LA OPCIÓN GUANELIANA
3.- La ley del
samaritano.
Con pan y Señor junto a
los heridos del camino.
“Un corazón
cristiano que cree y que siente no puede pasar de largo ante las necesidades
del pobre sin socorrerlo. Al verdadero seguidor de Jesucristo se le conoce en
esto: tiene caridad con los pobres y los que sufren, pues en ellos la imagen
del Salvador es más viva y real” (L.G.)
Salvo breves periodos de iconoclastia, el
cristianismo siempre ha aceptado las imágenes sagradas, como una mediación
entre el Absoluto y ese poco barro enamorado que es el ser humano. Menos mal
que esto fue así, porque, si no, las iglesias y los museos estarían
prácticamente vacíos de belleza.
Grandes artistas se han atrevido con el `buen
samaritano’, el episodio evangélico que nos narra el evangelista Lucas. Una vez
me encontré con El Buen Samaritano de
Vincent Van Gogh en una exposición temporal en Ansterdam. Cautivó mi atención
por completo. Fue pintado en 1890 y se conserva en Otterlo-Holanda. Por
aquellos años, el pintor holandés se sentía apagado y en dique seco. Acudió a la
obra de grandes artistas, en un intento desesperado de sacar inspiración. Para
esta pintura del Buen samaritano, el artista holandés se inspiró en un cuadro
del pintor francés Eugène Delacroix. El samaritano, con un esfuerzo sobrehumano,
intenta poner al hombre ultrajado encima de su cabalgadura. Por el suelo, vemos
la maleta vacía, que hace alusión al robo sufrido. Alejándose del herido,
distinguimos a dos hombres que tratan de escabullirse de la cuneta donde
encontraron al hombre herido. No son los ladrones; son los que, al ver al
hombre herido, han dado un rodeo y han proseguido su camino. Ambos eran hombres
muy religiosos. El lienzo entero es una llamarada de colores, que expresa bien la
hoguera de dolor y de pasión que se desarrolla ante nuestros ojos, en medio de
un paisaje agreste y pintado como en torbellino.
El camino que Luis Guanella recorrió entre
1842 y 1915 estuvo inspirado en el episodio evangélico del Buen samaritano. En
tiempos de Jesús, los samaritanos eran los idólatras, los impuros, los
heterodoxos, los herejes, pues con mucha facilidad adoraban a dioses paganos.
Los judíos, en cambio, era nación sancta,
raza elegida, etc., etc. Es curioso que, cuando Jesús quiere explicar quién es
nuestro prójimo, elige como protagonista a un samaritano, en lugar de a un
sacerdote o un levita judíos, considerados los elegidos y los íntegros, los hombres
doctos que sabían interpretar hasta la última coma de la ley y los profetas.
Lo que mide nuestro cristianismo no es nuestra
pertenencia a un credo, ni nuestro rezo, ni el cumplir a rajatabla los
mandamientos de Dios y de su Iglesia. Lo que determina nuestro seguimiento de
Cristo es la capacidad de ‘hacernos samaritanos’ en los caminos de la vida.
Lo primero que se requiere para ser un buen
samaritano es la virtud de la atención. Para Simone Weil esta era la virtud por
excelencia. Solo quien presta atención a cuanto sucede por el camino, puede
‘ver’ al hombre herido y atenderlo. El sacerdote y el levita pensaban en llegar
puntuales al templo, cumplir sus ritos y hacer sus oraciones. Al ver al herido,
se hicieron a un lado, porque el pobre es siempre un estorbo, un obstáculo para
nuestras metas, incluso para nuestras ‘metas
religiosas’.
El programa de Luis Guanella para con los
heridos del camino fue: “Pan y Señor”. Ofrecer el pan y, con él, todas las
cosas materiales: un techo para cobijarse, una ropa para vestirse, un libro
para aprender, un oficio para ganarse la vida. Y en ese ‘Señor’ están incluidas
todas las cosas que nosotros asociamos al espíritu: la dignidad, el
reconocimiento del otro, la belleza, la poesía, la alegría, la bondad, el
sentido de la trascendencia, la oración, la contemplación, la libertad de
espíritu.
Es un programa que hoy nos parece sumamente equilibrado,
porque tiende a satisfacer las necesidades espirituales y las materiales. Dar
solo pan a un hombre es insuficiente, porque eso es lo que se da también al
ganado. Darle solo espíritu puede ser una hipocresía y un cinismo. Somos alma y cuerpo.
Somos carne y somos espíritu. Tenemos sed de agua, pero también de cariño.
En el escudo de los guanelianos aparece el
mote “In ómnibus charitas”, sacado de
un pensamiento de San Agustín. La frase completa es “In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas”
(unidad en las cosas necesarias, libertad en las dudosas, y caridad en todo).
Parece apropiada para alguien que bautizó a sus seguidores como Siervos de la Caridad
y a sus seguidoras como Hijas de la Providencia. Caridad en su más genuino
significado de amor; Providencia en su más auténtico sentido de cuidado
integral.
