miércoles, 15 de junio de 2022

16.- La curación en la piscina probática (Jn 5, 1-16)

 



Cuando no se tiene a nadie

Habría para hablar largo y tendido sobre la relación de Jesús con los enfermos y la mirada de Jesús sobre el sábado. Los libros del Primer Testamento recogen normas y prescripciones sobre la enfermedad y sobre el sábado.

Lo que Jesús viene a decir es que el enfermo no es un impuro. Es más, por el hecho de estar enfermo, su vida y su historia deben ser colocadas en el centro de la comunidad y en el centro de los corazones. La enfermedad era vista como impura y también como un castigo por los pecados cometidos por el propio enfermo o pos sus padres.

Este breve pasaje evangélico de Juan me resulta admirable. Numerosos enfermos y tullidos se agolpan en el pórtico que da a la piscina probática. Hay una tradición que dice que el ángel del Señor, de vez en cuando, mueve las aguas de la piscina, y en ese momento el primero que se sumerge en ellas quedaría curado de sus dolencias. La curación de la enfermedad dependería de lo ágil y avispado que es el enfermo. La curación tendría que ver con una visión mágica y maravillosa de la religión.

Un hombre al que suponemos de una cierta edad, ya que lleva treinta y ocho años enfermos, aguarda como otros muchos tullidos y lisiados. Espera, los ojos fijos en el agua de la piscina, a que el agua se agite. Jesús llega a la piscina probática, pero él no tiene ojos para el agua, ni espera a que se produzca un fenómeno extraño y mágico. Los sanos se sienten puros y dan gracias a Dios, por no ser de la ralea de los enfermos. Los enfermos se sienten al margen. La única patria a la que pertenecen es la de la enfermedad. Los enfermos gimen o callan, extienden la mano o simplemente se dejan morir. Esperan sin mucha esperanza a que el agua se mueva, para lanzarse a la carrera a sumergirse en la piscina. Una competición demencial ordenada por un Dios de atletas.

Pero Jesús mira al hombre que ya no espera nada. Y le hace una pregunta desconcertante, una verdadera perogrullada: “¿Quieres curarte?” El enfermo podía haberle contestado “Tú, ¿qué crees, majo? ¿Piensas acaso que soy la mar de feliz con mis huesos doloridos y con mis articulaciones encogidas?” Pero no. El enfermo descubre, ante este hombre que se ha fijado en él, ante un hombre que, por primera vez, le dirige la palabra en muchos años, su verdadera pobreza. No le habla de su enfermedad, ni de los dolores que le acosan, ni de la falta de remedios y medicinas. Le habla de su pobreza auténtica: “No tengo a nadie”. Esa es la verdadera pobreza y la más terrible maldición. No tener unas manos que estrechar, unos ojos en los que mirarnos, un hombro donde llorar, una boca que nos diga un ‘gracias’, un ‘amigo mío’, un ‘buenas tardes’. Jesús se fija en el más enfermo de los enfermos: el que no tiene a nadie. El más pobre es el que rebusca en su cabeza y no halla el nombre de un solo amigo. Y la enfermedad -nos recuerda Blaise Pascal- es “el estado natural del cristiano, porque solo en la enfermedad el ser humano es como siempre debería ser”.

Jesús le dice: “Levántate, toma tu camilla y  anda”. Levántate, porque eres un hombre y tienes una dignidad. Toma tu camilla, que es tu pasado, tu historia personal, las cicatrices de tu dolor. No olvides nunca quién has sido. Conserva la memoria de tu historia por muy imperfecta que sea. Y anda para ir al encuentro de tu futuro, para ir al encuentro de tu comunidad, de tu nueva patria, que es la de los hombres y mujeres que se reconocen en el amor. Y anda para que otro tenga a ‘alguien’. Para que tú seas un ‘alguien’ para quien siente que no tiene a ‘nadie’. Yo he sido alguien para ti. Anda para ser alguien tú también de otro.

Los judíos pensaban que se honraba a Dios cumpliendo al pie de la letra cada uno de los artículos de la ley, cada una de las palabras de la ley. Entre ellas, el de no realizar ningún trabajo manual en sábado. El sábado era la gran institución judía. El descanso semanal era el recuerdo de un Dios que había descansado de ‘hacer la creación’, pero, a la vez, había supuesto un gran avance social frente a los demás pueblos vecinos. El hombre dejaba la noria a la que estaba atado por el trabajo, y podía sentarse, mano sobre mano, a contemplar el mundo, las luminarias del cielo, la hierba de los campos. O podía reunirse con la familia y contar la historia de los antepasados o la historia de Yahvé. Y, así, acordarse de que tenía un Dios que le había creado.

Pero el sábado era también la institución judía que, con el paso del tiempo, se había llenado de tantas prohibiciones y normas, algunas tan ridículas, que había perdido su espíritu y su sentido: una jornada para Dios y el descanso.

Cuando los judíos vieron al enfermo con la camilla le recordaran una de las minucias de la ley: “No te es posible cargar con la camilla”. No se alegran porque haya recobrado la salud; no se habían preocupado por él cuando no tenía a nadie. No se habían acercado a él cuando yacía postrado junto a la piscina, por si necesitaba algo. Pero ahora se sienten molestos e indignados porque el enfermo lleva a su espalda la camilla.

Muchas de las curaciones de Jesús se producen en sábado, en el día de Dios, en el día que recordamos que tenemos un Padre que nos ha creado y que cuida de nosotros. Jesús ama el sábado porque es el día en que los hombres, sin necesidad de estar cosidos al yugo del trabajo, pueden pensar en las cosas de espíritu, y mirarse un poco los adentros.  Jesús ama este tipo de sábado.

El sábado, el día de Dios, una imagen de la religión al fin y al cabo, no puede estar reñida con el hombre y sus mil necesidades. El sábado es para recordar que Dios nos crea y que nosotros, con nuestras obras, podemos ‘recrear’ a los seres humanos en desdicha. El sábado es el día de un Dios que quiere ser ‘Alguien’ para los que no tienen a nadie. Y es el día del hombre de buena voluntad que desea ser también, para los que no tienen a nadie, alguien.

Los que quieren disociar los intereses de Dios de los intereses del ser humano no pueden y no deben considerarse creyentes. Dios y el hombre comparten un mismo ADN. Y la gloria de Dios siempre será la dicha del hombre. “El hombre es la gloria de Dios”, nos enseñó Ireneo de Lyon.

Para los cristianos, el domingo debería ser una ocasión magnífica para recordar que tenemos un Dios que quiere ser ‘alguien’ en los momentos en que nos sentimos que no tenemos a nadie en nuestra existencia.







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