lunes, 20 de junio de 2022

17 (y último).- ¿También vosotros queréis marcharos? (Jn 6, 60-71)

 


En pos de palabras muertas

En los últimos años, cada vez que este pasaje evangélico es proclamado o cada vez que lo leo, tengo la sensación de que la pregunta de Jesús “¿También vosotros queréis iros?” la dirige Jesús a los últimos europeos creyentes, en este tiempo de deserciones masivas, y abandonos multitudinarios.

El realismo de Jesús es grande. Él no se hacía ilusiones sobre el comportamiento de los hombres. Sabía de qué barro inconstante estaba formado el corazón. Presentía que la fe abandonaría a sus fieles y que la exigencia de su mensaje impulsaría a otros muchos a extraviarse del  camino emprendido. También la traición más ruin habitaría en medio de los elegidos.

Y sin embargo, él había venido al mundo para ofrecer a los hombres un Dios de amor. Y se apenaba cada vez que este don era rechazado. Así que, contristado, les pregunta: “¿También vosotros queréis iros? ¿También vosotros, a los que os tengo como amigos y hermanos, a los que he entregado mi corazón, que habéis sido testigos de mis palabras y de mis hechos?

Y Pedro, impetuoso pero certero esta vez, contesta: “¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”.

Son legión los que en las últimas décadas han abandonado el cristianismo, sobre todo en Europa. Unos por rabia, por despecho, por haber chocado con una Iglesia exigente y poco humana. Otros, por cansancio, por pereza, por indiferencia, han abandonado poco a poco, o de repente, la compañía de Jesús. Pero los más, lo han hecho en pos de otros dioses y de otros ídolos. Han corrido en busca de religiones que les ofrecieran un exotismo colorista, o un sincretismo facilón o una moral de manga ancha. Se han dejado arrastrar por los becerros de oro. Fascinados por los ídolos de nuestro tiempo y de todos los tiempos: el yo antes que el nosotros. Como abejas de flor en flor han picado aquí y allá. O como clientes de un supermercado bien abastecido han atiborrado la cesta de la compra con productos espirituales y místicos de todas las creencias.

Alejándose de Dios, se autodefinían como ateos, pero no sabían que, en realidad, eran politeístas. Cortando los vínculos con el cristianismo de sus padres y de su comunidad, han caído en las redes de las sirenas de cada mar que ofrecen bienestar supremo, paraísos en la tierra, religión low cost a precio de saldos, gangas de productos espirituales con solo alzar los ojos y pronunciar sílabas mágicas y mantras de presunta eficacia. Han abandonado las palabras eternas por verborrea que al amanecer florece y por la tarde ya está seca. Han creído que bastaba con abandonar el cristianismo para sentirse libres de preceptos, de normas y de mandamientos. Y las cosas materiales, las ideologías, las tendencias, las modas los han convertido en títeres manejados por quien maneja los hilos de cada momento.

¿A quién iremos? Es una buena pregunta para los tiempos de bajón y de desamparo, para los tiempos de desencanto o de enfado. Para los tiempos en los que estamos tentados, por los motivos que sean, de abandonar el grupo de Jesús, y largarnos en busca de la libertad y de experiencias.

Las experiencias es lo que nos venden como la solución a todos los problemas y para todas las necesidades. Experiencias gastronómicas, viajeras, enológicas, de belleza y cosmética, de música o de senderismo, de lugares exóticos, de templos. Experiencias de silencio o de atronadora música, experiencias rituales, de lujo o de pobreza, de sexo y de sustancias psicotrópicas. Nos prometen la luna y el sol con cada experiencia nueva, a módicos precios o a precios impagables.

La tentación de irse y de largarse para vivir experiencias, sin amarras, en total libertad y con un seguro a todo riesgo de bienestar absoluto, siempre estará ahí y acechará nuestro corazón.

Mis pies también se han ido muchas veces en pos de palabras muertas. Y lo único que han encontrado ha sido el hastío y el aburrimiento. Detrás de cada experiencia había el hartazgo y el tedio. Que esto no lo olvide nunca. Y sólo me cabe pedir a Dios, cada vez que me aleje, lo que escribió Enmanuel Carrére cuando abandonó el catolicismo: “Te abandono, Señor, pero tú no me abandones”. 





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