Habría
para hablar largo y tendido sobre la relación de Jesús con los enfermos y la
mirada de Jesús sobre el sábado. Los libros del Primer Testamento recogen
normas y prescripciones sobre la enfermedad y sobre el sábado.
Lo
que Jesús viene a decir es que el enfermo no es un impuro. Es más, por el hecho
de estar enfermo, su vida y su historia deben ser colocadas en el centro de la
comunidad y en el centro de los corazones. La enfermedad era vista como impura
y también como un castigo por los pecados cometidos por el propio enfermo o pos
sus padres.
Este
breve pasaje evangélico de Juan me resulta admirable. Numerosos enfermos y
tullidos se agolpan en el pórtico que da a la piscina probática. Hay una
tradición que dice que el ángel del Señor, de vez en cuando, mueve las aguas de
la piscina, y en ese momento el primero que se sumerge en ellas quedaría curado
de sus dolencias. La curación de la enfermedad dependería de lo ágil y avispado
que es el enfermo. La curación tendría que ver con una visión mágica y
maravillosa de la religión.
Un
hombre al que suponemos de una cierta edad, ya que lleva treinta y ocho años
enfermos, aguarda como otros muchos tullidos y lisiados. Espera, los ojos fijos
en el agua de la piscina, a que el agua se agite. Jesús llega a la piscina
probática, pero él no tiene ojos para el agua, ni espera a que se produzca un
fenómeno extraño y mágico. Los sanos se sienten puros y dan gracias a Dios, por
no ser de la ralea de los enfermos. Los enfermos se sienten al margen. La única
patria a la que pertenecen es la de la enfermedad. Los enfermos gimen o callan,
extienden la mano o simplemente se dejan morir. Esperan sin mucha esperanza a que
el agua se mueva, para lanzarse a la carrera a sumergirse en la piscina. Una
competición demencial ordenada por un Dios de atletas.
Pero
Jesús mira al hombre que ya no espera nada. Y le hace una pregunta
desconcertante, una verdadera perogrullada: “¿Quieres
curarte?” El enfermo podía haberle contestado “Tú, ¿qué crees, majo? ¿Piensas acaso que soy la mar de feliz con mis
huesos doloridos y con mis articulaciones encogidas?” Pero no. El enfermo
descubre, ante este hombre que se ha fijado en él, ante un hombre que, por
primera vez, le dirige la palabra en muchos años, su verdadera pobreza. No le
habla de su enfermedad, ni de los dolores que le acosan, ni de la falta de
remedios y medicinas. Le habla de su pobreza auténtica: “No tengo a nadie”. Esa es la verdadera pobreza y la más terrible
maldición. No tener unas manos que estrechar, unos ojos en los que mirarnos, un
hombro donde llorar, una boca que nos diga un ‘gracias’, un ‘amigo mío’, un
‘buenas tardes’. Jesús se fija en el más enfermo de los enfermos: el que no
tiene a nadie. El más pobre es el que rebusca en su cabeza y no halla el nombre
de un solo amigo. Y la enfermedad -nos recuerda Blaise Pascal- es “el estado natural del cristiano, porque
solo en la enfermedad el ser humano es como siempre debería ser”.
Jesús
le dice: “Levántate, toma tu camilla
y anda”. Levántate, porque eres un
hombre y tienes una dignidad. Toma tu camilla, que es tu pasado, tu historia
personal, las cicatrices de tu dolor. No olvides nunca quién has sido. Conserva
la memoria de tu historia por muy imperfecta que sea. Y anda para ir al
encuentro de tu futuro, para ir al encuentro de tu comunidad, de tu nueva
patria, que es la de los hombres y mujeres que se reconocen en el amor. Y anda
para que otro tenga a ‘alguien’. Para que tú seas un ‘alguien’ para quien
siente que no tiene a ‘nadie’. Yo he sido alguien para ti. Anda para ser
alguien tú también de otro.
Los
judíos pensaban que se honraba a Dios cumpliendo al pie de la letra cada uno de
los artículos de la ley, cada una de las palabras de la ley. Entre ellas, el de
no realizar ningún trabajo manual en sábado. El sábado era la gran institución
judía. El descanso semanal era el recuerdo de un Dios que había descansado de
‘hacer la creación’, pero, a la vez, había supuesto un gran avance social
frente a los demás pueblos vecinos. El hombre dejaba la noria a la que estaba atado
por el trabajo, y podía sentarse, mano sobre mano, a contemplar el mundo, las
luminarias del cielo, la hierba de los campos. O podía reunirse con la familia
y contar la historia de los antepasados o la historia de Yahvé. Y, así, acordarse
de que tenía un Dios que le había creado.
Pero
el sábado era también la institución judía que, con el paso del tiempo, se
había llenado de tantas prohibiciones y normas, algunas tan ridículas, que
había perdido su espíritu y su sentido: una jornada para Dios y el descanso.
Cuando
los judíos vieron al enfermo con la camilla le recordaran una de las minucias
de la ley: “No te es posible cargar con la camilla”. No se alegran porque haya
recobrado la salud; no se habían preocupado por él cuando no tenía a nadie. No
se habían acercado a él cuando yacía postrado junto a la piscina, por si
necesitaba algo. Pero ahora se sienten molestos e indignados porque el enfermo
lleva a su espalda la camilla.
Muchas
de las curaciones de Jesús se producen en sábado, en el día de Dios, en el día
que recordamos que tenemos un Padre que nos ha creado y que cuida de nosotros.
Jesús ama el sábado porque es el día en que los hombres, sin necesidad de estar
cosidos al yugo del trabajo, pueden pensar en las cosas de espíritu, y mirarse
un poco los adentros. Jesús ama este
tipo de sábado.
El
sábado, el día de Dios, una imagen de la religión al fin y al cabo, no puede
estar reñida con el hombre y sus mil necesidades. El sábado es para recordar
que Dios nos crea y que nosotros, con nuestras obras, podemos ‘recrear’ a los
seres humanos en desdicha. El sábado es el día de un Dios que quiere ser
‘Alguien’ para los que no tienen a nadie. Y es el día del hombre de buena
voluntad que desea ser también, para los que no tienen a nadie, alguien.
Los
que quieren disociar los intereses de Dios de los intereses del ser humano no
pueden y no deben considerarse creyentes. Dios y el hombre comparten un mismo
ADN. Y la gloria de Dios siempre será la dicha del hombre. “El hombre es la gloria de Dios”, nos enseñó Ireneo de Lyon.
Para
los cristianos, el domingo debería ser una ocasión magnífica para recordar que
tenemos un Dios que quiere ser ‘alguien’ en los momentos en que nos sentimos
que no tenemos a nadie en nuestra existencia.
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