La caridad no es la limosna al
indigente de tiempos pretéritos ni la solidaridad bobalicona a la que estamos
hoy en día acostumbrados, por los eslóganes y lo políticamente correcto. Existe
una solidaridad de Facebook, de Instagram o de Twitter, una solidaridad que no
cuesta nada. Una solidaridad a un clic de ‘me gusta’. Nos mostramos solidarios
con los indios apalaches, o con la causa de las mujeres birmanas, o con los
monos de la selva o con los que tienen el síndrome de Asperger.
Cuando yo era un estudiante en el internado de
los padres guanelianos de Aguilar de Campoo, nuestro educador, Leo Bigelli, nos
tradujo la rimbombante frase latina ‘In ómnibus caritas” de la siguiente manera: “en todo pon amor”. Y
esto significaba, por ejemplo, ayudar al compañero al que se le daban mal las
matemáticas, cuidar los libros y cuadernos, jugar sin trampas en el fútbol, respetar
el silencio, aceptar lo que te encontrabas cada mediodía en el plato, no tirar
nunca una sola miga de pan. Poner un poco de amor en todo es aliñar cada uno de
nuestros actos y de nuestras palabras e incluso de nuestros pensamientos con un
poco de educción, simpatía y ternura. También con un poco de afabilidad y de
alegría. Para poder hacer todo esto hay que seguir un método práctico y
sencillo: ponerse en lugar del otro, tener empatía y no juzgar nunca antes de
caminar un trecho con los zapatos que al otro le han tocado en suerte o en
desgracia.
Todo herido del camino espera que
‘alguien’ pase y se apiade. Conviene recordar el drama del paralítico del
evangelio que, inútilmente, esperaba a sumergirse en la piscina para alcanzar
la curación. Él no tenía a nadie que lo cuidase. Cuidar es redimir. Cuidar es
salvar. Jesús se apiadó de ese enfermo, no por su enfermedad, sino porque no
tenía a nadie. Tener a alguien es tenerlo todo. No tener a nadie es la mayor
desgracia que puede ocurrirte. Recordaba Luis Guanella: “Solo quien ama puede
mirar al porvenir con mente serena y corazón tranquilo”.
“Pon
amor en todo” nos remite a la cotidianidad, a la “santidad de la puerta de al lado”, a la bondad doméstica. Nos
podemos quejar todo lo que queramos del mundo, de la sociedad, del trabajo y de
la familia… Pero si todo este tinglado no se desmorona es porque la mayoría de
la gente hace las cosas con honradez y con amor. Veinte jóvenes voluntarios en
una residencia de ancianos no hacen ningún ruido, pero su tarea callada hace la
vida más vivible a un grupo de mayores. Un joven que rompe farolas o quema un
contenedor hace mucho ruido, y sin embargo su acción a nadie beneficia.
El cristianismo, en el fondo, es una fe con
pocas normas: Trata a tu semejante como te gustaría ser tratado en una
situación similar. Estamos hechos de una piel que precisa la caricia tanto como
la garganta necesita el agua.
Salvo que podamos
hacer algo por ellos, los lejanos no constituyen nuestro prójimo. Por los
lejanos podemos sentir pena, pero no auténtica compasión, porque la compasión,
si no va seguida de la acción y de la cáritas,
es pura sensiblería. Y las sensiblerías están bien para películas de lágrima
fácil. Sentir compasión por los niños del orfanato de Kinshasa y no sentir
compasión por los niños del emigrante pobre que vive en nuestro bloque, es
cinismo. Sentir pena por los ancianos de un asilo de Afganistán y no visitar a
nuestros padres en la residencia, es un sarcasmo. Y así sucesivamente. Solo si
a alguien lejano, lo hacemos próximo, se convierte en nuestro prójimo.
Ante los pobres,
desviar la mirada y dar un rodeo es lo más natural del mundo. Pero es que lo
natural del mundo choca de frente con lo antinatural del mensaje de Jesús:
tener compasión y acercarse. Si fuésemos honrados, deberíamos mostrar gratitud
hacia todos los samaritanos que se han detenido y nos han atendido en un
momento en que estábamos con heridas en las cunetas de los caminos.
El creyente
puede, por los caminos, ser providencia para los demás. O dicho de otra manera,
la Providencia de Dios la escriben las manos de los hombres justos. Escribía
Luis Guanella: “El mayor consuelo que
podemos tener en esta tierra es el de hacer un poco de bien”.
Etty Hillesum
comprendió lo que muy pocos comprendieron en los campos de concentración
alemanes: que Dios era impotente ante tanto sufrimiento y que, por lo tanto,
necesitaba ayuda. Etty Hillesum, una mujer no especialmente religiosa, fue
sonrisa, cuidado, aliento para hombres y mujeres que ya habían dejado de serlo
a los ojos de sus guardianes. Escribió lo siguiente: “Voy a ayudarte, Dios mío, a no apagarte en mí, pero no puedo
garantizarte nada por adelantado. Sin embargo, hay una cosa que se me presenta
cada vez con mayor claridad: no eres tú quien puede ayudarnos, sino nosotros
quienes podemos ayudarte a ti, y, al hacerlo, ayudarnos a nosotros mismos”.
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