En la vida una
cosa evoca otra. Y un recuerdo nos lleva a otro. Veo la película finlandesa Un momento entre nosotros. El
protagonista dice que está haciendo una tesis sobre el poeta francés Arthur Rimbaud
y habla del poema Bateau ivre. Al día siguiente busco la antología de poesía
francesa para leer este poema. Y en medio del libro aparece una postal olvidada
con una anotación en lapicero del año 1989: “La lettre dont Mme Yvette m’a parlé”. (La carta de la que la Sra Yvette
me habló).
La postal es
una obra de Rembrandt, Betsabé con la
carta del rey David. La historia se nos cuenta en la Biblia, concretamente
en Segundo Libro de Samuel, 11, y la
resumo en dos líneas: Desde la terraza de su palacio el rey David descubrió a la bella Betsabé dándose un baño desnuda en su
jardín. El rey se encaprichó de ella o, tal vez, se enamoró. Lo cierto es que
le escribió para que fuera a su palacio. Y ella acudió. Pero el rey no podía
casarse con ella porque Betsabé estaba casada con Urías, un general del ejército
real. Entonces, el rey ordenó que en la batalla pusieran a Urías en primera
fila. No salió vivo.
Miro este
cuadro de Rembrandt con detenimiento. Está en el Louvre. Muchos pintores
representaron otro punto de vista: el rey David espiando desde su terraza a la
bella Betsabé en el momento de darse un baño. En cambio, el pintor holandés
representa el momento en que una vieja criada acicala a la hermosa Betsabé
antes de presentarse delante del carismático rey David. Pensativa y triste,
Betsabé tiene en sus manos la carta del Rey. ¿Es una protocolaria invitación
para acudir a Palacio? ¿Es una declaración de amor, llena de versos lánguidos y
metáforas de enamorado? ¿Es una sutil invitación a yacer con el monarca, a
apagar su concupiscencia y saciar su lujuria? Lo que es cierto es que la carta
llena de preocupación el rostro de Betsabé. ¿Y qué puede hacer ella ante el
todopoderoso rey de David, elegido por Dios e idolatrado por el pueblo? ¿Debe
rechazar la invitación y permanecer fiel a su esposo o debe acudir a la
convocatoria real?
Betsabé vacila
angustiada ante esta disyuntiva. Ella es la mujer de Urías. ¿Tiene Betsabé,
acaso, el presentimiento de que su entrada en palacio significará la salida de
este mundo de su esposo, que es lo que al final ocurrió? Melancólica y con la
cabeza inclinada, Betsabé se imagina lo que pasará un poco después en palacio.
¿Es un honor o un horror ser elegida por el Rey como compañía de vida o de cama?
No sabemos si Betsabé fue feliz al lado del joven y apuesto Rey. Pero probablemente,
vestida como una reina y envidiada por ser la elegida del soberano, Betsabé
pensaría, muchos años después, en esa primera vez, en esa carta, en ese aseo, y
en el destino trágico de su primer marido, al que el rey David puso en primera
fila en la batalla y de la que no salió con vida. El sufrimiento propio o ajeno
parece ser el compañero inseparable del placer y de la dicha. El placer y el
pesar suelen ir, desgraciadamente, juntos. Veo esta preciosa escena de
Rembrandt y pienso en lo que escribió hace algún tiempo Goethe: “Los acontecimientos
por venir proyectan con antelación sus sombras”.
Una mañana
primaveral de 1989, acudo al Louvre. Me detengo ante esta obra. Me siento en un
banco frente a este lienzo de Rembrandt
que pintó en 1654. Lo miro con detenimiento. Me acerco una y otra vez. Qué
tristeza hay en ese rostro. No es una mujer que acude a una cita de amor, sino
una mujer camino del patíbulo. Poco después una mujer, rebasados los cincuenta
años, se sienta a mi lado. Observa atenta y triste el cuadro de Rembrandt. Se
dirige a mí y me pregunta qué es lo que me gusta del cuadro. Le digo que el
rostro entristecido de Betsabé. A continuación le pregunto qué es lo que le
gusta a ella y ella me dice que la carta. Ella también tuvo, una noche de 10
años antes, una carta en sus manos. Una carta que la quemó por dentro. Una
carta que hubiera preferido no leer nunca jamás. Se le cayó a su marido en el
pasillo de casa. Ella pasó poco después y la leyó. Una carta que hablaba de la
venta de armas a países totalitarios inmersos en matanzas indiscriminadas de los
que los tiranos suponían ‘enemigos de sus pueblos’. Bajo la fachada de una
empresa honorable, el marido de Yvette, se dedicaba, con la complacencia de las
autoridades, a la venta de armas. Mientras Yvette, profesora, impartía conferencias y participaba
en diversos foros para que los países democráticos no vendiesen armas a países
donde no se respetasen los derechos humanos o que sirvieran para exterminar a
sus propios ciudadanos. Nada nuevo en el mundo, evidentemente. La más pequeña
de las monedas pesa más que el más grande de los principios. Aquel día, por
primera vez, alguien me habló, entre otras cosas, del régimen de terror de Pol
Pot. Los jemeres rojos camboyanos entraron así en mi cabeza.
Para el
personaje de Betsabé posó la criada Hendrickje Stoffels que Rembrantd había
contratado tras la muerte de su mujer Saskia, y a la que pronto convirtió en su
amante. El maestro holandés que dominaba el claroscuro convirtió este asunto
bíblico en una obra maestra. Iluminación contrastada, juegos de luces de gran
efecto, acentuado naturalismo y una nota de misterio en un cuadro en el que
Rembrandt supo retratar maravillosamente a Hendrickje y la expresión de
dramatismo que requería la escena: un alma dividida entre la fidelidad al
marido y la obediencia al rey. Hay momentos en que la toma de una decisión es
tan importante y trágica que sabemos que de ello depende nuestra ruina o la
ruina de otro ser humano.
Ese drama
interior lo vivió la mujer que una tarde de 1989 encontré en el Louvre delante
de este cuadro de Rembrandt. Yo solo miraba el rostro acongojado de Betsabé.
Ella solo miraba la carta trágica y, en cierta forma, similar a la carta que un
día había caído en sus manos.
Muchos años
después, por esa maravillosa capacidad de evocación de la mente humana, he
vuelto a un libro, a una carta, y al recuerdo de una mujer. Yvette, al día siguiente de leer esa
carta, abandonó el domicilio conyugal y regresó al hogar de sus padres en
Neuilly-sur-Seine.
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