El próximo 9 de octubre se cumple el
50 aniversario de la muerte del hermano Juan Vaccari, un fraile guaneliano
(Siervos de la Caridad). Diversas celebraciones recordarán en Palencia y en Aguilar de Campoo la señera figura del Hno. Juan. Estos actos quieren ir más allá del sufragio
por su eterno descanso y de la conmemoración de una fecha dolorosa: pretenden ser
una relectura de su trayectoria vital y de su aventura espiritual.
El día de su funeral, un sacerdote
alemán, de paso por la villa aguilarense, se sintió impresionado por el
abatimiento de todo un pueblo, y no cesaba de preguntar a unos y a otros: “¿Pero quién era este hombre?”
Y esta misma pregunta nos hacemos cincuenta
años después. ¿Cómo explicar, de otra manera, la permanencia de su recuerdo
entre los que le conocieron, la admiración entre los que han oído hablar de él,
y el estupor entre los que han leído sus escritos? ¿Dónde radica ese magnetismo,
cinco décadas después de su desaparición? Una rápida respuesta podría ser: Era un hombre bueno que vivía de Dios.
Alguien dijo que la existencia del
hermano Juan había transcurrido “por
caminos no soñados”. Y aunque él ni había soñado estos caminos ni los había
planeado, supo hacerlos suyos, incorporarlos a su ADN de fe, esperanza y
caridad, porque en todo veía la mano de Dios. Respiraba a Dios, se nutría de
Dios. Y como cualquier hombre bueno, pasó por el mundo haciendo el bien.
Aquel instante: “Entonces,
me quedo”
Había nacido el 5 de junio de 1913 en
Sanguinetto (Verona-Italia), en el seno de una familia numerosa de labradores.
Su infancia, junto a sus otros catorce hermanos, se desarrolló en un ambiente
de esfuerzo, sacrificio, duro trabajo y una fe recia que lo impregnaba todo. Ya
desde niño supo que no poseía la robustez y la fuerza física de sus hermanos para
arrostrar los duros trabajos del campo. Fue un adolescente sensible y emotivo para
el que la religión formaba parte de cada hora y de cada día. Por ello, la idea
de hacerse sacerdote surgió espontánea y natural en su ánimo. Pero se topó con
la barrera de los estudios y tuvo que renunciar a su sueño. En el pueblo,
compaginaba los trabajos en el campo, el inicio de una relación con una joven muchacha
y su pertenencia a la Acción Católica. Tenía ya veinte años cuando oyó que en
el Seminario de Fara Novarese, de los padres guanelianos, aceptaban también a
jóvenes, y no solo a niños. Allí dirigió sus pasos en octubre de 1933. Solo
habían transcurrido unas pocas semanas cuando se dio de bruces con el muro de
sus limitaciones en los estudios, especialmente el latín y la aritmética. Los
superiores se dieron cuenta de la bondad de ese joven y, a modo de ultimátum,
le propusieron hacerse hermano lego. Pero Juan Vaccari no quería ni oír de
hablar de esta propuesta. “Tomé la firme
decisión de volver al pueblo, a trabajar el campo con mis hermanos”. Pero
un encuentro cambió su vida. Subió al despacho del director espiritual para
despedirse y éste le espetó: “Y, si
marchándote, perdieses tu alma”. Entonces, con la sencillez de un niño, y con
la humildad de un esclavo, dijo: “Entonces,
me quedo”. Si hay momentos que fundan una existencia, este es uno de ellos.
A partir de ese instante, su vida fue siempre un “quedarse”, es decir, un permanecer
en medio de los otros con obediencia, entrega, humildad y alegría. Se quedó
entre los guanelianos como hermano lego, se quedó entre los pucheros y las cazuelas en Barza, se quedó
con el cardenal Micara en Roma y se quedó entre los seminaristas de Aguilar de
Campoo.
Barza: entre pucheros y
ollas
Cerró los
libros y los cuadernos, dijo adiós a su anhelo de hacerse sacerdote, y comenzó
su vida de religioso en medio de los guanelianos. Fue destinado a Barza, en el Norte de Italia, como
cocinero de una numerosa comunidad de seminaristas. Era el año 1934. Y allí,
entre pelar patatas, guisar, freír, cocer la pasta o el arroz, fregar los
cacharros, pedalear con su bicicleta por los pueblos y los campos en busca de
alimentos… pasó 15 años. En medio de este largo periodo tuvo que hacer frente a
la Segunda Guerra Mundial. Un tiempo de privaciones y de escasez de alimentos.
