domingo, 28 de marzo de 2021

La ley del samaritano

 LA OPCIÓN GUANELIANA

3.- La ley del samaritano.

Con pan y Señor junto a los heridos del camino.

“Un corazón cristiano que cree y que siente no puede pasar de largo ante las necesidades del pobre sin socorrerlo. Al verdadero seguidor de Jesucristo se le conoce en esto: tiene caridad con los pobres y los que sufren, pues en ellos la imagen del Salvador es más viva y real” (L.G.)


 



Salvo breves periodos de iconoclastia, el cristianismo siempre ha aceptado las imágenes sagradas, como una mediación entre el Absoluto y ese poco barro enamorado que es el ser humano. Menos mal que esto fue así, porque, si no, las iglesias y los museos estarían prácticamente vacíos de belleza.

Grandes artistas se han atrevido con el `buen samaritano’, el episodio evangélico que nos narra el evangelista Lucas. Una vez me encontré con El Buen Samaritano de Vincent Van Gogh en una exposición temporal en Ansterdam. Cautivó mi atención por completo. Fue pintado en 1890 y se conserva en Otterlo-Holanda. Por aquellos años, el pintor holandés se sentía apagado y en dique seco. Acudió a la obra de grandes artistas, en un intento desesperado de sacar inspiración. Para esta pintura del Buen samaritano, el artista holandés se inspiró en un cuadro del pintor francés Eugène Delacroix. El samaritano, con un esfuerzo sobrehumano, intenta poner al hombre ultrajado encima de su cabalgadura. Por el suelo, vemos la maleta vacía, que hace alusión al robo sufrido. Alejándose del herido, distinguimos a dos hombres que tratan de escabullirse de la cuneta donde encontraron al hombre herido. No son los ladrones; son los que, al ver al hombre herido, han dado un rodeo y han proseguido su camino. Ambos eran hombres muy religiosos. El lienzo entero es una llamarada de colores, que expresa bien la hoguera de dolor y de pasión que se desarrolla ante nuestros ojos, en medio de un paisaje agreste y pintado como en torbellino.

El camino que Luis Guanella recorrió entre 1842 y 1915 estuvo inspirado en el episodio evangélico del Buen samaritano. En tiempos de Jesús, los samaritanos eran los idólatras, los impuros, los heterodoxos, los herejes, pues con mucha facilidad adoraban a dioses paganos. Los judíos, en cambio, era nación sancta, raza elegida, etc., etc. Es curioso que, cuando Jesús quiere explicar quién es nuestro prójimo, elige como protagonista a un samaritano, en lugar de a un sacerdote o un levita judíos, considerados los elegidos y los íntegros, los hombres doctos que sabían interpretar hasta la última coma de la ley y los profetas.

Lo que mide nuestro cristianismo no es nuestra pertenencia a un credo, ni nuestro rezo, ni el cumplir a rajatabla los mandamientos de Dios y de su Iglesia. Lo que determina nuestro seguimiento de Cristo es la capacidad de ‘hacernos samaritanos’ en los caminos de la vida.

Lo primero que se requiere para ser un buen samaritano es la virtud de la atención. Para Simone Weil esta era la virtud por excelencia. Solo quien presta atención a cuanto sucede por el camino, puede ‘ver’ al hombre herido y atenderlo. El sacerdote y el levita pensaban en llegar puntuales al templo, cumplir sus ritos y hacer sus oraciones. Al ver al herido, se hicieron a un lado, porque el pobre es siempre un estorbo, un obstáculo para nuestras metas, incluso para nuestras ‘metas religiosas’.

El programa de Luis Guanella para con los heridos del camino fue: “Pan y Señor”. Ofrecer el pan y, con él, todas las cosas materiales: un techo para cobijarse, una ropa para vestirse, un libro para aprender, un oficio para ganarse la vida. Y en ese ‘Señor’ están incluidas todas las cosas que nosotros asociamos al espíritu: la dignidad, el reconocimiento del otro, la belleza, la poesía, la alegría, la bondad, el sentido de la trascendencia, la oración, la contemplación, la libertad de espíritu.

Es un programa que hoy nos parece sumamente equilibrado, porque tiende a satisfacer las necesidades espirituales y las materiales. Dar solo pan a un hombre es insuficiente, porque eso es lo que se da también al ganado. Darle solo espíritu puede ser una  hipocresía y un cinismo. Somos alma y cuerpo. Somos carne y somos espíritu. Tenemos sed de agua, pero también de cariño.

En el escudo de los guanelianos aparece el mote “In ómnibus charitas”, sacado de un pensamiento de San Agustín. La frase completa es “In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas” (unidad en las cosas necesarias, libertad en las dudosas, y caridad en todo). Parece apropiada para alguien que bautizó a sus seguidores como Siervos de la Caridad y a sus seguidoras como Hijas de la Providencia. Caridad en su más genuino significado de amor; Providencia en su más auténtico sentido de cuidado integral.

