Que un gallo cante también por mí.
¿Qué
es lo que vio este recio pescador en Jesús para dejar sus redes y su vida y
lanzarse a una aventura que lo conduciría, muchos años después, a un martirio
atroz en Roma? ¿Y qué es lo que vio Jesús en este rudo y sensible pescador?
Probablemente el diamante en bruto al que el amor del Maestro iba a convertir
en una roca diamantina.
Quizás
Jesús fue la única pasión de su vida y por él se sintió, misteriosa y
arrebatadoramente, atraído. Él era –eso creía él- tajante en sus afectos y
tajante en sus fidelidades. Y presumía de ello: ¡Yo no te negaré!
Diríamos que era un rígido y un temperamental. Sacó la espada y cortó la oreja
de un criado de Malco que venía a apresar a Jesús.
Pero
luego, en las siguientes horas, tuvo miedo y el miedo le traicionó y le hizo
traicionar a Jesús en un acto de cobardía digno de los anales de la Historia.
Se sintió perdido y negó la evidencia: él no era de los de Jesús, él estaba
allí por casualidad allí, él no era galileo, ni Jesús se había cruzado nunca en
su camino. Pero un gallo cantó por él, cantó para él. Y esto le hizo volver en
sí, recapacitar, redimensionar su miedo, sacar pecho. Y lloró como nunca los
hombres de una cultura que deplora la sensiblería habían llorado. Lloró como un
hombre, como un varón, con el corazón, la cabeza, y el alma desgarrados.
Ojalá
que en los momentos de traición un gallo cante por mí. Pedro se supo traidor. Pedro
se supo un mierda, un payaso, un fanfarrón desenmascarado, un valiente de
pacotilla, un héroe de cartón piedra.
Pedro
lloró. Petrus flevit, dice el texto
en latín. Lloró como nunca lo había hecho. Lloró aunque se lo habían prohibido,
porque llorar es cosas de mocosos o de mujerucas. Pedro lloró y se desmoronaron
todas sus seguridades, que eran de oropel, de mentirijillas. Así que, algún
tiempo después, cuando Jesús le pregunte si le ama, él responde solamente: “Tú sabes que te quiero”, que es un amor
rebajado, un vino aguado. Ya ha escarmentado, ya no se atreve a pronunciar la
palabra fuerte de un ‘te amo’. Jesús le comprende. Y se conforma con el ‘te quiero’ de Pedro. No le exige amor extremo,
sino un querer humano, fuerte y sincero, pero también frágil y débil.
Pedro,
la roca, se deshizo en lágrimas y así probó, de una vez por todas, que él era
más barro de lo que creía, pero que su Maestro era más Mesías de lo que él se
había atrevido a confesar.
Petrus flevit. Pedro lloró, pero tan sólo cuando,
a la luz incierta de un amanecer en la ciudad de Jerusalén, cantó el gallo.
Ojalá un gallo cante por mí. Y ojalá me sea concedido el don de lágrimas.
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