Tenía que ingeniárselas para llenar los estómagos de más de un centenar de
seminaristas. Se las veía y se las deseaba para hacer una sopa aguada. Se
hicieron famosas entre los comensales sus “albóndigas”, que él estiraba y
estiraba, y que nadie sabía de qué estaban hechas, porque nunca los
ingredientes eran los mismos. Era un religioso devoto, con una rica vida
interior, y de ahí el respeto que todos le profesaban. Pero su anhelo
apostólico no se limitaba a la cocina. En verano y en invierno, marchaba a la
cercana pedanía de Monteggia para rezar con los feligreses el rosario o alguna
novena, pero también para visitar a los enfermos, llevarles la comunión y
escuchar sus vidas y sus pesares. Ganó su corazón, y le empezaron a llamar “nuestro cura”. Y cuando terminaban los
rezos, las buenas gentes de Monteggia deslizaban en su macuto una berza, unas
cebollas, unas zanahorias o unos puerros. Juan agradecía emocionado, y así iba
llenando los estómagos de los futuros sacerdotes guanelianos.
En octubre de 1950, el cardenal
Clemente Micara, Vicario del Papa Pío XII para la ciudad de Roma pidió al Superior
General de los guanelianos que le enviase a Palacio un fraile para atenderle en
sus apartamentos privados. En 24 horas, el hermano Juan pasó de las marmitas y
del saco de patatas al Palacio de la Cancillería, uno de los más impresionantes
palacios renacentistas de Roma. Llegó a la Ciudad Eterna el 31 de octubre, víspera
de Todos los Santos, precisamente la fecha fijada para la solemne proclamación
del dogma de la Asunción de María a los Cielos. Juan no veía la hora de acercarse,
como un peregrino más, a la Plaza de San Pedro, pero justo cuando se estaba
formando el cortejo cardenalicio para asistir a la ceremonia, el cardenal le dijo:
“usted, quédese limpiando mis
habitaciones”. Se sintió como un niño castigado al que se impide ir a la
fiesta de un cumpleaños. Lloró también como un niño. Fue solo un segundo.
Luego, se sobrepuso como un hombre: “Tú
lo has querido, María. Fiat semper”. Y empezó a barrer, fregar, quitar el polvo,
encerar, sacar brillo… y a rezar.
El hermano Juan que nada sabía de
protocolos, títulos, prelaciones, jerarquías, sociedad mundana, se sintió un
poco agobiado. Era consciente de su torpeza. Se sentía un paleto con las botas
embarradas que no se atreve a pisar las alfombras. El cardenal debió pensar que
este fraile pardillo no pegaba bien con la suntuosidad del palacio ni con la
finura de los modales diplomáticos que allí eran norma. Y le despidió. Y así
terminó, como el rosario de la aurora, su presencia en palacio. Probaba, una
vez más, el regusto amargo del fracaso, pero volvió contento a su Barza
querida. Aceptó el trago con fe y con serenidad. Sin embargo, por una de esos
misterios del corazón humano, y pasado poco más de un año y medio, el cardenal
volvió a requerir sus servicios. Y el hermano Juan, que en todo veía la mano de
Dios, aceptó con toda la humildad del mundo la vuelta a Palacio. Al cardenal le
llegaron los primeros achaques y después una larguísima y penosa enfermedad. Con
el paso del tiempo, disminuyeron en palacio las recepciones, las audiencias, las
mundanidades sociales. Y también con el paso del tiempo, las visitas de
monseñores, políticos y diplomáticos fueron haciéndose más escasas. Lo que sí aumentó,
con el sucederse de los días, fue el aprecio del cardenal por el hermano Juan.
Su devoción, su entrega, su humildad conmovían a Mons. Micara y, en cierta
forma, le invitaban a la imitación y a la conversión. Juan Vaccari ya no era
solo el encargado de mantener limpios los aposentos privados del cardenal, era
también el confidente, el compañero de rezos, el enfermero, el acompañante, los
oídos que escuchan y los labios que se despliegan cuando se solicita un
consejo. En Roma conoció de cerca el poder, los oropeles y los tejemanejes que
lleva siempre aparejados el poder, las hipocresías y las trampas, la escasa
religiosidad de no pocos curiales y el apego a vanidades y mundanidades de
gentes con sotana. El hermano Juan se convirtió en la sombra y el bastón en el
que se apoyaba su eminencia, el único en quien ya confiaba. En repetidas veces
le pidió: “Juan, ayúdame a morir bien”.
Y así lo hizo hasta el día en que cerró sus ojos, le amortajó y acompañó sus restos mortales hasta la
iglesia de Santa María Sopra Minerva.