            La caridad no es la limosna al indigente de tiempos pretéritos ni la solidaridad bobalicona a la que estamos hoy en día acostumbrados, por los eslóganes y lo políticamente correcto. Existe una solidaridad de Facebook, de Instagram o de Twitter, una solidaridad que no cuesta nada. Una solidaridad a un clic de ‘me gusta’. Nos mostramos solidarios con los indios apalaches, o con la causa de las mujeres birmanas, o con los monos de la selva o con los que tienen el síndrome de Asperger.

Cuando yo era un estudiante en el internado de los padres guanelianos de Aguilar de Campoo, nuestro educador, Leo Bigelli, nos tradujo la rimbombante frase latina ‘In ómnibus caritas”  de la siguiente manera: “en todo pon amor”. Y esto significaba, por ejemplo, ayudar al compañero al que se le daban mal las matemáticas, cuidar los libros y cuadernos, jugar sin trampas en el fútbol, respetar el silencio, aceptar lo que te encontrabas cada mediodía en el plato, no tirar nunca una sola miga de pan. Poner un poco de amor en todo es aliñar cada uno de nuestros actos y de nuestras palabras e incluso de nuestros pensamientos con un poco de educción, simpatía y ternura. También con un poco de afabilidad y de alegría. Para poder hacer todo esto hay que seguir un método práctico y sencillo: ponerse en lugar del otro, tener empatía y no juzgar nunca antes de caminar un trecho con los zapatos que al otro le han tocado en suerte o en desgracia.

            Todo herido del camino espera que ‘alguien’ pase y se apiade. Conviene recordar el drama del paralítico del evangelio que, inútilmente, esperaba a sumergirse en la piscina para alcanzar la curación. Él no tenía a nadie que lo cuidase. Cuidar es redimir. Cuidar es salvar. Jesús se apiadó de ese enfermo, no por su enfermedad, sino porque no tenía a nadie. Tener a alguien es tenerlo todo. No tener a nadie es la mayor desgracia que puede ocurrirte. Recordaba Luis Guanella: “Solo quien ama puede mirar al porvenir con mente serena y corazón tranquilo”.

Pon amor en todo” nos remite a la cotidianidad, a la “santidad de la puerta de al lado”, a la bondad doméstica. Nos podemos quejar todo lo que queramos del mundo, de la sociedad, del trabajo y de la familia… Pero si todo este tinglado no se desmorona es porque la mayoría de la gente hace las cosas con honradez y con amor. Veinte jóvenes voluntarios en una residencia de ancianos no hacen ningún ruido, pero su tarea callada hace la vida más vivible a un grupo de mayores. Un joven que rompe farolas o quema un contenedor hace mucho ruido, y sin embargo su acción a nadie beneficia.

El cristianismo, en el fondo, es una fe con pocas normas: Trata a tu semejante como te gustaría ser tratado en una situación similar. Estamos hechos de una piel que precisa la caricia tanto como la garganta necesita el agua.

Salvo que podamos hacer algo por ellos, los lejanos no constituyen nuestro prójimo. Por los lejanos podemos sentir pena, pero no auténtica compasión, porque la compasión, si no va seguida de la acción y de la cáritas, es pura sensiblería. Y las sensiblerías están bien para películas de lágrima fácil. Sentir compasión por los niños del orfanato de Kinshasa y no sentir compasión por los niños del emigrante pobre que vive en nuestro bloque, es cinismo. Sentir pena por los ancianos de un asilo de Afganistán y no visitar a nuestros padres en la residencia, es un sarcasmo. Y así sucesivamente. Solo si a alguien lejano, lo hacemos próximo, se convierte en nuestro prójimo.

Ante los pobres, desviar la mirada y dar un rodeo es lo más natural del mundo. Pero es que lo natural del mundo choca de frente con lo antinatural del mensaje de Jesús: tener compasión y acercarse. Si fuésemos honrados, deberíamos mostrar gratitud hacia todos los samaritanos que se han detenido y nos han atendido en un momento en que estábamos con heridas en las cunetas de los caminos.

El creyente puede, por los caminos, ser providencia para los demás. O dicho de otra manera, la Providencia de Dios la escriben las manos de los hombres justos. Escribía Luis Guanella: “El mayor consuelo que podemos tener en esta tierra es el de hacer un poco de bien”.

Etty Hillesum comprendió lo que muy pocos comprendieron en los campos de concentración alemanes: que Dios era impotente ante tanto sufrimiento y que, por lo tanto, necesitaba ayuda. Etty Hillesum, una mujer no especialmente religiosa, fue sonrisa, cuidado, aliento para hombres y mujeres que ya habían dejado de serlo a los ojos de sus guardianes. Escribió lo siguiente: “Voy a ayudarte, Dios mío, a no apagarte en mí, pero no puedo garantizarte nada por adelantado. Sin embargo, hay una cosa que se me presenta cada vez con mayor claridad: no eres tú quien puede ayudarnos, sino nosotros quienes podemos ayudarte a ti, y, al hacerlo, ayudarnos a nosotros mismos”.

 

 


 

Próximo domingo: 4.- Educar con el corazón.

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