iguales  a quienes la relación de fuerzas coloca por debajo de él, les hacer realmente el don de la condición de seres humanos”.

Hay una frase enigmática en el Evangelio. “Siempre habrá pobres entre vosotros”. La pronunció Jesús de Nazaret, sin duda el mejor lector del corazón humano. En este sentido, Jesús aceptaba, de antemano, el fracaso del cristianismo como solución a los problemas terrenales. Mientras haya hombres sobre la faz de la tierra, habrá pobrezas. Ahora sabemos bien a qué nos han llevado las utopías nazista y comunista en el siglo XX que prometían la plenitud de la Historia y el advenimiento de un paraíso de mil años. Todos los recelos son pocos ante quien nos promete paraísos.

La pobreza es una desgracia y es un sufrimiento. Pero es una revelación. El corazón humano se revela en la pobreza. El pobre refleja nuestra esencia de hombre. El pobre es el hombre sin aditamentos o añadidos que el poder, el dinero, los cuidados externos, las influencias o el prestigio pueden darle, y de hecho le dan. El pobre (material, física, espiritual, mental, afectivamente) está desnudo y está a la intemperie. Los pobres, en sí, no son “amables’. Solo la gracia puede obrar el milagro de amar a los pobres.

El libro de Job es la más hermosa escritura sobre la revelación que la pobreza causa en un hombre. Job maldice el día que nació y el día que fue engendrado. Pero al final reconoce que la pobreza le ha permitido ver a Dios cara a cara y no sólo de oídas.

Los pobres no pueden ser solo objeto de beneficencia. El pobre necesita nuestro reconocimiento como persona con toda su dignidad. “Los pobres nos evangelizan y nos educan; su presencia desencadena amor y es determinante para transformar nuestra realidad humana en la civilización del amor” (Proyecto Educativo Guaneliano).

La palabra justicia estuvo bastante apartada del lenguaje de la Iglesia, tal vez por miedo a ser tachada de marxista. Y sin embargo la lucha por la justicia ha sido una continua tarea en el mundo de los cristianos.

Se ha hablado mucho de la caridad de Don Guanella. Y bastante menos de su sentido de la justicia. Pero si uno hace menos caso a sus palabras y lee correctamente sus obras, descubrirá que el anhelo de justicia estaba en lo más profundo de su corazón.

Hambre y sed de justicia sintió don Guanella desde pequeño. No había justicia en su valle, donde algunas familias tenían que emigrar a Suiza o a América, a comer el amargo pan del exiliado. No había justicia en quien enfermaba y no podía costearse medicinas caras y alimentos nutritivos y, por ello, era destinado a la muerte, como le ocurrió a su compañero de seminario, atacado por una enfermedad contagiosa y al que él mismo, en contra de opiniones prudentes, cuidó hasta el final. No había justicia en Traona donde muchos adultos aún eran analfabetos y, por esa razón, en un viejo convento abandonado, improvisó una escuela nocturna y dominical, para que estos campesinos, uncidos como animales de carga a la ignorancia secular, pudieran aprender a leer y a escribir. No había justicia en la semiesclavitud a la que eran sometidas las hilanderas de la seda que trabajaban jornadas maratonianas y que perdían la vista en talleres oscuros de la ciudad de Como. No había justicia en el atraso secular en que vivían los hombres del campo que cultivaban un escaso huerto de supervivencia y que, en los años de sequía, se quedaban sin su maíz, el ingrediente de su polenta diaria, y, por ello, ideó y realizó una canalización de agua para asegurar el riego de esos campos. No había justicia en la forma en que eran abandonados tantos chicos y chicas con discapacidad, y eso le llevó a construir aquí y allá casas que los atendiesen y los cuidasen como los ‘buenos hijos’ que eran. No había justicia cuando las ayudas estatales no llegaban a los damnificados por el terrible terremoto de Avezzano, ese sur irredento dejado de la mano de Dios y de la mano de Roma. Y por ello, él y sus religiosos se presentaron en la ciudad destruida para socorrer y consolar, al mismo tiempo que ordenaba que se abriesen sus casas para acoger heridos, huérfanos y viudas.

La opción por la justicia no son sólo bellos discursos, brillante oratoria que invita a la lucha, especialmente si hay micrófonos y cámaras. La justicia se defiende, con pies y manos, con corazón y con entrañas, allí donde la injusticia crece, desde siempre, como las malas hierbas. Ocurre con demasiada frecuencia que los que sostienen las pancartas de las manifestaciones no sostienen los pucheros en las chabolas.

El sentido de justicia estuvo siempre en la actitud y en el hacer de don Guanella. Nunca quiso que a los chicos con discapacidad se les diese solo de comer y se les mantuviese aparcados como muebles en un pabellón. Quería que trabajasen, que viesen los frutos de su trabajo. Les enseñó a cultivar los campos, a cuidar el ganado, cada uno según sus posibilidades. Levantó talleres de carpintería o imprenta para aquellos muchachos que ya sobraban en el campo pero a los que la ciudad industrial tampoco acogía. Quiso que las mujeres empleadas en las hilanderías aprendiesen a leer y a escribir. No había justicia en esa ignorancia católica en la que se mantenía al pueblo fiel. Y por ello don Guanella escribió pequeños libros que ofrecían instrucción religiosa a los feligreses y parroquianos. Caridad y justicia, compañeras inseparables.

Hace unos años con motivo de la fiesta del Corpus Christi, se divulgó una viñeta en la que aparecía una custodia procesional. Si uno ampliaba la foto, se daba cuenta de que esa pieza de orfebrería no estaba hecha con oro, plata y piedras preciosas, sino con los cuerpos y las manos mendicantes de los pobres, componiendo una escena abigarrada y suplicante. Existe una transubstanciación en la eucaristía. Y existe una transubstanciación en los pobres. Y es esta transubstanciación la que torna sagrada cada vida humana, especialmente las descartadas o destinadas, según la mentalidad de cada época, a la marginación. Se puede comulgar en misa y se puede comulgar en las casas y en las calles de nuestras ciudades. Comulgar en la atención al enfermo en la Uci, en el lavado de un niño con lepra, en la lucha por la dignidad de una mujer objeto de trata. Como bien ensañaba Luis Guanella: “Es preciso educar a todos en un verdadero sentimiento de compasión hacia los que sufren, porque un corazón compasivo es un corazón bueno que Dios bendice”.

 

 


 

Próximo domingo: Cap. 2.- La ley del samaritano.

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