Por tierras de
Castilla: la alegría que contagia
Al fallecer el cardenal, el hermano
Juan se queda “sin trabajo”. Justo en ese momento, año 1965, comienza la obra
guaneliana en España, concretamente un seminario en la Villa de Aguilar de
Campoo. De nuevo la obediencia le manda a España. Con un coche cargado de
regalos que le han dado para la obra naciente, llega a tierras castellanas. En
un caserón vacío, junto a un ramal del Pisuerga, se instala provisionalmente la
pequeña comunidad, mientras que, poco a poco, el nuevo colegio se va
levantando. El antiguo cocinero vuelve a los fogones, pero por poco tiempo:
reclutar niños y adolescentes por los pueblos de Valladolid, Palencia, León,
Burgos, Santander, Asturias… es su nuevo cometido. No sabe hablar castellano, no conoce la historia de España, ni el carácter de los
españoles, pero, al volante de su seiscientos, va de pueblo en pueblo, de
escuela en escuela y de parroquia en parroquia. No es capaz de echar un discurso
convincente. Pero tiene un método infalible: la sinceridad que todos pueden
leer en su rostro y en su actitud. Delante de niños de ojos asombrados, hace
juegos de cartas que les dejan boquiabiertos, se ríe con ellos, bromea, les
pone su boina, les pide rezar juntos un avemaría, les entrega una estampa y una
insignia del Fundador, Luis Guanella, y les dice que tiene un colegio grande y
bonito que les está esperando. En cada pueblo, consigue algún candidato para el
Colegio San José. Los niños ven en él a un fraile alegre, a un hombre que
inspira confianza y protección. En España pasa los últimos 6 años de su vida,
sembrando, como labrador, la simiente del sacerdocio en las almas de un
numeroso grupo de muchachos. No para de trabajar. No para de rezar. No para de
buscar recursos entre sus numerosos amigos italianos para las muchas necesidades
de la nueva obra en España.
Cada día que pasa, piensa más en la
muerte. Pero este pensamiento, lejos de entristecerle o llenarle de temor, es
un aguijón para ejercitarse en la bondad, multiplicar la entrega y contagiar la
alegría. Echar un partido de boxeo, jugar al sogatira, preparar una cucaña para
los alumnos… eran su forma de hacer felices a los demás, y manifestaba así
su profunda serenidad interior. Pero al mismo tiempo, cada día que pasa,
redobla su oración, su adoración a la Eucaristía, su devoción a María y a José.
Vive con intensidad el presente y, al mismo tiempo, su alma ya ha empezado a
volar lejos del cuerpo.
“Hoy ha muerto un
santo”
La tarde del 9 de octubre de 1971, el hermano Juan regresa
a su Colegio de Aguilar, después de una jornada de compras en Valladolid y
Palencia, en compañía de sor Bettina. A la altura de Osorno, en un cambio de
rasante, se encuentran de frente con un coche que ha realizado un arriesgado
adelantamiento. Cuando los guardias se presentan en el lugar del accidente, el
hermano Juan les pide que se preocupen de sor Bettina, literalmente aplastada
por las cajas de alimentos. Así, pudieron salvarle la vida. El Hermano Juan, pocas
horas después y plenamente consciente, recibe la unción de enfermos en el
hospital de Palencia. Sabe que está llegando a la “estación Termini”, como
solía decir. Junta sus manos y empieza a orar. Cuando su corazón deja de latir,
su última avemaría queda interrumpida. El capellán del hospital asiste,
impresionado y altamente edificado, a los momentos finales de una existencia de 58 años.
Durante el funeral, celebrado en la
parroquia de Aguilar, religiosos, alumnos, amigos, familiares y vecinos de
muchos lugares dan rienda suelta a su pesar, pero también a esa certeza de que
se han cruzado con un fraile bueno que ha pasado haciendo el bien. Cuando, al
finalizar el rito exequial, el párroco, don Ciriaco Pérez, exclamó “Hoy ha muerto un santo”, a nadie le
extrañó. Era la voz que ponía palabras a un sentimiento general. Así como a
nadie extrañó que el canto del Resucitó lo acompañase en su despedida por las
naves góticas de la bellísima Colegiata. Ahora, sus restos mortales duermen el
sueño de los justos en la capilla de Barza, a los pies del altar de la Virgen
María.
Cuando se
abrió su testamento, pudieron leer una frase conmovedora: “Si el día de mi muerte, encontraseis algunas monedas en mis bolsillos,
os pido que compréis caramelos para los chicos con discapacidad”. Por ello,
cada 9 de octubre, en el mundo guaneliano se celebra el “Día de los Caramelos”. Un tierno y dulce recuerdo para un hombre
que sembró alegría y bondad a manos llenas: el Hermano Juan.
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